Como es costumbre en la farándula y periodismo criollo e internacional, al final de año se escoge al hombre y la mujer del año. En el caso de Estados Unidos nuevamente fue elegido el reelegido presidente George W. Bush Jr, por “garantizar” la seguridad, la paz y la democracia en el mundo (norteamericano). En nuestro país, dos personajes del gobierno se disputaron el primer lugar: Álvaro Uribe Vélez y Luis Carlos Restrepo, seguidos por otro uribista, esta vez artista de talla internacional, Juanes; en cuarto lugar el gran arquero Juan Carlos Henao, y en quinto nuestro Nobel senil y sus putas tristes. Todos ellos se disputaron el premio, pero llama la atención la elección que hiciera la revista Semana (edición especial No 1.180, diciembre 2004).
El niño, el pueblo y los locos
Lo normal en este tipo de notas periodísticas, sobre todo, cuando se habla del ganador del premio es reconstruirle cierta biografía que logre cautivar al lector y de cuenta de los valores que posee y de sus avatares históricos para ser merecedor de tan distinguido galardón. Así, a Luis Carlos Restrepo le recuerdan en su pueblo de Finlandia, Caldas, como un niño bueno y querido presenciando la Violencia bipartidista (que horrible), pero afortunadamente el “cine – y haber sido mimado por tantas mujeres, pues fue el quinto después de cuatro hermanas – le dejó un alma sensible a lo bello”1 . Esa paradoja de vivir y ver la violencia y ser “mimado” por sus hermanas, le dan cierto tinte de complejidad a su existencia y, por qué no, de autoridad histórica al ser un actor in situ de los desgarros que muchos colombianos(as) han padecido.
Pero lo insoportable de esta nota y las menciones acerca de la vida del Alto Comisionado para la Paz, es hacernos creer que es el elegido, una especie de Neo como en la película Matrix, un salvador al cual le merecemos o le debemos la ‘paz’ que predica y aplica. Y más insoportable aún cuando dice que haber vivido en su niñez los efectos (en vivo) de la Violencia, más la recomendación de una “bruja” para que se interesara por la psiquiatría, son razones para justificar su actual desempeño como Alto Comisionado. Esto porque, si bien los desgarros de la violencia han sido atroces, nuestra violencia política trasciende cualquier intento de reducción psiquiátrica o patológica, incluso la Violencia de los 50s. De ahí que sea desafortunado e impertinente plantear que “hablar con locos, extremistas o gente desbordada e intentar convencerla de volver a su cauce es una habilidad que ha ido mucho más allá de su práctica profesional”. Dicha afirmación, aún en tiempos de negociación con el paramilitarismo, produce una despolitización del conflicto colombiano al quedar reducido a una cuestión de locos.
Bien vale la pena decir, que aunque se encuentre negociando (institucionalizando) con el paramilitarismo y, obviamente, “esté sentado en una mesa de negociación con algunos de los personajes más violentos del país”, ello no permite una calificación de nuestro conflicto en términos psiquiátricos (los actores son locos), lo cual supone la pérdida de cierta racionalidad política y económica que ha marcado profundamente nuestra historia. Salvatore Mancuso no tiene nada de loco de pueblo (aunque cada quien guarde sus perversidades) y mucho menos el proyecto paramilitar es una invención de algún desequilibrado mental. Además, esta idea del conflicto de locos sugerido en la nota periodística, expande dicha lectura al resto de los actores en (o que intervienen de diversas formas) el conflicto, no sólo paramilitares e insurgencias, sino al Estado mismo y, por qué no, a la comunidad internacional. Entonces ¿quién posee y en dónde hay un poco de razón? ¿Acaso esta realidad se nos escapó y no puede ser mínimamente interpretada?
Libertad y autoridad
Sin lugar a dudas en la década de los 90s, no el Alto Comisionado para la Paz, gozó de popularidad de bestseller por su libro ‘El derecho a la ternura’, sin olvidar otras obras suyas; popularidad no sólo en el común de la gente o en asiduos lectores de temas afines, como la ‘Caricia esencial’ (sin tanto rigor académico), sino en cierta intelectualidad universitaria que cansada de la racionalidad instrumental de las ciencias en general y del abandono de los afectos y de la parte emotiva del ser humano por éstas, hallaron en este discurso una opción de pensar (y sentir) diferente. De ahí que el doctor-comisionado haya escogido “como un eje permanente: concebir la libertad como un fenómeno individual. El psiquiatra debe ser un anarquizador de conciencias, no un tranquilizador, dice Restrepo”.
Pero, ¿acaso nuestro Alto Comisionado de Paz está cumpliendo con sus principios? Una forma de anarquizar nuestras mentalidades y formas de asumir la paz, es no negar las lógicas históricas e intereses que subyacen en el conflicto colombiano. Hacer eco de las reducciones periodísticas de nuestra guerra, como la expresada en Semana, o de aquellas donde la justificación del no diálogo es el anacronismo insurgente o la más reciente donde todos somos sospechosos si no compartimos las propuestas de gobierno y, donde obviamente, la insurgencia se reduce al terrorismo y el paramilitarismo se yergue como único camino de paz, deja serias dudas de lo expresado por el Comisionado. Ello hace suponer que su idea de libertad, en esta ocasión, queda atrapada en un ejercicio de autoridad que pretende legitimar una propuesta de paz sesgada políticamente e ineficaz socialmente y, lo más grave, proclive a la impunidad de crímenes contra la humanidad y aquiescencia con el narcotráfico.
De esta manera, la libertad el Comisionado la confunde con la autoridad (autoritarismo) de Uribe Vélez, sustentado en la seguridad democrática. Llama la atención lo expresado en la revista: “Quizás esa reflexión de la necesidad de despertar lo vital, la libertad, como una forma adecuada de usar el poder, hizo que encontrara tan significativo el discurso de Álvaro Uribe Vélez”, lo cual se reafirma así: “Lo llamaron de la campaña algunos amigos suyos para que les ayudara a construir un discurso menos centrado en la seguridad. Creían que Uribe se veía demasiado autoritario y eso le impedía ser más popular. Para sorpresa, Restrepo pensaba todo lo contrario. Hablar de seguridad ayudará a sacar de la impotencia colectiva a los colombianos, les dijo”. Pero lo que ha sucedido con esta política de seguridad democrática, el fuerte discurso antiterrorista y la paz con los paramilitares, sobre todo luego de aprobada la reelección, es una trágica farsa del proceso a cualquier democracia.
Trágica porque al mencionar las razones de la elección como hombre del año al Alto Comisionado de Paz, se pone de presente la siguiente frase: “Luis Carlos Restrepo, alto comisionado para la paz, es el artífice de la desmovilización más grande de un grupo armado en la historia reciente del país”. Sin duda alguna lo es numéricamente, pero hasta el momento los efectos cualitativos de dicha desmovilización son contrarios a cualquier salida digna y pacífica. Tres aspectos ponen en duda este proceso efectista de la desmovilización: 1) La institucionalización del paramilitarismo como actor y su legalización en el ámbito político nacional por la vía de los indultos sin siquiera castigo moral, los reclutamientos para la fuerza pública o los trabajos en administraciones locales. 2) El juego de doble moral con el fenómeno del narcotráfico en nuestro país (se extraditan unos y se pretende absolver a otros por su aporte a la paz). 3) Sujetar las políticas de paz a intereses electorales re-eleccionistas a construir una imagen de buen gobierno internacional o privilegiar el desarrollo de una paz sesgada, fragmentada y con serios problemas de legitimidad moral, política y humanitaria.
Sobra mencionar las continuas denuncias de Ongs sobre los operativos que desarrollan los paramilitares en las zonas donde se instaló la mesa de negociación, o el aumento de actos violentos en este periodo por este grupo. Incluso Estados Unidos ha manifestado preocupación sobre los vicios de este proceso. Lo que demuestra que esta política gubernamental de paz es y sostiene lo expresado por el presidente: «Es necesario acabar con la insurgencia, causante de todos los males del país» y, paradójicamente, hacer la paz con la máquina de muerte más inhumana, no sólo política sino social y económica, que hayamos conocido en la historia reciente del país: el paramilitarismo o las Autodefensas Unidas de Colombia.
Paz única
La forma y estilo del gobierno de Uribe Vélez para tomar decisiones sobre el país han estado marcadas por lo que él mismo llamó mano dura, que se ha convertido, como era previsible, en una arrogancia de gobierno que pretende imponer sus verdades como las salvadoras o las más pertinentes. Y la política de paz no es la excepción, “la única razón de ser de una negociación con los grupos violentos es convencerlos de que dejen las armas y se reincorporen a la vida civil. No se pueden negociar reformas políticas y sociales con los grupos ilegales armados”. Esta idea vuelve y despolitiza el conflicto, ya que desconoce el carácter de actor histórico y político a las insurgencias con las cuales no se puede emprender una discusión sobre el país. Cosa distinta esta ocurriendo con los paramilitares, no porque no se estén negociando cosas sobre Colombia (por ejemplo, el control que aún van a mantener en sus zonas), sino porque es un proyecto (el paramilitar) cercano a los intereses y políticas de Uribe, es decir, creen en él y él en ellos.
Entonces se reafirma un error en la interpretación del conflicto: desconocer el carácter político de nuestra realidad y sus problemas, es desconocer los actores que hacen parte de ella. Pero lo que se entiende es que el gobierno cree y le apuesta a una derrota militar de la insurgencia y no a una salida política, aumentando el error (difundido por lo medios hasta el cansancio) de creer que con la negociación paramilitar gran parte del problema se resuelve (quizás aumente el número de miembros en el ejército producto de su incorporación), pero la guerra ha de continuar. La aplicación del Plan Patriota así lo demuestra.
Al discurso y práctica única de la confrontación armada, se suma una doble moral en la propuesta de paz, es decir, el Alto Comisionado para la Paz se pregunta: “¿Qué mensaje les enviamos a los ciudadanos desarmados, que no han matado ni secuestrado, cuando les decimos que con una minoría armada vamos a negociar la agenda nacional?… Y luego explicó que el gobierno negociará con los violentos para garantizarles que podrán hacer su propuesta política, bajo reglas democráticas, cuando abandonen la violencia como método”. Lo anterior tiene como soporte el principio de desmovilización como garante de una posible negociación, desconociendo los nefastos casos de dicha práctica (en algunos grupos de manera muy evidente), que a su vez pierde de vista la postura insurgente de no desmovilización y, aumentando motivos, en su postura unilateral de no dialogar con terroristas (los adelantados con las Farc, de hablar en iglesias o los acercamientos con el Eln han de ser inscritos dentro de la campaña re-eleccionista y no en su propuesta de paz).
Pero lo que más llama la atención es la pregunta del Alto Comisionado, que invocando cierta moralidad pública y democrática, plantea no entablar negociación con la insurgencia por el qué dirán de las mayorías colombianas. Fue distinto con los paramilitares, que sin importar la opinión nacional e internacional se emprendió el proceso, no sólo como acto de desmovilización sino como un escenario de negociación, incluyendo leyes de perdón y olvido como la Ley de Alternatividad Penal. De tal manera que la tan aplaudida y difundida paz de Uribe y Restrepo deja muchas dudas, de ahí que la elección del hombre del año obedezca mucho más a una propaganda legitimadora de un proceso cuestionable y, obviamente, de un gobierno con ansias de perpetuarse en el poder sin importar los costos.
Todo párrafo o palabra entrecomillada y en cursiva es cita textual de la nota periodística en mención.
Leave a Reply