Los llamados Economistas Ecológicos hablan de la Regla del Notario para referirse al hecho de que los procesos productivos primarios se caracterizan porque insumen una gran cantidad de energía y materiales, pero a la vez, en proporción a tal tamaño, tienen un muy escaso valor. Mientras, a medida que se escala en la cadena económica, el volumen de materiales insumido es cada vez menor y el valor aumenta en forma más que proporcional a como se reduce la materialidad. Es famoso el párrafo de los economistas españoles José Manuel Naredo y Antonio Valero, al ejemplificar tal comportamiento en la industria de la construcción: En la de una casa, “el mayor consumo energético se lo llevan la remoción de tierras, los materiales de construcción, el cemento, el vidrio y el acero, que, sin embargo tienen un reducido precio unitario. Por el contrario, cuando la operación finaliza en la mesa del notario, éste, el promotor, el registrador y el Fisco, consumen en su actividad muy poca energía y, sin embargo, reciben una buena fracción del precio final de la venta”.
Dentro de las múltiples contradicciones que se dan entre el desarrollo económico de los países dominantes y el ‘desarrollo’ de los países suministradores de recursos naturales, es evidente que para éstos queda el agotamiento de sus suelos, la contaminación del aire y de las aguas, etcétera, además de los estragos de la estructura laboral, en la cual se pierden puestos de trabajo. ¿Qué sectores ‘criollos’ se benefician de este cuadro que presenta el modelo minero?
No en vano, cuando la revolución industrial se consolida, los ingleses, en su esfuerzo de consolidación del primer imperio capitalista, trazarán como estrategia central importar materias primas y exportar bienes manufacturados. Pero el hecho ya tiene antecedentes en la fase del capitalismo comercial, cuando los imperios de los siglos XV y XVI institucionalizaron el saqueo de sus colonias. Los historiadores estiman que entre 1503 y 1660 se extrajeron y se exportaron desde América no menos de 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata.
‘Primarizar’ las economías ha tenido, además, la ventaja política de mantener a los pueblos dominados como simples consumidores de ‘civilización’. La ventaja tecnológica derivada del desarrollo industrial y de los servicios de punta les confiere a las naciones del centro una capacidad militar muy superior a la de las naciones de la periferia que hasta el momento han permitido los grados de subordinación que todos conocemos. Por tanto, confinarnos a la base de la pirámide de la base productiva les permite a los países dominantes recargar los efectos físicos de la producción en las naciones marginales y, a la vez, quedarse con la parte del león en el reparto de la riqueza mundial. No sólo controlan la mesa del notario y hacen de promotores, registradores y usufructuarios en la cima de la cadena productiva; también dictan desde allí los movimientos y la velocidad de desplazamiento de los materiales y la fuerza de trabajo.
La minería es quizá la actividad más primaria de toda la economía. Por eso, hoy, cuando el país se precipita de cabeza en una lógica rentística minera, los ojos, los oídos y la lengua de quienes propugnan por un país mejor no sólo debieran agudizarse sino además moverse más rápido, antes que acabemos de hundirnos en un socavón aún más profundo.
La ‘montaña rusa’ económica
Una de las diferencias sustantivas del comportamiento de los precios de las materias primas en general, frente al de los productos industriales, es su alta volatilidad. Sin embargo, al interior de las materias primarias se debe diferenciar entre aquellas que tienen un mayor valor agregado, como los productos de la agricultura, y las de la minería, por ejemplo. Los metales fluctúan más que los alimentos, entre otras razones porque la oferta está más concentrada y cualquier cambio en las condiciones en que tiene lugar la producción puede representar saltos bruscos en los suministros (ver la gráfica sobre la variabilidad de los precios por tipo de producto).
Por esto, es innegable que los países altamente dependientes de la producción de bienes primarios están sujetos a mayores fluctuaciones macroeconómicas. El Banco Mundial, ante el reforzamiento del papel de región minera que la división internacional del trabajo ha decidido para América Latina, a manera de consuelo y recetario ha querido mostrar que depender de la minería no es tan grave como parece (el año pasado publicó el documento Los recursos naturales en América Latina y el Caribe ¿más allá de bonanzas y crisis?), argumentando que, si bien históricamente existe evidencia empírica de que las bonanzas mineras han sido una maldición para los naciones periféricas, los efectos negativos no son inevitables.
Dentro de las medidas que esa institución recomienda para esquivar la ‘maldición’ de la riqueza súbita, está la aplicación de la llamada regla de Hartwick-Solow, que sostiene que parte o la totalidad de la renta se debe invertir en la creación de nuevo capital para sustituir al ‘capital natural’ extraído (hablar de capital natural o de capital humano es toda una perversión del lenguaje que, al igualar máquinas con seres humanos y naturaleza, reduce todo a su utilidad como medio de ganancia económica). El sofisma de considerar como equivalentes la naturaleza y las máquinas o las obras de infraestructura les permite afirmar que, si agotamos el petróleo del subsuelo o arrasamos los bosques naturales para exportarlos en forma de chapas de madera y los reemplazamos por puentes o carreteras, salimos ganando. Lo que no nos dicen es que el uso ‘efectivo’ de ese capital depende de las condiciones históricas de esas naciones y de las condiciones particulares del proceso de acumulación global que dejan pocas posibilidades a los países marginales.
Se aconseja que la entrada masiva de divisas, que puede traducirse en inflación, de un lado, y en revaluación, del otro (abatiendo exportaciones y estimulando importaciones), se enfrente con la creación de Fondos de Estabilización. Es decir, con la colocación de esos dineros al servicio del capital financiero transnacional, para reintroducirlo cuando los precios sean bajos. En plata blanca, ello significa reconocer la imposibilidad de usar la riqueza para satisfacer las necesidades existentes. Pero en este caso lo importante es saber que los ajustes de las cuentas fiscales de los países dependientes de la minería, cuando sube o baja el precio de los bienes primarios, no son automáticos, y que la turbulencia internacional se traslada directamente, quiérase o no, al país en cuestión, entrándose en una fase donde la independencia económica se reduce aún más.
El ejemplo de los países del centro que explotan minería no es pertinente, pues, mientras los ingresos fiscales, como porcentaje del PIB, son similares a los de los países de América Latina, en Canadá, por ejemplo, esos ingresos representan tan solo 2,5 por ciento del total, en tanto que en nuestra región son el 25, por lo cual el símil con el juego mecánico de la montaña rusa no es forzado si se observa la gráfica de la variabilidad de los precios de las mercancías básicas.
Mochila nada ecológica
El otro lado turbio del asunto tiene que ver con los llamados efectos de externalidad de la minería, que son negativamente más grandes que los de los otros sectores de la economía. La llamada “mochila ecológica”, término acuñado por Friedrich Schmidt-Beek, investigador del Instituto Wuppertal, en 1994, y que alude a la alteración física que sufre el entorno con la realización de un proceso productivo, nos indica que, por ejemplo, para la producción de 100 mil toneladas de cobre en minería de cielo abierto se requiere movilizar 100 millones de toneladas de material y que un kilo de oro procesado tiene detrás la remoción de mil toneladas de tierra.
Los estudios técnicos estiman que en América Latina y el Caribe, entre 1980 y 2007, se han introducido en el medio ambiente no menos de 10.500 toneladas de mercurio. En Colombia, en el año 2009 se produjeron 37.386 toneladas de oro y se importaron 130.393 toneladas de mercurio. Los efectos sobre la naturaleza de esos derrames concentrados de sustancias no se contabilizan ni se descuentan del ‘capital’ total.
De todas las actividades económicas, la minería genera más secuelas y enfermedades profesionales, hasta el punto de que la esperanza de vida se puede reducir en 15 años. No es secreto alguno que la industria minera contamina aguas superficiales y subterráneas, aire, suelos, vegetación y fauna. Eddy Gómez Abreu, presidente del Parlamento Amazónico Internacional, declaraba en La Habana (en la XX Feria Internacional del Libro) que más de un millón de personas en la Amazonia padecen intoxicación por mercurio y otros residuos cancerígenos por efecto de la actividad minera, en su mayoría a cargo de empresas multinacionales. Los estudiosos del tema estiman que la ciudad peruana de La Oroya es una de las 10 más contaminadas del mundo, y presenta contenidos de plomo y azufre en el aire que superan por mucho los estándares considerados como no peligrosos, pero de eso no se habla cuando se quiere poner como ejemplo a Perú como país que supuestamente acelera su desarrollo.
La desertización de suelos, la reducción de la biodiversidad, la amenaza sobre las cuencas y el desarrollo de economías de enclave que contaminan culturalmente las sociedades raizales no son cuentos para asustar incautos sino hechos que la historia y el arte han contado en diversas formas, de tal suerte que las consideraciones sobre los efectos colaterales del modelo minero no son para descartar como asuntos menores, y entre ellos se debe contar la pérdida de vidas en los socavones de quienes se ven empujados a enterrarse literalmente para, paradójicamente, subsistir. La muerte de 72 mineros en Amagá, departamento de Antioquia, el año pasado, y de 21 este año en Sardinata, Santander, son apenas la muestra mediática de un hecho en menor escala cotidiano y que se multiplicará a medida que la “confianza inversionista” de las multinacionales siga apuntándole a nuestro subsuelo.
Bienvenidos al pasado
La suspensión de la entrega de títulos mineros en Colombia este año es apenas la punta del iceberg de una orgía de entrega de tierras que la administración Uribe se encargó de exacerbar hasta su punto máximo. De un promedio de 40 mil hectáreas por año en concesión que entregó el gobierno de Andrés Pastrana, se pasó en el primer cuatrienio de Uribe a 200 mil, llevando la extensión concesionada hasta dos millones de hectáreas, lo que representó duplicarla. Pero lo escandaloso sucede entre 2007 y 2009, cuando, antes de finalizar el tercer trimestre de ese año, el total titulado ascendió a poco menos de 8,5 millones de hectáreas, es decir, que en menos de tres años se adjudicaron 6,5 millones más.
Acá ni siquiera tiene lugar la supuesta lucha entre el hacha y el papel sellado a la que aludía el intelectual y político Alejandro López en la primeras décadas del siglo XX (“Veo una sorda lucha entre el papel sellado y el hacha; entre la posesión efectiva de ésta y la simplemente excluyente de aquel”), es decir, entre el colono y el titular legal o amañado de los territorios de frontera económica, pues en la actualidad todo corre por cuenta del papel oficial y de la notaría en la que se legalizan papeles de posesión sobre terrenos vistos tan solo desde un mapa. La simple compra-venta de títulos mineros se convierte así en una manifestación deforme de la Regla del Notario a la que aludíamos al comienzo del artículo. El enriquecimiento mediante la circulación jurídica de la propiedad se ha convertido entre nosotros en una nueva forma de enriquecimiento, tanto de una emergente élite regional como de un sector importante de la clase tradicional que le hace el eco, y que, apuntalados en el latifundismo armado y en connivencia con una burocracia venal, aún sueñan con “refundar la patria”.
Los físicos hablan de “agujeros de gusano” al referirse a cierta característica del espacio-tiempo que crearía caminos muy cortos entre distancias muy grandes, por lo cual no se exagera si se afirma que los títulos mineros son verdaderos agujeros de gusanos no sólo por el comportamiento de sus actores sino también porque se han convertido en camino expedito hacia la riqueza de muchos ‘emprendedores’ nacionales y extranjeros.
Mientras el PIB minero crece un 68,2 por ciento entre 2002 y 2008, el número de trabajadores en el sector desciende de 276.100 a 149.100, es decir, se pierden 127 mil empleos en el sector. Sin embargo, los trabajadores asalariados, que en 2002 eran 71.300, suben a 114.700, en tanto que, por lo contrario, en el mismo período los trabajadores por cuenta propia descienden de 114.100 a 32.700, mostrándonos la sorda lucha que se está dando entre la pequeña minería y la grande, agrupada en la Asociación del Sector de la Minería a Gran Escala (SMGE), que a través de su presidenta Claudia Jiménez Jaramillo está empeñada en vender la idea de que gran minería es sinónimo de minería responsable. Colombia se sumará así, aún más, a los países cuyo crecimiento está divorciado de la generación de empleo, ya que si alguien quisiera justificarse señalando la creación de puestos de trabajo indirectos, se le debe recordar que la minería tiene el índice de comercio interindustrial más bajo entre todos los sectores, y que el llamado encadenamiento hacia adelante (la relación con los procesos que afecta por ser insumo en ellos) es prácticamente nulo en estos países, pues la producción se dedica casi en su totalidad a la exportación. Y los encadenamientos hacia atrás (la relación con los sectores que le sirven como suministradores de insumo) se reducen a algunos sectores del transporte y unos pocos servicios.
Minería más cultivos de plantación son un coctel peligroso que nos acerca temerariamente a ambientes como los de Sudán, Sierra Leona o Costa de Marfil, para nombrar sólo algunos. Las locomotoras de Santos, con todo su pesado simbolismo decimonónico, en el que el aplastamiento, los chorros de humo contaminante, la dureza, la inflexibilidad y la antiestética propios de las etapas más burdas del capitalismo siguen su marcha. Y quienes creen que los gamonales y los burócratas detenidos en la Modelo por chuzadas y parapolítica son muestra de que ese proceso abortó están muy equivocados. Razón le asiste al periodista Félix de Bedout, de quien no se puede sospechar de cercanías con la subversión o los escépticos, de calificar a Santos de “Uribe con buenas maneras”. Pese a lo cual, cierta izquierda y ahora un sector del sindicalismo insisten en convertir esas “buenas maneras” en progresismo. Por ese camino, transitaremos por un agujero de gusano hacia el profundo hoyo negro de la ceguera política y la derrota definitiva. Entender que el modelo que se nos impone ha sido transitado con dolor por muchos pueblos (nosotros mismos, en ciertas regiones y etapas de nuestra historia), es un primer paso para reaccionar e impedir que nos entierren en el oscuro socavón de la renta minera.
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