En diciembre de 2010, luego de tres años de negociaciones y 11 Rondas de discusiones, se daba a la luz, en el exclusivo Hotel Observatory de Sidney, el Acuerdo Comercial de Lucha contra la Falsificación (más conocido como ACTA, sigla en inglés). Terminaban así el secretismo y las especulaciones sobre un acuerdo comercial que, por fuera de la estructura de las organizaciones multilaterales, pretende sentar las bases de una política policiva y punitiva sobre lo que considera delitos contra la propiedad intelectual (DPI).
Este asunto de la propiedad intelectual no es nuevo, pues Naciones Unidas (ONU), desde julio de 1967, estableció la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), en cuyo nacimiento se reconocen como antecedentes el Convenio para la Protección de la Propiedad Industrial, del 20 de marzo de 1883, conocido como “Convenio de París”, y el Convenio para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas, del 9 de septiembre de 1886, llamado “Convenio de Berna”. En sus comienzos, el objetivo de la protección a la propiedad intelectual apuntaba a estimular la invención mediante la concesión de patentes que le permitían al creador usufructuar los resultados de su creación por un tiempo determinado. Es claro que desde cuando el capital sometió la ciencia al predominio sus intereses (a partir del nacimiento de la Revolución Industrial), el conocimiento asumió un fuerte sesgo instrumental, quedando marginadas motivaciones como la simple curiosidad, el placer o la búsqueda de la armonía entre los seres y su entorno.
Los conflictos alrededor de las invenciones surgieron desde el momento mismo en que las materializaciones del conocimiento, preferentemente, se plasmaron en objetos destinados a las ventas masivas. El caso del teléfono es quizás el ejemplo clásico de que propiedad intelectual y justicia no tienen por qué correr juntos, pues, como se pudo probar posteriormente, Alexander Graham Bell, a quien se le concedió la patente, había despojado del reconocimiento a Antonio Meucci, cuya memoria tan solo vino a ser rehabilitada en junio de 2002, a través de una decisión del Congreso de Estados Unidos que reconocía el error. Pero eso no es lo más importante si se tiene en cuenta que la ‘proletarización’ de los científicos ha llevado a que las grandes corporaciones terminen apropiándose del producto de la creación de sus equipos de ingenieros e inventores. Y es acá donde encontramos la primera pista de la reciente ofensiva de la supuesta defensa de los derechos de autor, que en realidad se debe interpretar como la defensa de las corporaciones que explotan a los creadores.
Mistificaciones en el proceso de ‘tercerización de la economía’
El peso creciente de los servicios en las contabilidades nacionales lleva a considerar como un proceso ‘evolutivo’ que las sociedades pasen de agrícolas a industriales, y de ahí a tercerizadas, es decir, a economías dominadas por el sector servicios (transporte, comercio, educación, telecomunicaciones, etcétera). En efecto, si miramos las estadísticas de empleo, por ejemplo, encontramos que en el mundo la población ocupada en ese sector ya es dominante (43 por ciento, seguida de la agricultura con un 35 y por último la industria con 22), y que en los países del centro capitalista la distancia es mayor (72,8 por ciento en servicios, contra 23,4 y 3,7 en industria y agricultura, respectivamente), dando lugar al mito de que mientras más peso tenga el tercer sector de la economía ésta es más desarrollada. Sin embargo, esas conclusiones pueden ser engañosas si consideramos que un país turístico, que además sea paraíso fiscal, tendría tanto en el PIB como en el empleo la predominancia del sector de servicios sin que eso significara gran desarrollo técnico o humano.
Esto lleva a la discusión sobre la distinción que algunos hacen entre servicios tradicionales y servicios de punta o tecnológicos, siendo los más importantes, entre los primeros, el transporte y el comercio, y, típico ejemplo de los segundos, las telecomunicaciones computarizadas. Pero lo fundamental en cualquiera de los casos se deriva de que los servicios están atados a los procesos de circulación de la riqueza o al mantenimiento de los factores de la producción (la salud y la educación, como fenómenos masivos e incluso industrializados, tienen como objetivo central conservar en cierto estado la fuerza de trabajo), donde la comunicación y, por tanto, la circulación de la información adquieren un papel mucho más relevante.
Y es precisamente ahí donde el problema de los servicios y la propiedad intelectual adquiere nuevas connotaciones. Pues, mientras la transmisión de la información estaba atada a la circulación de un bien físico que la contenía (las noticias, a una hoja de papel periódico; las ideas, a un libro, etcétera), el problema era menor, no así cuando la emisión-recepción de información requiere ciertos bienes que, a diferencia de la situación anterior, no circulan con ésta, tales los casos de la radiodifusión y la televisión, cuyos aparatos de recepción (radios y televisores) se abren y se cierran indefinidamente, fijos, en poder del receptor, permitiendo siempre la captura de nuevas señales. Esto dio lugar a una situación que raramente se menciona: en estos casos, son los oferentes y no los demandantes de información (como en el caso de los libros) quienes pagan por ésta. Y es precisamente esa situación lo que se quiere revertir con nuevas modalidades como la televisión por suscripción, en la cual el demandante asume nuevamente el pago por la recepción de la señal.
En el caso de la música, citando otro ejemplo, mientras no se codificó en pentagramas, su reproducción no se independizó de la presencia de ciertos individuos actuantes; cuando pudo ser grabada, las ejecuciones particulares podían ser reproducidas sin la necesaria presencia de los ejecutantes, pero su disfrute dependía de la posesión de un objeto particular, como fueron, en el caso más difundido, los discos de acetato (la circulación de la música depende allí también, igual que en los CD, de la circulación del objeto). Hoy, cuando la codificación digital permite conservar, reproducir y enviar los sonidos a distancia y sin detrimento de la calidad, el sentido de la propiedad del sonido se desdibuja, pues éste se independiza de un circulante objeto particular que lo contiene (la diferencia entre acetato y CD es que estos últimos pueden ser reproducidos por el usuario y los primeros no).
Hablar de “robo” de señales de televisión suena por lo menos extraño, en la medida que tomarla no implica desposeer a nadie. El sentido de la desposesión surge aquí de la suposición de la existencia de un derecho positivo (derecho a recibir un dinero), precisamente el tipo de derechos a los que son tan alérgicos los neoliberales, y no de un derecho negativo (derecho a no ser desposeído), pues nada se les quita, que es el tipo de derecho al que se suscriben entusiastas. Pero ese supuesto derecho a recibir un dinero no está basado en certeza alguna, pues nadie puede garantizar que, al precio del sector formal, ese consumidor iba a demandar el bien. La señal, además, no se enajena, pues, en un sentido estricto, quien la baja de manera informal no excluye a nadie de la posibilidad de obtenerla.
En este punto, las cosas adquieren mayor transparencia. La fiebre por la antipiratería surge de que la naturaleza misma de la reproducción de ciertos bienes y servicios a través de la codificación digital no sólo hace indistinguible la copia respecto del original sino que además permite su reproducción indefinida. ¿Por qué entonces el ACTA asume como eje central de su lucha la enseña de la antifalsificación? ¿Qué es lo falso en los llamados CD piratas? ¿Por qué “piratas”? Falsedad significa inexactitud o contrariar la verdad o la realidad, y, si es intencionada, engaño. Pero, en los casos de reproducción digital, el consumidor no es engañado ni perjudicado, tampoco pirateado porque nada se le saquea. Otra cosa muy distinta es cuando se altera el producto (como se hace en algunos casos con medicamentos o licores espirituosos).
¿Y el productor? Tampoco es despojado de su producto, pues éste sigue en sus dominios. La supuesta enajenación, como ya lo señalamos, de un ingreso potencial que nadie puede dar por cierto no pasa de ser hipotética, ya que, si nadie puede garantizar que al precio oficial la demanda de esa mercancía hubiese aumentado en un monto igual al de la producción y venta informal, siendo más posible y creíble que las llamadas “ventas piratas” sean en realidad mercados adicionales y no competitivos con los que hoy se consideran formales (independientes de éstos), la consumación de un delito queda en el campo de la mera imaginación.
Y ahí aparece, como en el sombrero de un mago, el argumento de los derechos de autor: según los defensores de la antipiratería, los grandes perjudicados son los creadores de arte, ciencia o tecnología, pero acá tampoco cuadran las cuentas. Ilustremos eso con un pequeño ejemplo numérico: Si un CD de música, video o software se vende en la calle a 2.500 pesos (1,40 dólares aproximadamente), y en el mercado formal, otro, con ese mismo contenido, vale 36.000 pesos (más o menos 20 dólares), el argumento es que la diferencia (33.500 pesos que equivalen a 18,6 dólares) corresponde a los derechos autor y la promoción. Pero si el vendedor del contenido informal no está cobrando esa parte, no se la está apropiando y por tanto no se la quita a nadie, pues si, como es seguramente el caso, los dos mil quinientos pesos (1,40 dólares) representan el costo de los insumos y la fuerza de trabajo empleados por él para producir y hacer circular esa mercancía, es obvio que no se está apropiando ingresos diferentes de aquellos a los que tiene derecho. ¿Robamos, entonces, nosotros, los consumidores? Tampoco, pues, como ya lo hemos dicho, de no existir el mercado informal no consumiéramos esa mercancía, y por tanto no estaremos privando de un mayor ingreso al autor.
La piratería es, en sentido estricto, el asalto y toma de las naves marinas, y, por extensión, se aplica a las demás. En el caso de reproducción informal de información (contenido codificado de cualquier tipo), tendríamos que buscar el símil en el hecho de que la toma se hace en el proceso de circulación de la mercancía, pero, a diferencia de los bienes físicos, la información codificada, insistimos, cuando se toma no excluye de la posesión al otro; no lo margina de su disfrute. Es más, es posible enriquecer el contenido, como en el caso de la circulación de los programas de computador, que se retroalimentan de las observaciones de los usuarios, a quienes paradójicamente se les ‘paga’, cobrándoles después más cara la versión mejorada por la acción de ellos mismos. Los famosos “parches” (actualizaciones del archivo ejecutable o del código fuente) en los programas de computación son un claro ejemplo de esto, pues muchas de las mejoras son inducidas por los usuario sin que la “propiedad intelectual” de éstos sea objeto de reclamaciones en los salones del poder.
Como en las etapas de la piratería real el problema parece más legal que legítimo, recordemos que las patentes de corso eran autorizaciones que legalizaban la piratería de algunos (los famosos corsarios) si sus acciones se dirigían contra el enemigo, y en la actualidad los enemigos destinados a ser desplumados son los países ajenos a la órbita anglosajona y en general las clases subordinadas.
Intereses mezquinos, argumentos falaces
Si observamos las estadísticas del comercio mundial de servicios, quizá se nos hagan todavía más evidentes algunas cosas. En la actualidad, las exportaciones mundiales de servicios representan el 26 por ciento de las exportaciones de mercancías físicas, mientras esa misma medición es de 44,9 y 66,2 por ciento para los Estados Unidos y Gran Bretaña, respectivamente. Les siguen en importancia Francia, Japón y Alemania (29,5; 21,7, y 20,2 por ciento, en ese orden), y muy atrás China, con 10,7 por ciento. Eso debe explicar en alguna medida que los países firmantes de ACTA sean los Estados más poderosos del mundo anglosajón (de un lado Estados Unidos, reforzado con sus dos prolongaciones, Canadá y México, y del otro, Gran Bretaña con Australia y Nueva Zelandia), algunos de los más industrializados de Asia y también más dependientes de Estados Unidos (Singapur, Japón y Corea del Sur), la Unión Europea como un todo y una marioneta invitada para dar apariencia de heterogeneidad (Marruecos).
De las exportaciones de servicios financieros, la Unión Europa (considerados los 27 países que la componen) cubre el 65 por ciento, mientras a Estados Unidos le corresponde el 24 (el resto de los países del mundo suman tan sólo 11 por ciento). De los servicios de informática e información, la Unión Europea exporta el 55,6 por ciento y Estados Unidos el 7. En cuanto a los cobros y los pagos por regalías, los Estados Unidos se embolsan el 43,6 por ciento, y la Unión Europea el 32,5. Los ganadores con la constitución de ACTA quedan nítidamente definidos, y es evidente que lo que se busca es sustituir las discusiones que en la OMPI se han adelantado en relación con los “Aspectos de la Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio” (ADPICs), quizá previendo el fracaso definitivo de la Ronda de Doha, y adelantándose en la construcción de una herramienta de presión contra los países emergentes –fundamentalmente el BRIC (Brasil, Rusia, India y China– que permita crear fuertes barreras a la circulación de la información, buscando provocar un estrangulamiento tecnológico. No es gratuito que Brasil haya llamado ilegal al ACTA, e India haya invitado a su sabotaje.
No debemos olvidar, de otro lado, que los servicios son aún menos neutros que las mercancías físicas y que el manejo de la información es fundamental en el control político. Las ‘puertas’ traseras del software licenciado, que se dejan intencionalmente abiertas para penetrar los ordenadores y extraer la información de los usuarios; el almacenaje que los proveedores de acceso a internet hacen del historial de navegación de sus usuarios; la grabación que ciertos teléfonos ‘inteligentes’, como el iphone, hacen de las localizaciones de sus clientes; la inteligencia de señales (SIGINT), que tiene su máxima expresión en Echelon, la mayor red de interceptación y análisis de comunicaciones electrónicas del planeta, controlada por los países, ¡vaya coincidencia!, del mundo anglosajón (Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda), son expresión de un mundo en vía de ser contralado y vigilado por unos pocos.
Las famosas leyes Hadopi en Francia, Sinde en España o la más modesta, pero no menos peligrosa, “Ley Lleras” en Colombia, son las prolongaciones de ACTA, que se propone, entre otras cosas, a través del concepto de gestión del riesgo en las fronteras, transnacionalizar la incautación de mercancías y debilitar el concepto de soberanía. En ese sentido, ACTA y R2P (Responsabilidad de Proteger), la “novísima” norma de la ONU que con el argumento de la Seguridad Humana, han abierto las puertas para la intervención a discreción en los países pobres y representan una ruptura severa con el intento de construir un orden internacional que debía responder a una estructura de derechos entre iguales. El ACTA desde afuera y R2P desde adentro son los primeros bombazos a Naciones Unidas. El asesinato real o escénico de Osama Ben Laden; la aceptación de la búsqueda de la eliminación física de Muamar el Gadafi, líder libio, como “objetivo legítimo”, y la elevación de la “piratería” a delito de primer nivel, son asuntos que tienen una misma raíz: la necesidad del capitalismo de entrar en una fase de control panóptico y violento.
Las respuestas han sido sentidas e imaginativas, si bien aún insuficientes. La creación de partidos piratas, del cual el Partido Pirata Sueco, fundado en 2006, es el inspirador; las redes en nodos P2P (redes entre pares o iguales que comparten información en cualquier formato entre los ordenadores conectados) o Anonymous (grupos espontáneos de internautas que se coordinan para actos de protesta en la red) son, entre muchos otros nombres, la esperanza de la resistencia.
El problema no se reduce a la gobernanza de internet, como se nos quiere hacer creer. El problema es el de la privatización absoluta de todas las manifestaciones vitales y su conversión en mercancía. Se debe recordar que en Estados Unidos está permitido patentar plantas y animales, y que la Myriad Genetics, de ese país, tiene patentados los genes BRCA 1 Y BRCA 2, que parecen predisponer al cáncer de mama (patentarlos les permite cobrar por las pruebas de su presencia). En Colombia, la firma del TLC nos obligará a someternos a las condiciones leoninas de ACTA, por lo cual, más allá del control de la Red, nuestra biodiversidad se encuentra en juego y en peligro de ser patentada en el extranjero. Los análisis al respecto, sin embargo, brillan por su ausencia, y esa es una tarea que les corresponde, más que a cualquiera, a los movimientos alternativos.
El Espacio Electromagnético, el Ciberespacio, las Órbitas Geoestacionarias y los Genomas se han convertido en los mares del siglo XXI, donde ya comienzan a librarse las luchas contra la verdadera piratería, la que los Estados del centro han emprendido contra nuestra privacidad, nuestro cuerpo, nuestras ideas y nuestro derecho a comunicarnos con los otros. Pero el éxito depende de que logremos universalizar la fraternidad, y eso pasa por entender claramente lo que está pasando.
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