En artículos anteriores se ha señalado que el movimiento estudiantil de 1971 comenzó en solidaridad con una huelga en la Universidad del Valle. No fue un hecho circunstancial. La política que allí se desarrollaba era manifestación de un programa de transformación que, con sus diferencias y especificidades según los establecimientos, se pretendía imponer en toda la educación superior.
Aún siendo pública –de carácter regional–, era la consentida de las multinacionales. Y del imperialismo. No era ni es un cliché mamerto. Había sido escogida, por ejemplo, en 1968, como plataforma para la formación acelerada de los “cuerpos de paz”, estos cuerpos, brigadas de jóvenes gringos que, en el marco de la “Alianza para el Progreso”, eran enviadas a diversos países de América Latina a desarrollar tareas de promoción social. Era el complemento ‘cívico’ de la estrategia de control político-militar del imperialismo en respuesta al peligro de la influencia cubana.
La beligerante respuesta estudiantil, oportuna y eficaz, consiguió en ese momento derrotar el programa. Fue el antecedente más importante de las luchas que vendrían luego. Pero la iniciativa de las multinacionales tenía mayor profundidad. Para entenderlo, es preciso recordar el significado que tenían entonces el Valle del Cauca, su economía, sus clases dominantes, sus condiciones políticas y, por supuesto, su principal universidad.
Se trataba de una región de economía abierta como la que más. Sobre todo después de la culminación, en 1915, de la obra del Ferrocarril del Pacífico. Importaciones, inversión extranjera e influencias culturales de Estados Unidos ya hacían parte del paisaje cotidiano de una región que en 1970 tenía una tasa de urbanización de más del 70 por ciento. La agroindustria azucarera –revitalizada por la reasignación de la cuota azucarera de Cuba que Estados Unidos había impuesto como resultado del bloqueo– devoraba con rapidez lo poco que iba quedando de economía campesina. Sobra decir que esta agroindustria incorporaba tecnología proveniente del Imperio. Incluso en el ordenamiento del territorio y la adecuación de tierras y aguas.
Desde 1954 se había creado la CVC (antecedente de todas las corporaciones regionales), a semejanza de la Corporación del Valle del Tennessee, en Estados Unidos, para llevar adelante proyectos como el de Anchicayá y después el de Salvajina, supuestamente para ‘regular’ caudales y sobre todo para la generación eléctrica. En el momento, además, surgían ilusiones de diversificación de cultivos también en perspectiva agroindustrial y bajo los parámetros de la “revolución verde”. Ya funcionaba en Palmira la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional, pero téngase en cuenta adicionalmente la fundación del Centro de Investigación en Agricultura Tropical, con proyección internacional. La denominación de “agricultura tropical” es de por sí reveladora de la orientación.
De otra parte, llama la atención la importancia de la inversión extranjera (estadounidense), con algunas particularidades que la diferencian de la registrada en otras regiones. En primer lugar, porque se destina a la industria manufacturera. Se configura el eje Cali-Yumbo, pero avanza igualmente el eje Palmira-Buga-Tuluá. En segundo lugar, porque, además de los tradicionales de alimentos, bebidas y confecciones, privilegia los sectores de bienes intermedios y de capital, en especial productos químicos, cartón y papel, productos de caucho y algo de maquinaria. Finalmente, porque la destinación de esos productos es el mercado nacional. Corresponde, pues, a la estrategia de las multinacionales de sortear algunas de las medidas de protección comercial entonces vigentes, por la vía de colonizar la producción industrial interna.
Se habían transformado así las clases dominantes. La vieja oligarquía terrateniente había dado lugar a una burguesía agroindustrial. Tomaron entonces fuerza las fracciones comerciales y financieras. Y, lo que es más importante: ya su existencia era inseparable de la diaria connivencia con los representantes de las multinacionales. Esta burguesía, que no abandonaba su filiación oligárquica, particularmente conservadora y oscurantista, disfrazaba su servilismo dándose aires de “modernismo americano”.
Hubiera querido esa oligarquía hacer de Cali el Miami del Pacífico. Contaba con algunos ingredientes, comenzando por la conexión con el Puerto. Y aunque no le gustara mucho el predominio de la población afrodescendiente que culturalmente había permitido que la ciudad fuese, desde los años 40, el lugar por excelencia de la música antillana, y en ese momento la capital de la salsa. Le faltaba un ingrediente: la inmigración cubana. Pero le bastaba con uno: el periodista ‘gusano’ José Pardo Llada, que le enseñaba a practicar la frivolidad en los medios escritos y radiales, revistiendo de falsa modernidad sus contenidos arcaicos. Sin pasar siquiera por el liberalismo. Era la modernidad de la ponzoña anticomunista que no sólo era alharaca sino que además tenía efectos prácticos, políticos y militares.
Desde su fundación, la Universidad del Valle había servido a las necesidades del proyecto económico descrito. De ahí la importancia de la participación directa del ‘empresariado’ en sus órganos de dirección. Sin embargo, originalmente destinada a los hijos de la burguesía y de las clases medias acomodadas del Valle y del Cauca, estaba creciendo demasiado, y tanta democracia podía hacerle perder su utilidad. Fue así como se concibió la ingeniosa estrategia. En efecto, aparentemente para resolver los problemas de financiación que ya escaseaba, se crea una organización “sin ánimo de lucro”, la Fundación para la Educación Superior (FES).
A través de la FES comienzan a recibirse fondos adicionales que provenían de donaciones de las fundaciones empresariales norteamericanas Ford y Rockefeller, o de préstamos del BID. Estos fondos ‘especiales’ se destinan, como es lógico, a un programa en particular, también ‘especial’ (y casi secreto) dentro de la Universidad, al servicio fundamentalmente de la proyección de las empresas multinacionales. Era un programa que significaba formación de profesionales (posgrados) y líneas de investigación en áreas rigurosamente seleccionadas. Se trataba, pues, de una modalidad sui generis de privatización. La infraestructura material y humana de la Universidad en su conjunto, que continuaba recibiendo menguados recursos públicos, se ponía al servicio directo de intereses empresariales nacionales y extranjeros mediante el ‘soborno’ de la financiación especial.
Esta tentativa, que logró avanzar en alguna medida, produjo una fragmentación de la Universidad. A través de este programa se creaba una categoría de profesores e investigadores –mejor pagados–, y un grupo de estudiantes seleccionados con cuidado, eventualmente porque podían pagar onerosos cursos adicionales. Como se decía entonces, era prácticamente un enclave privado y extranjero dentro de la Universidad, que por lo demás seguía funcionando para pobres1. Tal dualismo, que todos los días alimentaba el descontento y la rabia, no podía menos que resquebrajar los mecanismos regulares de administración y dirección.
Por eso, la mejor forma de gobernarla terminó siendo el autoritarismo, en cabeza de un típico y muy conservador representante de la oligarquía y de entera confianza de las corporaciones extranjeras, Alfonso Ocampo Londoño. Y fue por eso también que la reacción airada, no sólo de los estudiantes sino también de los profesores y los empleados y trabajadores, estalló inicialmente en contra de las medidas arbitrarias y abusivas del rector, para exigir alguna forma de democratización de la dirección universitaria. No obstante, se orientó en seguida hacia el cuestionamiento completo del modelo de Universidad que se quería imponer.
No es fácil concluir que era éste exactamente el modelo que se quería para todos los establecimientos públicos de educación superior. Seguro correspondía a las características específicas de la región (y en una época determinada); tal vez se hubiera podido replicar en Antioquia y Santander. En ese sentido, es claro que la situación y la posición de la Universidad Nacional, dado su carácter justamente nacional, reclamaba otro tipo de propuestas específicas2. Sin embargo, formaba parte de una concepción general que, como se ha repetido tantas veces en Colombia, se inspiraba en el Informe Atcon y el famoso Plan Básico. Una idea central que ya se agitaba desde entonces, bajo el predominio del desarrollismo y que toma fuerza ahora, en tiempos de neoliberalismo y reprimarización de la economía, es la de privilegiar en la educación pública ‘superior’ la formación técnica y tecnológica. En todo caso, el análisis de aquel histórico y de esta experiencia resulta de la mayor importancia para las discusiones y las luchas de hoy.
El viejo Marx acostumbraba citar expresiones latinas para advertir al lector sobre detalles de especial significación. Una de ellas era: De te fabula narratur, que, en versión libre significa “de ti también estamos hablando”. Lo que hoy contamos no es sólo pasado, historia antigua. Y ahora nos cae como anillo al dedo.
1 Esta idea de la universidad pública, ‘estorbo’ al que obliga la democracia, ha sido y sigue siendo característica de la mentalidad de la burguesía colombiana. En los años siguientes y hasta hoy se abandonó la idea del enclave y se ha desarrollado más bien dentro de una forma claramente privatista. Siguiendo la experiencia de la creación de la Universidad de los Andes en Bogotá, en todas las regiones se han abierto instituciones elitistas que supuestamente ofrecen la mejor formación, a tono con los más sofisticados desarrollos de la tecnología contemporánea. En Cali, el ICESI, en Medellín EAFIT, en Barranquilla la U del Norte, etcétera, para no mencionar el fortalecimiento de otras privadas, generalmente confesionales. Ya había sucedido con los colegios de secundaria. Se consagró la idea de lo público como “lo pobre para pobres”. Y aunque aquello de la alta calidad y la excelencia educativa es, por lo menos, discutible, en el imaginario social funciona de manera implacable. Sin contar con que la estrechez presupuestal, y a veces la corrupción (hasta paramilitar) han terminado por volver realidad la minusvalía de la universidad pública.
2 Algunas referencias al respecto se encuentran en la crónica que escribí para la colección de memorias publicada por la Universidad Nacional. Ver: “Miradas a la Universidad Nacional de Colombia” Nº 3. Bogotá, 2006.
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