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Acuerdo político, sin acuerdo

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Según el Drae las cuatro primeras acepciones del verbo acordar dicen: «Determinar o resolver de común acuerdo, o por mayoría de votos. Determinar o resolver deliberadamente una sola persona. Resolver, determinar una cosa antes de mandarla. Conciliar, componer». En la reunión que hubo en la Casa de Nariño el pasado 17 de febrero entre el jefe de Estado e importantes políticos del establecimiento, y en la firma de un documento, se cumplió la segunda acepción del verbo acordar: la determinación o resolución deliberada de una sola persona. La del presidente Uribe. Claro, con la ayuda de su amanuense de ocasión, el ministro Pretelt de la Vega.

Acuerdo, pero no este

En Colombia, y por supuesto en el mundo, se necesita un acuerdo con urgencia sobre los temas y las decisiones que mantienen separados a los gobernantes de sus pueblos. Pero limitando el asunto, sólo a nuestro país, en Colombia es indispensable hacer un acuerdo, ahora. Bueno, desde hace ciento ochenta y cinco años –para sólo hablar de los transcurridos después de la Batalla de Boyacá– se ha venido aplazando. Y entre más nos demoremos en hacer ese acuerdo, más miseria, más hambre, más injusticia vivirán las comunidades y más sangre correrá a raudales. ¿Acuerdo sobre qué? La inteligencia se inunda de temas: la pobreza, el conflicto interno, el analfabetismo, la corrupción, la reforma agraria, la reforma al sistema financiero, el paramilitarismo, el Alca, el manejo de las relaciones internacionales. En suma la encarnizada lucha entre el interés general que atañe a toda la sociedad y el interés particular que sólo beneficia a una exigua minoría.

Esto supondría, como lo señala el sentido común, o como lo dicen tres de las cuatro acepciones del Drae, que alguien –el Presidente o algún líder– convocara a deliberar y negociar a los voceros de los distintos sectores que conforman la sociedad colombiana: terratenientes y campesinos, industriales y obreros, comerciantes y vendedores callejeros, dueños de universidades y estudiantes, carteles de la salud y usuarios de ese servicio, desempleados, indígenas, negritudes, mujeres, estudiantes, intelectuales, desplazados, movimientos insurgentes, etc. ¿A deliberar sobre qué, y negociar qué? En primer lugar, debemos ponernos de acuerdo en el desacuerdo. Y no es un simple juego de palabras. Es que lo primero que debemos observar, mirar con objetividad, sin engañarnos más, es que en Colombia existe un gran desacuerdo. Y logrado ese primer acuerdo sobre el desacuerdo, ahí sí comenzar a debatir cada uno de los grandes temas que han dividido y mantienen fraccionada nuestra sociedad. Ese es el papel de las asambleas o cuerpos constituyentes. Se recurre a ellos cuando una sociedad se halla en crisis y las herramientas institucionales vigentes son incapaces de resolver ese fraccionamiento. Por eso se dice que la Constitución de un determinado país, es un tratado de paz.

Como es de público conocimiento, la convocatoria a los distintos sectores de la sociedad no se ha dado. El presidente Uribe, el 29 de diciembre del año pasado, en cien palabras, anunció una convocatoria para lograr un acuerdo. Pero como todas los acuerdos que el actual jefe de Estado hace, es de él y ante él, con él y para él. En ocasiones, cuando las goticas homeopáticas surten buen efecto, la deliberación la hace con el séquito de sus subalternos y con los legisladores que lo siguen ciegamente y usan la palabra para alabarlo y para anunciar el voto favorable a su reelección. Pero cuando el arrebato de su mesianismo llega al extremo, ni siquiera esto escucha, sólo ordena, amenaza y pide resultados.

Quebrantar la conciencia

Deliberadamente por él y ante él, el presidente Uribe ha determinado revivir, una y otra vez los temas que el pueblo hundió en el referendo. Eso no es extraño. Con el oportunismo y la habilidad que caracterizan al político pragmático, con sus sutilezas de politiquero de oficio, no escatima esfuerzo alguno para quebrantar la conciencia de las más valiosas unidades legislativas y utilizarlas para sus propósitos en los momentos decisivos y después excluirlas. Recordemos cómo actuó después del demencial atentado contra el Club El Nogal. El jefe de Estado pidió a todas las fuerzas políticas para que lo apoyaran con su presencia y con su firma en la búsqueda de un Estatuto antiterrorista. ¿Quién en ese momento de alta carga emocional y de repudio no iba a firmar la convocatoria del presidente Uribe? Absolutamente nadie. Y el que no lo hiciera, sencillamente era porque estaba con el terrorismo. ¿Los resultados? El Estatuto antiterrorista ya está en la Constitución, y se encuentra listo el empadronamiento y otros instrumentos represivos.

Recordemos todas las maniobras que realizó el primer magistrado de la Nación para imponer los puntos del referendo. La presión publicitaria sin precedentes en la historia de Colombia, la visita a la casa del Gran Hermano, la solicitud al ex presidente Samper para que éste gestionara cosas indebidas ante el Consejo Nacional Electoral, la visita a este cuerpo para presionar una decisión adversa al derecho. Por eso no es raro, el acuerdo del presidente Uribe y su ministro Pretelt, como no fueron extraños todos los convenios que hizo con su anterior escudero, quien salía ante los medios de comunicación a «tirar el anzuelo», aparentemente sin consulta previa. Nada de esto debe sorprender a los colombianos. Lo inconcebible es que el Partido Liberal, que anhela ser alternativa de poder haya caído en la trampa. Sólo el Polo Democrático y la Alternativa Democrática vieron en el famoso «acuerdo» el engaño del presidente Uribe y salvaron la dignidad del Congreso.

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