El señor Ban Ki-Moon, Secretario de la ONU, en respuesta a las diligentes gestiones de nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores, inició en Colombia su gira por Latinoamérica. Y, tal como estaba previsto, llegó a tiempo para la ceremonia de firma de la Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras, el pasado 10 de junio. No decepcionó a sus anfitriones: dijo todo lo que de él se esperaba. Se le daba así, a la ceremonia, el carácter de un hecho histórico. La imagen que el gobierno de Santos quería proyectar con esta feliz coincidencia, laboriosamente conseguida, es la del fin de cinco décadas de conflicto violento y el inicio de una época de reconciliación. “Hoy es un día de esperanza nacional”, exclamó el Presidente en plena exaltación oratoria, como buscando entre los colombianos un unánime acto de fe que, sin embargo, sigue careciendo de fundamento. Pocos días antes había caído asesinada en Medellín Ana Fabricia Córdoba, lideresa de las víctimas y de los desplazados que han venido reclamando una justa reparación. No era la primera. Más de medio centenar de personas han sido asesinadas desde que se anunció la oferta de restitución de tierras.
Este acontecimiento, al igual que muchos otros, nos retrata de cuerpo entero el actual régimen político. Los actos de gobierno valen más por lo que parecen ser que por lo que son. Y el manejo de las apariencias, virtud de la comunicación masiva, es algo que sabe hacer muy bien la familia Santos. Tal es la clave de la comprensión de lo que sucede hoy en este país. Los entendidos en materias jurídicas dicen que el Derecho tiene un efecto simbólico además de su efecto real o material. Para muchos, esta afirmación se reduce a lo que la sabiduría popular suele comentar: “La ley escrita es muy bonita pero no se aplica o no se cumple”. Sin embargo, en Colombia es peor. El efecto simbólico es lo primero que se busca, deliberadamente, y, con frecuencia, poco tiene que ver con el contenido de la norma. Y aquí lo simbólico no es meramente abstracto; tiene una fuerza social innegable. Aunque suene a juego de palabras, pudiera muy bien decirse que es más real que el efecto real. Tanto es así que, en muchos casos, es la sustancia de la que se hace la política. Así sucede con la Ley de Víctimas.
En efecto, no son pocos los que, incluso con buenas intenciones, llaman a respaldar dicha ley porque “algo es algo y peor es nada”. Reconocen, y ya se ha vuelto una frase de cajón, que “no es perfecta” pero que sería insensato rechazar lo que de ella se puede conseguir. En este caso, el sentido común encierra varios sofismas. Uno de ellos linda con la mala fe, pues supone que los críticos sencillamente están buscando la perfección, lo cual, más que insensatez, sería estupidez. Lo que en realidad está en discusión es el sentido de la ley tal como ha sido diseñada. Lo que, visto desde el ángulo meramente cuantitativo del monto de las reparaciones, de cuántas son las víctimas reparadas y de la extensión de tierras restituidas, se considera simples limitaciones. A la luz de los propósitos reales que se persiguen, se convierte en un mecanismo que oscila entre un programa lento y dificultoso de asistencia social (limitado por las disponibilidades presupuestales) y un programa de saneamiento de la titulación de tierras, con claridad y estabilidad jurídica, que facilite la inversión extranjera, encaminado a apuntalar un modelo de “desarrollo” rural basado en las plantaciones para exportación. Desde luego, no es esto lo que parece.
En la apariencia, sin embargo, está el veneno, o la trampa, en la que caen sus defensores de buena fe; no sus promotores, por supuesto, que desde el gobierno y en el Congreso hicieron, por lo demás, todo lo necesario para impedir la participación efectiva de las propias víctimas. Y por eso el respaldo político, así fuera basado en el “algo es algo”, no es inocuo. En realidad, la mencionada ley no parte de los principios de “verdad, justicia y reparación”; por el contrario, la reparación se ofrece prácticamente a cambio de la verdad y la justicia. No corresponde siquiera a la noción de justicia transicional; se niega el derecho de las víctimas al acceso a la administración de justicia. Y en cuanto a la verdad, se llega incluso a consagrar un aberrante centro oficial de Memoria histórica, dependiente de la Presidencia. Es por ello que no se trata simplemente de limitaciones. Ya la discusión jurídica lo ha demostrado ampliamente1. Obsérvese de paso que tanto las organizaciones sociales, las de derechos humanos y las académicas, como la bancada del Polo en el Congreso, hicieron el esfuerzo de buena fe de presentar sus alegatos siempre en términos de reformas con sus respectivas propuestas de articulado. Sin embargo, se impuso el proyecto oficial. Y con éste la apariencia que la propaganda se encarga de recrear.
El efecto simbólico perseguido se aprecia fácilmente en la presentación que Santos hizo en la comentada ceremonia. Un efecto multiplicado por ciertos debates. En efecto, tal como ha venido sucediendo en otros casos, la oposición de Uribe y del uribismo no hace más que resaltar virtudes que la ley no tiene. El principal blanco del ataque parece ser el reconocimiento de la existencia de un conflicto armado. A su juicio, esto equivale a reconocer un status político de beligerancia a la insurgencia armada que debería ser simplemente una banda de terroristas narcotraficantes. Una cantinela que, repetida durante ocho años, ya logró sus efectos ideológicos en el pueblo colombiano. Sobre esa base, Santos se da el lujo de ser más astuto. Entiende muy bien que reconocer la existencia de un conflicto como un hecho no es suficiente para derivar las temidas implicaciones. Lo que cuenta es la caracterización del mismo. En el texto de la ley, se cuida muy bien de limitar la noción de responsabilidad del Estado. Elude la noción básica de la responsabilidad del Estado en el respeto y la garantía de los derechos humanos, así como su compromiso en el respeto al Derecho internacional humanitario. Pone en primer lugar, como fundamento de la reparación, el deber de solidaridad con las víctimas. Cuando aparecen acciones, se trata siempre de agentes individuales y aislados. En esta forma, en el reconocimiento del conflicto no se contemplan como actores la insurgencia y el Estado sino, en la perspectiva de la historia oficial, actores armados particulares, unos presumiblemente de izquierda y otros llamados, seguramente de manera impropia, “paramilitares”.
La construcción de esta historia oficial forma parte de este juego de las apariencias y del efecto simbólico buscado. Hay algo que no se dice en la ley y poco se comenta en los debates: la propuesta de reparación a las víctimas tiene una evidente relación de continuidad con la famosa ley de “justicia y paz”, que pretendió resolver, con espíritu de amnistía, la situación de los paramilitares. Un paso más en la construcción de la ficción del ‘posconflicto’. Contrariamente a lo que piensa Uribe, está adelantando mucho más Santos en el propósito de aislar a las farc: quedan en el mismo plano que las ahora llamadas bacrim, supuestamente “reductos” que, como aquellas, ya no tienen objetivos políticos. Sí hubo conflicto, pero ya no hay. Un argumento mucho más convincente, en especial ante la comunidad internacional. Por eso, con el mayor descaro, invita al señor Ban Ki-Moon a Soacha, para que pueda apreciar que los “falsos positivos” son “cosas del pasado”.
El contraste con la dura realidad es evidente. Sabemos que la retórica descrita no es más que una ficción. Como ha venido sucediendo durante años, el proyecto de apropiación de tierras y territorios continúa acompañándose de violencia. De represión oficial y crímenes paramilitares. Resalta hoy la violencia contra quienes exigen sus tierras y una justa reparación, pero desafortunadamente es apenas una parte de la violencia generalizada. No gratuitamente, la totalidad de las organizaciones y plataformas de derechos humanos y paz acaban de denunciar la persistencia de los ataques de que son víctimas (más de 20 asesinatos en lo que va corrido del año) y deciden suspender la interlocución con el gobierno en el llamado proceso nacional de garantías que venía desde el 2009. Sin embargo, la retórica tiene también una presencia real. Es parte de la confrontación política. Ignorarlo equivale a no entender nada de la política colombiana.
1 Obviamente, no es posible aquí reproducir las argumentaciones, pero se pueden consultar, entre otros documentos, las consideraciones presentadas por el Movice en carta del 8 de marzo dirigida al Senado (www.movimientodevictimas.org), y el documento elaborado por el Instituto Internacional para la justicia transicional (ICTJ) el 10 de mayo.
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