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Guaitarilla: La confianza perdida

En su única acepción y de manera lacónica, el Drae dice de la palabra desconfianza: «Falta de confianza». La confianza es ese valor subjetivo que le permite a una persona pensar que los demás son leales, honrados, veraces y eficientes en sus compromisos, tareas, oficios y responsabilidades. Pero los miembros de la sociedad contemporánea carecemos de ese grado de tranquilidad en todos los actos de la vida, porque la confianza se ha perdido. Los hechos que ocurren a diario y que se acumulan en nuestra inteligencia a manera de información, nos permite pensar que los demás nos van a defraudar. Y es que para tener confianza se necesitan dos actores sociales: uno que confía y otro en quien se confía. Cuando los dos actores sociales actúan en un plano de relativa igualdad y uno de éstos falla, la frustración es grande. Pero cuando uno de los actores sociales es el simple ciudadano y el otro es el Estado, y éste es el que engaña, todo parece perdido.

En el orden universal, muchas acciones y actitudes de los voceros oficiales han embaucado a uno de los actores sociales –el pueblo, la masa, los componentes simples de la sociedad–. Y ese actor de la sociedad burlado ha respondido con la confianza perdida. Es lo que ocurrió el domingo 14 de marzo en España: los ciudadanos respondieron con desconfianza frente al discurso oficial, lo repudiaron y le impusieron un castigo. En nuestro país, la desconfianza se gestó, se construyó y se generalizó a través de medio siglo de exclusión, violencia, corrupción e impunidad. Esa confianza perdida quedó patentizada en la Asamblea Nacional Constituyente que redactó la Constitución del 91. Todos los constituyentes llegaron con su propio proyecto y lograron incluirlo en el extenso articulado. Y aprobado ese derecho, agregaron un control para asegurar su efectividad, pues el proponente de la norma, a pesar de verla escrita en la mismísima Constitución, no tenía confianza de que su declaración se fuese a cumplir. De ahí que hoy existan más de catorce sistemas de control en la Carta Política.

Pero en los últimos años han ocurrido tantos hechos vergonzosos por parte del actor social principal –el Estado y sus autoridades–, que no sólo ha decepcionado a los simples ciudadanos, sino que también ha puesto a desconfiar a la comunidad internacional. Dos o tres ejemplos recientes crispan el pelo de temor y de rabia. El Tiempo (viernes 26 de septiembre de 2003, p.1-16) informó que en Viotá, Cundinamarca, el capitán del Ejército de Colombia, Edgar Mauricio Arbeláez Sánchez, necesitaba mostrar un «positivo» y, para lograrlo se puso de acuerdo con un jefe paramilitar de la zona: vistieron de camuflado a dos indigentes, les pusieron los brazaletes de las Auc, les arrimaron unas armas, y el capitán los eliminó. Así, el oficial pudo dar un parte de victoria del «combate» librado con los paramilitares a sus superiores, y éstos al alto gobierno.

De acuerdo con una grabación del general Jaime Alberto Uscátegui publicada en Cambio (No. 561. 29 de marzo-5 de abril/2004), los reglamentos paramilitares fueron copiados en un computador del batallón París. Según el relato del oficial retirado, donde el formato decía «para las Fuerzas Militares le colocaban para las Auc». Y esto podría generar algún grado de confianza entre los ciudadanos, porque –piensa uno–, esos reglamentos deben tener unos principios éticos mínimos. Pero no es así. No nos habíamos repuesto de este asombro, cuando vino la masacre de Guaitarilla, Nariño. ¿Cuál es la conclusión? ¿Quién ha aprendido de quién? ¿Los reglamentos paramilitares se escriben en los cuarteles del Ejército Oficial? O, ¿los manuales de guerra del Ejército Oficial se redactan y se imparten desde los campamentos paramilitares? Los altos mandos militares y policiales están en mora de aclarar esta matanza, para que renazca la confianza perdida.

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