Los emigrantes, ahora
Desde siempre, las mariposas y las golondrinas y los flamencos vuelan huyendo del frío, año tras año, y nadan las ballenas en busca de otra mar y los salmones y las truchas en busca de sus ríos. Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua.
No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano.
En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible. Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.
Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras. Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados.
Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse.
Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar.
Sebastiao Salgado los ha fotografiado, en cuarenta países, durante varios años. De su largo trabajo, quedan trescientas imágenes. Y las trescientas imágenes de esta inmensa desventura humana caben, todas, en un segundo. Suma solamente un segundo toda la luz que ha entrado en la cámara, a lo largo de tantas fotografías: apenas una guiñada en los ojos del sol, no más que un instantito en la memoria del tiempo.
El vuelo de los años
Cuando llega el otoño, millones y millones de mariposas inician su largo viaje hacia el sur, desde las tierras frías de la América del Norte.
Un río fluye, entonces, a lo largo del cielo: el suave oleaje, olas de alas, va dejando, a su paso, un esplendor de color naranja en las alturas. Las mariposas vuelan sobre montañas y praderas y playas y ciudades y desiertos.
Pesan poco más que el aire. Durante los cuatro mil kilómetros de travesía, unas cuantas caen volteadas por el cansancio, los vientos o las lluvias; pero las muchas que resisten aterrizan, por fin, en los bosques del centro de México.
Allí descubren ese reino jamás visto, que desde lejos las llamaba.
Para volar han nacido: para volar este vuelo. Después, regresan a casa.
Y allá en el norte, mueren.
Al año siguiente, cuando llega el otoño,
millones y millones de mariposas inician su largo viaje.
El pie
Muchos no volvieron. Muchos de los ciudadanos del mundo que marcharon a luchar por la república española, bajo tierra española quedaron. Abe Osheroff, de la Brigada Lincoln, sobrevivió.
Un balazo le había arruinado una pierna. Con un pie quieto y el otro pie caminando, regresó a su país. España fue su primera guerra perdida. Y desde entonces, llevado por su pie andariego, Abe no paró.
A pesar de las traiciones y las derrotas, los palos y las cárceles, no paró. Un pie no podía, pero el otro pie quería y seguía. Un pie le decía: aquí me quedo, pero el otro decidía: ahí te llevo. Y una y otra vez ese pie, el andante, volvía al camino, porque el camino es el destino.
Y ese pie cargaba con Abe a través de los Estados Unidos, de punta a punta, de mar a mar, y lo metía en líos, un lío tras otro, contra la cacería de brujas de McCarthy y la guerra de Corea y la segregación racial y la pena de muerte y el golpe de estado en Irán y el crimen de Guatemala y la carnicería de Vietnam y el baño de sangre en Indonesia y las explosiones nucleares y el bloqueo de Cuba y el cuartelazo en Chile y la asfixia de Nicaragua y la invasión de Panamá y los bombardeos de Iraq y de Yugoslavia y de Afganistán y otra vez Irak y Abe ya tenía noventa años y seguía siendo un caminante, cuando su amigo Tony Geist le preguntó, por preguntar nomás, cómo andaba. El alzó su cabeza de león de melena blanca y sonrió, de oreja a oreja:
–Aquí ando, con un pie en la tumba y el otro pie bailando.
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