Independientemente de lo que diga la jerarquía de la iglesia católica en cabeza de Benedicto XVI, sobre la idea de llevar a cabo a como de lugar la santificación de Karol Wojtyla, está violando sus mismas reglas para estos procedimientos. Los creyentes debemos preguntarnos, debemos pensar, debemos opinar sobre este asunto.
Para nosotros los cristianos, como para el resto del mundo, el testimonio que dio Juan Pablo II fue más bien la de un político sagaz, ultraconservador, temeroso de los cambios, de los movimientos, del espíritu, un monarca que no escuchó razones en su reinado, no aceptó críticas frente al manejo o el funcionamiento del Estado vaticano.
Wojtyla y jerarcas como Ratzinger han criticado, perseguido sin piedad la renovación que se viene dando a partir del Concilio Vaticano II (en 1962-1965) y en la Conferencia Episcopal de Medellín (1968), en América Latina, muy a pesar de ellos, que reprimieron lo que es incontenible: el renacimiento de una Iglesia más comprometida con las causas y angustias del pueblo de Dios, con los dolores de la humanidad; unos creyentes que ya constituyen un movimiento que va caminando por la liberación de la esclavitud de los pueblos oprimidos; una comunidad más profética, más seguidora del camino de Jesús.
Juan Pablo II fue cómplice de las dictaduras promovidas por los Estados Unidos en América y en el mundo, al abstenerse de tomar posiciones verticales contra las guerras hechas a los pueblos para extraerles sus riquezas; no tomó distancia ni denunció a los violadores de los derechos humanos, ni de los derechos del hombre y la mujer, imagen y semejanza del Creador del universo; no fue asiduo defensor de la dignidad humana sino que más bien estuvo en comunión con Pinochet e intentó fortalecer a Videla, en Argentina, en el ocaso de la dictadura militar.
Con su testimonio, el Papa polaco permitió y cohonestó que se entronizara el neoliberalismo salvaje, genocida, que promueve la privatización de los bienes que pertenecen a todos, con cuyas actitudes se dio un paso más hacia el individualismo aberrante y el egoísmo; con su ejemplo contribuyó a que ésta fuera una sociedad más injusta, más corrupta, sin compasión, amante del dios dinero, contradiciendo por completo las palabras y las enseñanzas de Jesús, nuestro fundamento y razón de ser.
Estamos de acuerdo con las madres de la Plaza de Mayo en Argentina, que el 23 de diciembre de 2010 convocaron a participar en un juicio ético y político que se les hará a los curas y obispos subalternos de Juan Pablo II que avalaron y legitimaron el genocidio durante la dictadura militar, bendiciendo a los torturadores, presenciando sesiones de maltrato y brindando cobertura espiritual para que el terrorismo de Estado pudiera aniquilar a miles de personas.
Aquí en Colombia, la iglesia católica y las otras iglesias también tienen que ser juzgadas por su complicidad en genocidios, torturas, descuartizamiento de seres humanos e implantación de hornos crematorios en La Gabarra (Santander) y Caldas (Antioquia), como en la Alemania nazi. Es un deber ético, moral, espiritual. La Fiscalía General de la Nación acaba de confirmar el horror vivido por el pueblo colombiano: 173.183 casos de homicidio y 34.467 desapariciones forzadas. Mucho más que en Argentina y Chile, las iglesias deben ser juzgadas también por su acción o su omisión, por haber creído que estaban colaborando en la ‘salvación’ de Colombia de tanto ateo; por haberse embarcado en el proyecto del falso mesías y de su locura de refundar la ‘patria’ y la iglesia de los ricos. Por fin la gente viene dándose cuenta de que el ex presidente no era más que un dictador, un enterrador, un dios con pies de barro, que adora la codicia y tiene mucho amor por el dinero.
Con estas actitudes, las iglesias traicionaron y siguen traicionando la memoria y la historia de Jesús; con estos ejemplos, con estos testimonios, creemos que fuera de las iglesias sí hay salvación. Creemos que el poder sagrado reside en el pueblo de Dios, en el espíritu que está en el amor del hombre y la mujer, en el derecho y el deber que tenemos de buscar la verdad, la justicia y la libertad.
El cristianismo no se acabará; se tiene que acabar el cinismo. Al contrario, tenemos que alegrarnos, pues vamos en vías de nuestra realización, de nuestro renacimiento, de la resurrección del cristianismo, de su cristificación. Se tiene que acabar la utilización de nuestro Dios y nuestras creencias, con cuyo rechazo seremos más auténticos. Tenemos que luchar para divinizar el esfuerzo, el trabajo humano, que sea digno; tenemos que colaborar, ayudar a que este mundo sea verdaderamente habitable y justo.
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