Según investigadores independientes del país del Norte, el billón de dólares para sostener ejércitos y hacer propaganda, los millones de vidas destruidas, los millones de encarcelados, la creciente violencia en países donde tienen fuerza las mafias del narcotráfico, no lograron cambiar el patrón del mercado ilícito de las drogas, tal como lo supuso el entonces presidente Richard Nixon, al aprobar el 17 de junio de 1971 su irracional guerra.
El primer pronunciamiento fue en febrero de 2010. Un año y cuatro meses después, la Comisión Global de Políticas de Drogas (CGPD) vuelve a pronunciarse con igual énfasis sobre un mismo tema: la guerra contra las drogas y su total fracaso. En esta ocasión, la Comisión habló en el aniversario 40 de la proclamación de tal política, liderada e impuesta a la comunidad internacional por parte de los Estados Unidos.
Para la CGPD, la opción es clara: para afrontar el consumo de sustancias psicoactivas como la marihuana y similares, hay que proceder como se hace con el tabaco, es decir, con educación y con políticas de salud pública. Así lo enfatizó Fernando Henrique Cardoso, ex presidente de Brasil: “¿Todas las drogas hacen el mismo daño? No. Unas hacen más daño que otras. Algunas, como el alcohol o el cigarrillo, son reguladas. El cigarrillo no sólo es regulado sino que además en este momento es objeto de una campaña muy fuerte de ‘desglamourización’. Nadie más quiere fumar porque queda mal. ¿Por qué no hacer lo mismo con la marihuana?”.
Alto costo con ley y ‘cultura’ mafiosas
Entre los diversos países afectados por la guerra contra las drogas está Colombia, cuyos habitantes han sufrido por largos años las consecuencias de una política punitiva y represiva contra un consumo que demanda otros tratamientos y otras comprensiones. Sin duda. Desde inicios de los años 80 del siglo XX hasta hoy, un río de muertos cubre el país, fruto de la persecución a capos, mandos medios y sicarios, pero también como producto de la alianza del poder oficial con estos supuestos ‘enemigos de la humanidad’.
Pero la aplicación de esta política produjo otros efectos no menos dolorosos: multiplicación del número de presos que atesta las prisiones, sometimiento de la lógica estatal a los intereses de una potencia vecina; contaminación de ríos y suelos, producto de las incesantes fumigaciones aéreas para erradicar cultivos de coca, amapola y marihuana; reproducción de bandas, combos o similares con capacidad y disposición de control territorial en espacios específicos dentro de las ciudades donde habitan, etcétera.
Como se podrá recordar, el tráfico de estupefacientes ganó mayor espacio en Colombia hacia la década de los años 70 del siglo XX. Con los primeros capitales acumulados por ladrones de toda estirpe, dedicados al oficio de ‘exportar’ marihuana y cocaína, los emergentes dejaron ver sus logros: casas enchapadas en mármol, carros de lujo parqueados en barrios populares, ‘jefes’ o ‘capos’ que daban órdenes y eran obedecidos sin reparo alguno. No era para menos: jaladores de carros, ladrones de poca monta, jóvenes dispuestos a matar, todos querían seguir sus pasos y emular sus éxitos.
Por aquellos años, difuntos repatriados desde Estados Unidos eran sepultados a todo volumen a ritmo de rancheras y otras melodías. “Pero sigo siendo el rey” no podía faltar en los velorios. Pasarían años para que la nueva cultura impuesta por el narcotráfico y los valores adjuntos permearan toda la estructura social.
Mientras tanto, como el topo, el poder del dinero amasado a punta de silencios cómplices, amenazas o plomo –cuando era necesario– se abría paso por todo el país: en Cali, Armenia, Barranquilla, Bucaramanga, Medellín, Bogotá, Villavicencio, La Guajira y Boyacá. En unas y otras ciudades y departamentos emergían los nuevos poderes, los cuales pudieron legalizar sus fortunas a través de la “ventanilla siniestra” autorizada durante el gobierno de Alfonso López Michelsen.
De la CIA a la DEA
Para aquella época ya era famosa en Estados Unidos la marihuana conocida como Punto Rojo o Santa Marta Gold, pero también el ‘polvo blanco’ proveniente de Colombia. Para una y otro había un mercado seguro en los miles de jóvenes que regresaron de Vietnam y otras misiones militares en Asia, dependientes en su mayoría de variedad de drogas. Los adictos eran cada día más y el consumo se multiplicaba en América del Norte. Allí, donde sus fuerzas armadas mismas, amparadas en secretas operaciones financieras, introducían los estupefacientes en su territorio.
Así sucedió durante los años 60 y 70 del siglo XX (a través de la flotilla de aviones de la CIA bautizada como Air Opium), procedimiento que repitieron en los 80, cuando desplegaron toda su infraestructura para romper la Revolución Sandinista, a la par que contra la dirigencia chiíta que había desalojado al Sha de Irán. Para aquellas operaciones sería fundamental la alianza con el Cartel de Medellín.
En el momento de autorizar la guerra contra las drogas, Richard Nixon también dio luz verde para la creación de la Drug Enforcement Agency (DEA), con 200 millones de dólares de presupuesto para sus acciones encubiertas. No se destinó un solo centavo para ayudar terapéuticamente al adicto, y mucho menos para una educación preventiva dirigida a los jóvenes, precisamente parte del énfasis que hoy reclama la CGPD.
Dinero a borbotones. Eran tiempos de abundancia emergente. Unos y otros querían favorecerse de la lluvia de dólares que llegaban a Colombia. Oligarcas de numerosas familias ‘penetraron’, se acercaron al negocio, o les vendieron propiedades ociosas a los nuevos ricos. Pero cuando éstos pretendieron copar los escenarios políticos, no tardaron las tensiones. Cayeron los primeros muertos de importancia judicial y mediática, las tensiones alcanzaron niveles incontrolables, y entre sonidos de bombas y metralla el país se levantó y se acostó por varios años.
La extradición de los detenidos a los Estados Unidos complicó el asunto. Las negociaciones para derogarla tuvieron lugar en los salones de hoteles de cinco estrellas. Varios países recibieron emisarios oficiales de ambos bandos. Con la Constitución de 1991, que prohibía la extradición, se vino a ‘solucionar’ el impase en forma parcial.
Para entonces ya habían sido conformadas las primeras unidades de paramilitares en Boyacá y Cundinamarca (Magdalena Medio), pero también en Urabá (Córdoba, Sucre, Antioquia). La alianza con políticos y militares estaba fundida en su totalidad. Poderes tradicionales asentados en la ciudad, encabezados por oligarcas de siempre, ahora incursos en negocios poco santos, le daban ‘legalidad’ a un poder económico ya asentado, reconocido y deseado. Como asesores e instructores, llegaron oficiales del ejército israelí, inglés y de otros países.
Los métodos y formas de ‘guerra’ aprendidas dejarían su huella por todas las coordenadas nacionales: cuerpos mutilados, quemados, siembra de terror, repoblamiento de territorios, desaparecidos, masacres, expropiación de tierras y bienes, todo justificado y legalizado desde el alto gobierno, con sellos en las notarías de las capitales de departamento.
En Palacio: López, Belisario, Turbay, Samper, Uribe
Políticos tradicionales, empresarios con poder para ser recibidos en Palacio, narcotraficantes, militares, asesores de la embajada estadounidense y de otros aliados del statu quo, todos a una, en lucha por concentrar aún más el poder en Colombia y en la región. El poderío de esta alianza, con raíces y poderes locales y regionales –desde un principio, en contradicción y presión represiva sobre las influencias sociales de la izquierda, y económica sobre militantes con vecindad de domicilio o nexos familiares–, fue inocultable cuando Álvaro Uribe llegó al poder. Para que semejante realidad se conformara, fueron necesarios sometimientos como los del ‘plan Colombia’.
Así, en medio de la utilización de la criminalidad y el terror, el Estado colombiano, de la mano de un importante sector de su dirigencia, valiéndose de la guerra contra las drogas, atacó a la izquierda armada y desarmada, lo mismo que a los movimientos sociales. Miles de dirigentes fueron asesinados, a tiempo que se adelantaba con todo exceso una guerra política, incluida la comunicacional, que adormecería a la sociedad colombiana, modificaría su rumbo, variaría la cotidianidad social y económica de gran número de municipios y veredas, y afectaría sus acumulados morales y hasta de lucha social y campesina.
De este modo, tras 40 años de guerra contra las drogas en el país, pese a miles de operaciones aéreas para fumigar cultivos, pese a la erradicación manual, pese a la Ley 30 y la cárcel para el consumo personal de psicoactivos, pese a las innumerables campañas mediáticas que previenen o estigmatizan usos y consumos, pese a todo esto la siembra de marihuana ocupa importantes áreas en departamentos como Cauca y Tolima. Mucho más para la coca y la amapola (con áreas en la costa atlántica, Nariño, Llanos Orientales, Pacífico), mejor pagadas, y con menos competencia en los mercados de Estados Unidos y Europa. El comercio congrega un importante porcentaje de los 150 y 250 millones de personas que consumen drogas ilícitas en el mundo, de las cuales un 15 por ciento (38 millones) se consideran adictos.
Para la marihuana, hoy existe suficiente área sembrada en Estados Unidos, donde está industrializada, e importantes comerciantes luchan por su legalización. Así, entre usos y consumos, derechos y criminalización, intereses nacionales e internacionales, manipulación y guerras, se abre paso un debate necesario para la humanidad: acabar con la guerra contra las drogas y enfocar el consumo de psicoactivos como un problema por afrontar desde la educación y la salud pública. Para quienes habitamos en Colombia, esta opción es fundamental.
La guerra en curso en nuestro territorio también está afectada por la variable de los psicotrópicos. Qué decir de los ampliados controles territoriales en ciudades como Medellín, o barriadas populares de cualquiera de las otras ciudades capitales, donde el dominio del territorio, la desorganización social y el terror contra toda expresión alternativa se realiza de la mano de las ‘ollas’ y los jíbaros, ahora revestidos del rol de paramilitares.
Sin duda, un debate para encarar e impulsar.
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28/05/2010, Juliette Touin, EDICIÓN 157
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