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20 años de un Paro Cívico que marcó a la localidad de Ciudad Bolívar

20 años de un Paro Cívico que marcó a la localidad de Ciudad Bolívar

El próximo mes de octubre se cumplen 20 años del Paro Cívico que obligó al gobierno distrital a volcar sus ojos sobre esta parte de la ciudad. Una mirada a esos hechos nos sitúa sobre las exigencias que los actores sociales que nos expresamos en esta parte de la ciudad tenemos para el presente y el futuro inmediato.

 

En Ciudad Bolívar, llena de historias de lucha y protesta social, el próximo 11 de octubre se conmemoran 20 años del Paro Cívico que la conmocionó en 1993.

 

Para recordar cómo se conformó esta localidad, y cómo se concentraban en ella todos los problemas e injusticias que padecen los pobres producto de las políticas oficiales que definen los más ricos, es necesario recordar que este sector de Bogotá se transformó en localidad producto de una decisión del Banco Mundial, que facilitó para ello a la ciudad un préstamo de más de 100 millones de dólares. El trasfondo de la medida era sencillo: constituir un imán territorial desde el cual atraer a la inmensa mayoría de desplazados internos de la urbe –y los que iban llegando a la misma–, evitando de esta manera que la pobreza y la miseria se continuara instalando por doquier. Evitar el ahondamiento de múltiples focos de tensión. Se inicia así un largo proceso de reubicación poblacional, el cual se extiende a otras partes de la urbe, sacando a sus habitantes –entre otros– de los alrededores del centro del poder político.

 

Activismo intenso

 

El proyecto del Banco Mundial floreció. Desde un helicóptero se escogieron y negociaron las tierras de las haciendas y el Acuerdo 11 del Concejo de la ciudad le definió el marco jurídico y administrativo de lo que por ese entonces se conoció como el Plan Ciudad Bolívar, territorio que por su extensión estaba a cargo de los otrora municipios de Usme y Bosa, cubriendo la localidad de Tunjuelito otra parte del mismo.

 

Con estas formas legales y económicas en marcha, nacería en poco tiempo el barrio La Candelaria (del Instituto de Crédito Territorial), el Manuela Beltrán y otros, y a su alrededor se desfogaría la presión social. Loma arriba, decenas de familias comprarían lotes, instalando tela asfáltica (paroy), dibujando sueños y trazando calles. Poco a poco, a la vuelta de unos cuantos años, el entorno del sector sería otro totalmente distinto.

 

Por doquier ya se veían florecer los nuevos barrios, hechos a pulso, sin ayuda oficial. El agua, la energía, y otras necesidades sustanciales para el buen vivir estaban ausentes. Cada día era una inmensa lucha para cada una de las familias allí instaladas: cargar el agua desde los arroyos que cruzaban en sus alrededores, cargar desde Candelaria el combustible para la estufa, buscar un punto de conexión para el tendido eléctrico, correr con los hijos en busca de un sitio para estudiar, bajar a pie desde lo más alto de estas lomas y hasta la parte plana (Candelaria) para poder abordar un bus que lo acercara al centro para abrir la chaza, o para llegar hasta el norte de la ciudad, con sus manos listas para mezclar y construir edificios que luego habitarán otros, etcétera.

 

En resumen: todo estaba por hacerse, todo faltaba. Pero la persistencia –presionada por la necesidad– estaba allí, alimentando cada hogar. Y así, a los pocos años muchas necesidades estaban resueltas, pero otras muchas aún exigían a gritos ser solucionadas, entre ellas: centros de salud, de estudio, pavimentación de calles, conservar el cocinol mientras el gas no fuera instalado para el sector, etcétera.

 

Esas eran parte de las necesidades, las mismas que se sentían en cada hogar pero para ser resueltas requerían coordinación, organización, fuerza. Tras este propósito los activistas se movían con denuedo por el sector, motivando la participación comunitaria. Las organizaciones juveniles y comunitarias se multiplicaban, las exigencias se comentaban de boca en boca, y las coordinaciones populares tomaban cuerpo. Surgió así la Unidad Cívico Popular que articuló diferentes esfuerzos comunitarios, sociales y políticos.

 

La hora cero

 

Antes de ellas, muchas fueron las cartas radicadas ante las entidades de gobierno distrital y nacional, los sueños compartidos, la rabias contenidas, así como las reuniones de coordinación comunal, las asambleas barriales, los diagnósticos levantados en los territorios, los proyectos diseñados para superar las necesidades de las familias, etcétera.

 

La acción y los encuentros eran constante, pero también la dilación gubernamental. Cansados de tanto esperar la respuesta oficial, la comunidad tomó la decisión de hora cero, la misma que se hizo realidad aquel 11 de octubre a las 4 a.m. En algunos barrios el himno nacional despertó a la comunidad, en otros los voladores y de todas las casas fue saliendo la gente, loma abajo, para ocupar las vías centrales, y desde allí hacerse sentir. Su objetivo: conseguir la destinación legítima de recursos estatales para invertir en la solución de las múltiples problemáticas de la localidad y el desacuerdo con los altos costos en los impuestos.

 

Hombres y mujeres, jóvenes y adultos, con sus manos rodaron grandes rocas y cerraron las principales vías del sector. Cuando la luz del día alumbró la ciudad, ya estaban taponas la autopista sur –a la altura de Guadalupe hasta la zona del actual Olarte–, la avenida Villavicencio –entre los sectores del Cruce y sus alrededores–, la avenida Boyacá –a la altura de San Francisco y el sector de Meissen, donde funcionaba la alcaldía local–, y mientras estos rebeldes lograban el control de calles y avenidas como rechazo manifiesto a la desidia oficial –tanto distrital como nacional– el Estado habla con la única voz que tiene para los negados: la represión.

 

Por cientos llegaron los antimotines, los carabineros, los “paisanos los cientos de heridos, detenidos, además de varios exiliados, dejaron imborrable testimonio de su brutal proceder. Pero miles de miles no retroceden a pesar del bolillo, la bala, los chorros de agua, las motorizados atemorizantes. De esta manera, entre piedra y “corre que te cojo”, trascurrió el día, hasta que la administración distrital –encabezada entonces por Jaime Castro– aceptó la instalación de una comisión de negociación.

 

En horas de la noche de este mismo día se encuentran los representantes de las partes en la sede de la Acacia. Concretándose de esta manera el primer triunfo para los manifestantes. Ocho días –como nos lo recuerda Leo, líder comunitario actor de esta jornada– estuvo instalada la comisión, con sus mesas de trabajo, discutiendo y tomando decisiones. Los temas que no eran del resorte distrital –como el cocinol– contaron con la presencia del gobierno nacional. Y mientras adentro se discutía, afuera la comunidad acompañaba, cocinando, agitando, deliberando, brindando energía y confianza a sus voceros.

 

El pliego que recogía las demandas de los habitantes de este sector de la ciudad fue abocado en su totalidad: estratificación, acueducto y alcantarillado, empresa comunitaria de recolección de basura, energía, teléfonos, madres comunitarias, casas vecinales, proyectos Inurbe, legalización de barrios, gas natural y cocinol, vías, educación, tránsito, salud, programa Conpes, juventud, lo comunal, tercera edad, derechos humanos, medio ambiente y presupuesto local.

 

Pero, además, en el acta de compromisos firmada se hace la siguiente claridad y reconocimiento “Las autoridades distritales reconocen que el movimiento cívico del día 11 de octubre de 1993 en Ciudad Bolívar, fue convocado por organizaciones cívicas y comunales de reconocida trayectoria en esta zona. Este proceso y la posterior negociación en la que participaron, la administración distrital, las autoridades locales, la veeduría popular, los organismos de control para la defensa de los derechos humanos y la comisión negociadora, se llevó a cabo dentro de un espíritu democrático y de clara defensa de los intereses de la comunidad. En esos términos se alcanzaron acuerdos y conclusiones valiosas para el futuro de Ciudad Bolívar”*.

 

Para garantizar el cumplimiento de lo firmado el Movimiento Cívico le estableció una comisión de seguimiento a cada una de las decisiones allí acordadas, para que verificara su cumplimiento sobre el terreno. De esta manera, el Paro se escenificó el 11 de octubre, las negociaciones se extendieron por varios días, y su concreción se llevó a cabo bajo la vigilancia y el seguimiento estricto de la comunidad.

 

Aunque con retraso, la mayoría de los acuerdos se hicieron realidad. La fuerza social, su poderío, quedaría así refrendada. Pese a ello, en tanto no se solucionaban los problemas estructurales que hacen posible y potencian la pobreza y la exclusión, la antidemocracia y las necesidades que afectan a las familias que habitan esta parte de la ciudad, permanecen sin resolución.

 

Hoy se cuenta con todos los servicios públicos, los barrios están en su mayoría legalizados, los centros de salud y los de educación se han construido –aunque en número y insuficiente capacidad para atender la gran demanda del sector–, los barrios están cubiertos por distintas rutas de buses para su transporte, etcétera, pero el desempleo y los bajos ingresos de las familias es palpable, la desnutrición que padecen no pocos menores de edad es inocultable, el medio ambiente está afectado, las empresas mineras siguen desgajando el territorio día tras día, las micro-cuencas que conforman esta parte de la ciudad mueren lenta pero de manera inexorable, la falta de oportunidades para las nuevas generaciones se conserva como norma, la violencia liderada por las “fuerzas oscuras” es cada día más palpable o inocultable, el basurero doña Juana sigue afectando su entorno inmediato y mediato, pero además los programas oficiales de contención social invisibilizan las capacidades de los habitantes del sector, y un porcentaje no pequeño de la juventud del sector sigue captura por el microtráfico, el mismo que campea sin solución por la geografía local.

 

Es decir, hoy, como ayer, se necesita de un reencuentro popular que además de lo inmediato para cada familia, se pregunte y decida movilizarse por lo necesario para todos, desde una reivindicación estructural que desnude los poderes que mantienen en el marginamiento a las mayorías, no sólo de Ciudad Bolívar, sino de toda la ciudad y del país.

 

Este debe ser un propósito que nos aglutine a todas las personas que vivimos en estas laderas. Y la concreción de este sueño debe ser la manera de celebrar el aniversario 20 del paro de 1993, recogiendo de él sus lecciones y derroteros claramente marcados, pero en deuda de ser realizados: romper el localismo y el activismo sin proyección estratégica.

 

Es por ello que hoy requerimos en Ciudad Bolívar un nuevo movimiento de movimientos que exija –reuniendo la voz de todos y todas bajo un solo grito–, vida digna, y conjugue sus fuerzas para ser poder y gobierno, aquí y ahora.

 

* Ver cartilla de trabajo de la Escuela Simón Rodríguez.

Información adicional

BOGOTÁ, 11 DE OCTUBRE DE 1993 - 2013
Autor/a: Christian Robayo
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