Home » El Polo: frente al abismo con los ojos abiertos

El Polo: frente al abismo con los ojos abiertos

Nos recordaba alguna vez Estanislao Zuleta que el signo distintivo de la Tragedia clásica no era, como se solía pensar, el final doloroso e infeliz y generalmente violento, lo cual sería pura crónica roja, sino el hecho de que el desgraciado, o los desgraciados, con sus propias acciones, se encaminaban fatalmente al desenlace, como si algo exterior, el Destino, estuviera impulsándolos. El ejemplo más socorrido es, por supuesto, el de Edipo quien, como se sabe, tratando de eludir la terrible predicción del Oráculo, conocida por él, termina asesinando a su padre y acostándose con su madre. Lo que continúa perturbándonos es precisamente el carácter consciente, deliberado, de tales acciones; posiblemente, en todos los casos, se trata de motivaciones internas de las cuales ignoramos la etiología. Incluso en las tragedias modernas. Y de ellas hay muchos ejemplos empíricos. Muy cerca de nosotros encontramos uno: el angustioso discurrir del Polo Democrático Alternativo.

¿Hubo un pecado original?

Se acostumbra recordar, con malévola intención, que la formación del PDA puede explicarse sencillamente por la necesidad de varias agrupaciones políticas de completar, con su suma, el umbral requerido por las normas electorales. La explicación, aunque comprobable empíricamente y nada extraña ya que estas argucias son muy comunes dentro de las costumbres polítiqueras, es de todas maneras insuficiente. Algo había en la coyuntura política de entonces que lo hacía posible; no es lícito ignorar que, entonces, se vivía el ascenso del autoritarismo corrupto y troglodita encarnado en A. Uribe como culminación de varias décadas de represión violenta y apogeo de la cultura mafiosa. Una cierta reserva moral y democrática, que quizás no alcanzaba a ser mayoría electoral pero resultaba significativa, pugnaba por expresarse. A manera de síntesis figurativa dijimos entonces que se trataba del enfrentamiento entre la civilización y la barbarie. Lo ilustró, de modo palmario, el éxito sin precedentes de la candidatura de Carlos Gaviria en 2006. El Polo, independientemente de su configuración interna, respondía a una necesidad nacional; valía más que todo por su significación en el contexto.

Con el paso del tiempo, sin embargo, los alcances limitados de su conformación se volvieron cada vez más importantes. Aunque en la jerga periodística se hablaba de la “izquierda”, la verdad es que su ideología no pasaba de ser una amalgama en la que se juntaban “lugares comunes” y unas pocas ideas notables; en la práctica, se impuso una lógica electorera, mezcla de la inercia de la mayoría de los grupos integrantes y de la ilusión creada por ciertos logros. Difícil era esperar otra cosa. La mayoría de los grupos que confluían en el acuerdo de conveniencia provenía de esta tradición. Hoy se habla mucho de la ANAPO y, en verdad, es quizá la vertiente que causa la mayor sorpresa: nada tenía que ver con la izquierda; la única y última vez que ofreció algo contestatario dio origen al M-19 y allí entregó lo poco que tenía. Pero la más significativa era la corriente que provenía del liberalismo, acaso la más importante. Al respecto vale la pena esclarecer un equívoco: muchos de los líderes –y militantes- considerados de izquierda ya habían pasado por dicho partido o, por lo menos, se habían acercado a él en tiempos de Samper. Y otros que no lo habían hecho, aprendieron rápidamente, en el ejercicio electoral, la mayoría de sus mañas. Es probablemente el más pesado fardo que ha acarreado el Polo: servir de sucedáneo del liberalismo en su función de representar el ala popular o de “centroizquierda” de la política colombiana, contrapeso aparente de la derecha pura y dura. Tal es la explicación de la asombrosa capacidad de cooptación que ha tenido el gobierno de Santos. Las aguas han vuelto a su cauce y tienden a vaciar el Polo de todo contenido.

La crítica, desde el análisis concreto

Con todo, el lugar decisivo del debate no ha de encontrarse en el ámbito de las ideologías. No faltará quien enrostre al Polo el no ser un partido revolucionario. Sin embargo, no se trata de ello. Dadas las condiciones políticas y económicas del país, bien podía haber sido simplemente una formación más o menos  socialdemócrata o nacional-popular. Explicable, en parte, por el auge del neoliberalismo. Existía para ello la figura mítica de la Constitución del 91 y la promesa del Estado Social de Derecho. De hecho, amplios sectores de las clases medias “instruidas” y buena parte de los activistas sociales, incluidos los sindicales, a más de los defensores de derechos humanos o de las más diversas causas contemporáneas, se encuentran en ese lado. Muy lejos de las banderas irreductibles de la revolución social, pero en contra de la inequidad, la corrupción y la violencia. Este común denominador, explicable, en un todo, por la época, de ninguna manera sería condenable.
 
Pero tenía que haber sido una vocación genuina. En cambio, se impuso una lamentable impostura. Dos fuerzas lo provocaron. La primera fue la presión violenta, avasalladora, del chantaje uribista. Bien es sabido que el Polo se gastó más de la mitad de su existencia en defenderse, explicando una y otra vez que nada tenía que ver con el “terrorismo”; defensa que le obligaba además a dar pruebas de moderación y sensatez, al precio de renunciar a sus principios. La segunda, presente en casi todas las experiencias latinoamericanas, desde Brasil hasta Perú, es la exigencia de ser “moderno”, tal como lo definen los medios de comunicación por cuenta del capital. El secreto de la política contemporánea –o mejor, de los triunfos electorales- parece consistir en acercarse cada vez más a la vulgata neoliberal. Para “dar tranquilidad a los mercados”. La crítica de fondo, la propuesta radical, se han convertido en objeto de burla: suenan como repetición de los dogmas populistas de la “vieja izquierda enmohecida”. Y así, el Polo aprendió a respetar y admirar a las elites, a cortejar a los periodistas, a decir siempre lo que querían oír.

Una tragicomedia de equívocos y malentendidos

Tal es el significado de la importancia que terminó adquiriendo Gustavo Petro quien parece haber monopolizado la atención, dentro y fuera del Polo, en los últimos dos años. Un hombre inteligente, sin lugar a duda. Desde luego, con una ambición más grande que su inteligencia. Pero con un ingrediente adicional que lo hace detestable. Haber convertido en principio la ausencia de principios. Pragmatismo lo llaman hoy en día y lo exaltan como virtud. Muchas pruebas ha dado de semejante habilidad. Un día, por ejemplo, resuelve votar en el Congreso por el actual Procurador ante quien palidece el mismísimo Godofredo Cínico Caspa; el argumento más que deleznable es risible: quería dar prueba de respeto democrático por la diversidad. Su última campaña dentro de las filas del Polo consistió en encabezar la investigación y denuncia de la corruptela enseñoreada en el Distrito bajo la administración de Samuel Moreno. Durante meses puso en entredicho a su propio partido y sólo en una entrevista reciente reconoció lo que todo el mundo sabía: que, en realidad, la familia Rojas -la Anapo- nunca había gobernado con el Polo. La abrumadora mayoría de los funcionarios provenían de la “U”, de Cambio Radical, del liberalismo, muy cerca por cierto del uribismo y sus compinches contratistas.

Es por eso que, al respecto, conviene esclarecer un equívoco. No se trata de la ideología o de la orientación política que parece impulsar Petro. Conocemos su argumento: para defender el país de la fracción mafiosa, es necesario buscar alianzas con las fracciones más decentes de la burguesía. Si ello conduce a reducir nuestras aspiraciones a una propuesta que puede sintetizarse en la defensa de la Constitución del 91, hasta podría aceptarse ese como un común denominador, así no lo compartamos. Como hemos dicho, seguramente son muchos los que piensan parecido. Pero se trata de la táctica –que en un personaje como él, lo es todo. De ese estilo lamentable de barajar y volver a barajar aliados, de cortejar irresponsablemente la galería de los medios de comunicación, para lograr pequeñas ventajas inmediatas, estilo que, como práctica de un Partido, significa perder toda identidad ideológica y política.

De cómo se evapora un ejército

Sería necio, o por lo menos excesivo, detenerse en este asunto si no fuera por el impacto devastador que ha tenido en el Polo en el último tramo de su existencia. Víctima del equívoco descrito, la fracción que suele denominarse de izquierda dentro del Polo, ha resuelto convertir el caso Petro en un duelo mortal que, como todos, es cuestión de honor. Aniquilarlo se les volvió una obsesión. Desde el pasado Congreso del Partido, y en todas las periódicas reuniones del Comité Ejecutivo, no hay votación en donde no se verifique dicho duelo. No dudaron incluso en poner en ridículo a Carlos Gaviria, conduciéndolo a quebrar lanzas en disputas subalternas. Pero la neurosis obsesiva no es buena consejera y menos en política. Transformaron las astucias de Petro y sus innumerables declaraciones en una posición; con las ideas políticas de frecuente aparición (que ya hemos descrito) le fabricaron una pretendida corriente de opinión y sobre esa base le agruparon gratuitamente a no pocos militantes, por lo demás sinceros y honestos, en una facción.

Desde luego, los medios de comunicación han jugado muy bien su papel. Convirtieron este episodio, que si no fuese por sus trágicas resonancias sería de opereta, en un enfrentamiento entre la “izquierda moderada y moderna” y el extremismo revolucionario, maximalista, que sólo busca la revolución. Como antes lo habían hecho en el caso similar de Lucho Garzón. Una doble falsedad. Ni el problema de los primeros es su condición moderada, ni en los segundos el maximalismo. Siendo sinceros, son muy pocos en la dirigencia del Polo los que alientan ideas revolucionarias.

Lo peor de esta encrucijada consiste en que se ha echado por la borda lo mejor que nos ha ofrecido la experiencia del Polo. Porque lo tiene. En verdad, la actuación en el Congreso ha sido, por regla general, notable. Sería distinta la situación política del país si no se hubiesen adelantado los excelentes debates que todos conocemos. Y cuando la militancia de base se ha comprometido en las luchas sociales se ha marcado un rumbo deseable y promisorio. Pero nada de esto altera la dinámica organizativa y la orientación política. Por cuenta del duelo mencionado, el Polo, en una fatal carrera, terminó cohonestando la corrupción y las trapacerías de los clientelistas del Distrito porque supuestamente estaban del lado opuesto al de Petro. Hoy se trata de enmendar la plana. Ahora sí se busca gobernar con el Polo. Se echa mano, para estos últimos y angustiosos meses, de lo que ha dado en llamarse la “izquierda académica y de las ONG”. Algo puede lograrse a favor de la imagen verdadera del Polo, y digna de encomio es la generosa actitud, casi que suicida, de estas compañeras y de estos compañeros. Pero, tal vez sea demasiado tarde.

¿Estaba escrito?

Sin embargo, el desenlace que se ha puesto en escena en el Distrito es apenas eslabón de una cadena de errores. La cadena de los acontecimientos ha seguido una lógica implacable que se explica, en su totalidad, por los límites y las falencias del proyecto político. Visible desde que se aceptó el argumento de Lucho Garzón según el cual no tenía por qué rendirle cuentas a su partido porque ya era el Alcalde “de todos los Bogotanos”. Fue él quien, a falta de programa, no hizo otra cosa que continuar el proyecto del binomio Antanas-Peñalosa. Y luego, en la siguiente elección, para evitar la adopción de la candidatura de Maria Emma Mejía se decidió apoyar la figura de Samuel Moreno de quien no se ignoraba ni su conformidad con el proyecto burgués para Bogotá, ni su pertenencia a una agrupación caracterizada por el clientelismo, ni su personal incompetencia. El argumento era que ninguna otra figura tenía la visibilidad mediática que permitiera ganar las elecciones. Como si no supiéramos que la condescendencia con Samuel tenía que ver, más bien, con el tipo de compromisos que ya había establecido y se corroboraron prontamente. Y ni siquiera en el primer año de su mandato, vistos ya los resultados, tuvo el Polo la capacidad de reaccionar.

Ganar las elecciones. He ahí la clave de la existencia y, a la vez, de la tragedia del Polo. Al parecer, lo único que hemos aprendido de la rica experiencia latinoamericana es que sí se pueden ganar elecciones; ignoramos estúpidamente el conjunto de otras lecciones que hoy precisamente se están ventilando en el continente. A esta altura, desde luego, ya no se trata de ganar sino tan sólo de participar. No se entiende de otra manera la política. Sin embargo, debería ser la hora de las rectificaciones, las rupturas y los replanteamientos. La sensatez indica que, por lo menos en Bogotá, la única posición decente y digna sería reconocer los errores y proclamar que, por respeto a sus electores, a la ciudadanía y a la militancia, el Polo asume el costo político y renuncia a participar en la elección de Alcalde. Pero no. Como es lógico, para muchos políticos profesionales ésta sería una muestra de debilidad. Por eso lo que estamos viendo es el espectáculo patético de un Comité Ejecutivo que sigue buscando en vano otros suicidas. Pero no le arredran las dificultades. Al momento de escribir estas notas se apresta a poner en escena lo más parecido a la selección de un candidato.

Pero, dice la sabiduría popular que lo último que se pierde es la esperanza. Es posible cambiar. Ojalá no tenga razón esta misma sabiduría cuando advierte, con el mismo tono sombrío de los clásicos griegos, en los versos de una vieja canción: “No se puede torcer el destino…como débil varilla de estaño”.

Información adicional

Autor/a:
País:
Región:
Fuente:

Leave a Reply

Your email address will not be published.