Los sectores populares tienen un lumpen muy activo: ladrones que aprenden a ‘recuperar’ bienes para el bienestar de la ‘cucha’ y que no pocas veces se solidarizan con sus vecinos, que cuando hay paros se meten en la pelea y saben de qué lado están; atracadores que reparten lo ganado en una noche con los ‘socios’ que están en desgracia. Y no hablo de que lo hagan por conciencia social sino de que tienen una habilidad especial para aprovecharse de la ingenuidad de los demás, pero que les gusta compartir. Muchos se han beneficiado de ellos y nadie les reconoce su aporte. Todos los escondemos.
Nadie va a reivindicarlos a pesar de que en un momento dado muchos se favorecieron de ellos. Así como la oligarquía trata de olvidar a su lumpen –aquellos grandes narcotraficante de los cuales ha chupado durante mucho tiempo o los banqueros que en medio de magníficas operaciones financieras han estafado a tantos incautos, a pocas grandes empresas o a los militares o paramilitares que les han servido de sostén en sus gobiernos, y para hacer contrarreformas–, el pueblo tampoco los reivindica. Unos y otros utilizan la filosofía del «úselo y tírelo».
Pero en esta columna no tenemos inconveniente en reivindicar a ese tipo de hombres especiales que al tiempo que son lumpen, que se ‘ganan’ la subsistencia en medio de una vida agitada de riesgos y aventuras, recogiendo lo que está «mal puesto», son unos excelentes jugadores. Nadie va a reivindicarlos porque hoy el ambiente de fútbol profesional ha venido construyendo una especie de falsa moral que pretende diseñar un prototipo de futbolista ética y moralmente ejemplar, escondiendo otras realidades de nuestras barriadas. Veamos algunos ejemplos que recordamos:
«El Cueros», excelente tapicero, trabajador incansable, sin igual fumador de marihuana y excelente jugador de fútbol, de microfútbol y banquitas; para él, la vida eran la marihuana y el fútbol. Era tan bueno que un equipo profesional le dio oportunidad, pero apenas le dieron el papayazo tumbó a unos cuantos jugadores y regresó a Bogotá para seguir en lo mismo: se dedicó al vicio.
«El Negro Valerio», ayudante de carpintería procedente de un pueblo del Chocó, con cuerpo de gigante, y habilidad y fuerza para entrar con el balón hasta la red. Humillante con los arqueros, a quienes instantes antes de golpear el balón y anotar los sentenciaba: «tapalo hijueputa!»; peleador y buscapleitos, siempre andaba con su puñaleta en la tula, envuelta entre guayos y medias. Nadie quería andar con Valerio fuera de la cancha porque era muy peligroso, pero dentro del partido sabíamos que estábamos bien respaldados. El Negro tenía la «fuerza y las armas».
«El Chiqui», hijo de un basuquero del barrio, hábil en el medio campo, provocador profesional, de esos que se le ríen al contrario en la cara cuando les ‘untan’ el balón o les hacen un ‘túnel’; parecía que tuviera el balón pegado al guayo, y por lo tanto la opción del contrario era hacerle falta tirándole a las espinillas para castigarlo. Así como era hábil en el medio campo, lo era también para esculcar la ropa de sus compañeros en los descansos. Por eso, lo admirábamos en el campo de fútbol y le temíamos fuera de la cancha. Dejó de estudiar y anda por ahí rodando.
«El Candelo», árbitro que andaba con su puñaleta «tres canales», excelente pito, con mucha autoridad. Cuando cometía un error al pitar y se le venían los jugadores a agredirlo, les decía: «Esperen un momentico». Se iba hasta su maletín en la línea, sacaba su «tres canales» y les decía: «Ahora sí, qué es lo que quieren, hijueputas». A veces continuaba el partido cuando los equipos aceptaban este tipo de autoridad, pero en otras ocasiones se acababa el juego. Se retiró del fútbol.
«El Flaco Mayorga», puntero izquierdo, rápido como una flecha, no tenía vicios; ni fumaba ni tomaba; lo único censurable, que era raponero. Eran los tiempos en que todavía las transnacionales de los relojes baratos no habían hecho presencia en nuestro país y el riesgo de «llevarse un reloj», valía la pena. El Flaco ‘trabajaba’ por la Carrera Décima entre Calles 10 y Avenida Jiménez de Bogotá, zona que conocía como la palma de su mano. Tenía una especial habilidad para esquivar a la gente y la policía, a plena velocidad. Allí se jugaba la vida o la libertad. Por lo tanto, los domingos eran para el Flaco una repetición de su entrenamiento. Ahora tenía que robarse el balón (esta vez con los pies), esquivar los contrarios y llevarlo esta vez a la red y no al reducidor de relojes, cadenas o pulseras. Cayó preso.
«El Yorye», un bueno-para-todo: para los golpes, para el ajedrez, para correr y ¡claro! para jugar fútbol. Creció, no pudo terminar su bachillerato, siguió jugando fútbol, se volvió pintor de brocha gorda, combinó el fútbol con este arte cuando los narcos lavaban dinero en la construcción; o sea que se ganaba bien. Excelente mediocampista, canchero y solidario. Se acabó el trabajo de pintura o empezaron a pagar menos, de modo que se metió en una banda de apartamenteros. Murió de un tiro en la nuca.
Sé que nunca este artículo llegará a todos aquellos ‘lumpenfutbolistas’ presos, pero estoy seguro de que si se hiciera una selección Colombia con preselecciones de cada una de las cárceles del país, sería mejor que la nacional, porque allí sí se pueden aplicar todas esas estrategias de las que hablan los técnicos: hay una verdadera concentración, las 24 horas están disponibles para pensar en el fútbol y los jugadores se pueden jugar la vida en cada partido. En ese caso propondría un concurso: ¡por cada partido que ganara la selección, darle la libertad al mejor jugador!
¡Cómo extrañamos a esos grandes muchachos que se jugaban la vida y la libertad individual en su cotidianidad, y los domingos nos deleitaban con sus capacidades futbolísticas! Aquellos a quienes si sus condiciones económicas y sociales hubieran sido adecuadas, habrían dejado de ser lumpen para ser sólo futbolistas, nuestros ídolos, ganándose nuestra admiración y respeto.
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