Sin darle prioridad ni acento a una solución política del conflicto, la noticia es reiterativa desde hace dos años: casi por un pelito cogen o matan a Alfonso Cano, comandante de las farc. La vocería en la más reciente ocasión correspondió al presidente Santos, quien el pasado 3 de julio hizo público el recurrente parte: que “por tercera vez, las fuerzas militares estuvieron a punto de hacerse con el máximo jefe de las farc, alias ‘Alfonso Cano’”. Un Presidente que habló en el tono de su precampaña cuando quiso apropiarse de la muerte natural de Manuel Marulanda.
Antes, durante el gobierno de Uribe, el entonces ministro de Defensa Gabriel Silva, el 14 de julio de 2010 anunció estar “muy cerca del máximo cabecilla de las farc”, y agregó que “la captura vivo o muerto de ‘Alfonso Cano’ será el regalo final (sic) que todas las Fuerzas Armadas le darán al mandatario antes de que (sic) deje la Presidencia”.
El informe del Ministro, sin duda, fue la respuesta a la orden impartida por Uribe en su último 20 de marzo en el poder, cuando estableció: “Nos quedan 139 días y 139 noches, apreciados generales, para dar con él”, en alusión a Alfonso Cano. Desde la superioridad del Estado, guerra a todo dar. Guerra como ‘solución’ de un problema que, por su origen campesino y social –que ni la Constitución de 1991 abocó a fondo y en sus causas terratenientes–, demanda una ¡solución diferente! Un problema en relación con la propiedad de la tierra y la injusticia social crecientes, ante el cual las balas nada pueden.
Sin embargo, con reiteración, el actual ministro de Defensa, Rodrigo Rivera, aseguró que “el máximo jefe de las farc está ‘pasando apuros’ en una zona del suroeste de Colombia y no habrá diálogo mientras los rebeldes sigan recurriendo al terrorismo”. Unos días antes, el general Óscar Naranjo, director de la Policía Nacional, fue más allá: aseguró que su ‘instinto’ y su ‘experiencia’ le indicaban que “que al máximo jefe de las farc le quedan ‘pocas semanas’ para caer ante la fuerza pública”. Y puede ser así. Es una posibilidad que –antes que la superioridad moral o social del régimen– la superioridad aérea y en tecnología de las fuerzas armadas y su asesoramiento y comandos especiales del extranjero hacen posible. Pero, ¿es esta la ruta para acabar con la guerra en Colombia?
Luto y caminos trillados
Muerte o captura de Alfonso Cano. La información oficial recuerda la insistencia con la cual en los años 70 del siglo XX anunciaban la muerte de Manuel Marulanda, apodado ‘Tirofijo’. Tanto la propagaron, que terminó como mito. ¿Renacía de la muerte? ¿Tenía el poder de esquivar las balas? ¿Tenía pacto con Satanás?
En Las muertes de Tirofijo, Arturo Alape logró dibujar con tinta el mito:
[…] “- ¿De modo que anida usted ese convencimiento?
– Lo anido, compadre José, porque don Manuel es humano y lo pueden atravesar las balas, como…ya lo agujerearon.
– Sí, pero es hombre que sabe esquivar las balas, haciéndose invisible como se hace.
– Claro que sí, eso es cierto, pero hace tiempo que lo venía tentando la muerte vestida de chula, y esta vez lo enlazó.
– “¿Pero es que usted quiere más conteo de sus muertes? […]”.
Tantas cosas se dijeron de Marulanda y… terminó sus días de muerte natural. Pese a los 50 o más años de perseguirlo, no pudieron cazarlo las fuerzas militares. ¿Y la paz? ¿La han perseguido con igual empeño?
¿Qué reivindicaban aquellos campesinos que se alzaron en armas en los años 50 del siglo XX? ¿Era imposible escuchar y coincidir con sus demandas? ¿Qué era –qué es– menos costoso para el país? ¿Qué es más sencillo y conveniente para la nación?
Ahora el ciclo se repite con otro guerrillero. Uno que se puede llamar Alfonso, pero también pudiera ser José, Marta, Pedro, Lucía… Es indiferente. Sin inclusión social y sus políticas plenas, sin que los responsables del desatar y el origen del conflicto asuman su carga y su rectificación democrática, mientras permanezcan las condiciones objetivas de su surgimiento y otras nuevas, alguien –incluso, con aportes de las rebeldías urbanas– asume y rotará al frente de la estructura guerrillera. Por supuesto, contra ese conocido o fulano, sin importar su nombre, irán concentradas todas las energías oficiales para el supuesto de apagar una guerra que ante la mayor concentración de la riqueza parece no tener fin. Y contrario a tal pretensión, el resultado es avivarla e intensificar daños y víctimas.
Después de la muerte de Adán Izquierdo, la captura de Simón Trinidad y el secuestro internacional de Rodrigo Granda, en los años y los meses recientes, la persistencia oficial obtiene éxitos: Raúl Reyes, Víctor Julio Suárez Mono Jojoy, Iván Ríos, Fabián Ramírez (?), Jerónimo, entre los más importantes que ha puesto fuera de combate, ¿terminó la guerra? ¿Llegaron a su fin las farc? No.
Sin duda, tienen y conservan capacidad de recambio del mando, de renovación generacional, y, quién creyera, tras los últimos 10 años y los efectos del ‘plan Colombia’; tras mantener abiertas las líneas de logística y abastecimiento para una acumulación estratégica, y para sostener hostigamientos, escaramuzas, líneas o escalones de defensa con ‘columnas’ móviles” en sus cinco bloques y dos comandos conjuntos y/o combates diarios en algunos frentes –que aún con sus condenables acciones que no reparan en civiles los desprestigian ante la población–, los mantiene vivos como factor guerrillero y como actor político para una reforma democrática y estructural del Estado, y como parte de los vientos renovadores del continente y el Sur.
Este balance de fuerzas debe llamar la atención del país para demandar una estrategia diferente. Una que pueda efectivamente acabar con el conflicto y la guerrilla: una estrategia que no puede ser distinta de: 1) la iniciativa no discursiva –por presión y resistencia– de las instituciones por la inclusión y la justicia social, de la mano con una 2) estrategia de negociación que contemple la democratización del poder, del gabinete, con vocerías sociales y de la insurgencia para la política diaria.
¿Qué reivindican esos guerrilleros de hoy tras su alzamiento secular? ¿Qué reivindican tras esas décadas transcurridas desde el asesinato de Gaitán –con el antecedente igual de Rafael Uribe Uribe– y el fuego del odio que se propagó por campos y ciudades nacionales, vestido de chulavita, de pájaro, de para… en el intento por acabar con todo aquel que piense distinto del dueño y señor de la tierra, el dueño de los votos en el municipio, el propietario de la fábrica, en fin, el que piense distinto del poder oficial? Con una persistencia de guerra y muerte para acabar, ¿hasta el punto de eliminar, a los contrarios?
A pesar de las miles de bajas guerrilleras que desde hace años anuncia el alto gobierno, ¿por qué se reproducen? ¿Acaso el modelo social que reivindican aún tiene asidero y por tanto nuevos contingentes campesinos –e inclusive urbanos– se integran a sus fuerzas? ¿Es posible discutir, valorar, estas reivindicaciones y muchas más?
La propaganda oficial dice que no se puede dialogar con terroristas. Pero, más allá de la propaganda, ¿se puede negociar? ¿Cuál conflicto o guerra no lo intenta? En estos momentos, Karzai, en Afganistán, llama a lo mujaidines.
Quienes estamos convencidos del camino de la negociación política y la democratización del poder como método para construir un país con futuro colectivo a la altura del sueño que esperanza a las mayorías nacionales, y a la altura de las demandas de los pueblos del continente y del mundo, valoramos que en la actual coyuntura histórica del país y del globo, el camino de las armas (tanto para las fuerzas no oficiales como para las institucionales) como instrumento para imponer y someter no tiene eco en amplias capas urbanas, municipales. No hay duda: se debe abrir la puerta para que así sea.
Con Alfonso Cano o sin él, vivo o muerto, pues mañana será Jorge, Elkin, Cecilia, Darío, Gloria, en fin… cualquiera asumirá como jefe de una fuerza que reclama desde hace más de cuatro décadas por unos anhelos fundamentales para el campo, y también para la ciudad. Son reivindicaciones políticas y económicas por considerar, por discutir y realizar, para que entre todos, sin más luto, sin imposiciones, sin opresión, y con un proyecto común por realizar, abordemos la construcción de la Colombia del siglo XXI.
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