Juego mi vida, cambio mi vida,
de todos modos
la llevo perdida…
Y la juego o la cambio por el más infantil
espejismo,
la dono en usufructo, o la regalo…
León de Greiff
La función proyectiva, como hecho consciente, basada en la creación de realidades imaginadas que simulan acontecimientos, es una característica que asume en los humanos un grado tal que algunos la señalan como el hecho distintivo frente a las demás especies. La construcción de una trampa por el cazador del paleolítico implica, por ejemplo, la predicción de todos los movimientos del animal que quiere cazar. En ese sentido, es posible afirmar que la planeación en su significado más radical, nos ha acompañado a lo largo de nuestro devenir como especie. Claro, que el éxito depende de que la representación sea adecuada y pertinente, y nos conduzca a la realización del propósito. Sin embargo, en los albores del capitalismo, ese hecho superlativo humano va a ser rebajado en su condición y condenado como indeseable, pues el juego de azar de las “fuerzas libres del mercado”, será elevado a la categoría de máxima expresión civilizatoria. Condena que reaparecerá con fuerza en los años ochenta del siglo pasado con el discurso ultraliberal, y que en la actualidad sigue vigente como ideología dominante.
Pues bien, el Plan Nacional de Desarrollo (PND) del gobierno de Iván Duque, en su artículo 35, propone retirar el manejo del presupuesto de inversión al Departamento Nacional de Planeación (DNP), cercenando de forma terminante la actividad central de esa Dependencia. Y dado que es precisamente el DNP el encargado de la formulación del Plan, qué duda cabe que asistimos a una inequívoca confesión de incompetencia. Ahora, lo destacable del asunto es que invita a preguntar si para las élites que han detentado el poder, la planeación en el manejo de los asuntos del Estado ha sido realmente importante y, también, sí el peso cultural de los procesos de proyección es significativo en el conjunto de la sociedad.
Capitalismo y planeación
Cuando las reflexiones sobre el capitalismo toman fuerza en el siglo XVIII, y los fisiócratas proclaman el laissez-faire, el campo de las interacciones económicas es “naturalizado” y objetivado, pues el mercado, en su deber ser, ha de corresponderse con la imagen del encuentro de fuerzas no programadas que en su competencia dan como resultado un sistema de ajuste automático que, pese a su “ceguera”, no sólo tiende a ser equilibrado sino que asigna los recursos de la sociedad de una forma óptima. Emerge así la centralidad de lo que bien puede llamarse un azar esencial –según la terminología usada por el biólogo Jacques Monod, en su obra clásica El azar y la necesidad–, es decir, el encuentro de dos cadenas causales totalmente independientes (la oferta y la demanda surgen de racionalidades e intereses distintos), que coinciden aleatoriamente en el “espacio mercado”, y dan siempre a luz la sociedad más armónica posible. Esa predica, tiene mucho de paradójica y contradictoria, en un mundo autorreferenciado como racional pero que, pese a eso, sigue siendo poco cuestionada hasta hoy.
Sin embargo, y en contravía del discurso, el desarrollo del industrialismo, que durante el siglo XIX logra ritmos que transforman radicalmente el paisaje económico del mundo y procura un crecimiento material sin precedentes ve, simultáneamente, casi morir el sentido de la competencia, tan caro al discurso liberal, como bien lo señala Eric Hobsbawn: “Poco importa el nombre que le demos («capitalismo corporativo», «capitalismo organizado», etc.) en tanto en cuanto se acepte –y debe ser aceptado– que la concentración avanzó a expensas de la competencia de mercado, las corporaciones a expensas de las empresas privadas, los grandes negocios y grandes empresas a expensas de las más pequeñas y que esa concentración implicó una tendencia hacia el oligopolio. […]. En cuanto a la banca, un número reducido de grandes bancos, sociedades anónimas con redes de agencias nacionales, sustituyeron rápidamente a los pequeños bancos: el Lloyds Bank absorbió 164 de ellos” (1), dando como resultado la conformación de fortunas personales que vieron en el despreciado Estado un instrumento adicional, fácilmente manipulable y utilizable para el fortalecimiento de su posición. Las familias Krupp en la industria europea o los Rothschild en la banca de ese mismo continente; así como John D. Rockefeller en la industria del petróleo, Cornelius Vanderbilt en los ferrocarriles, Andrew Carnegie en la producción de acero, y J.P. Morgan en la banca de los Estados Unidos, estuvieron en condición de someter los intereses de sus respectivos Estados a los de sus empresas, siendo por ello motejados como los barones ladrones. Como consecuencia, el riesgo que representaba el exceso de poder de ese pequeño grupo de capitalistas obligó en 1890, en los Estados Unidos y durante el gobierno de Benjamín Harrison, a la promulgación de la Ley Sherman Antitrust, aunque su implementación con un impacto significativo tuvo que esperar hasta 1906 cuando Theodore Roosevelt la aplica a la Standard Oil, la empresa de Rockefeller, dándo así inicio a lo que algunos denominan el capitalismo regulado.
A las tradicionales funciones de represión del Estado gendarme, son sumadas, entonces, las de administración que involucran el ejercicio sistemático de la planeación. En el campo de la empresa, en 1911, Frederick Winslow Taylor formuló la Organización Científica del Trabajo, en la que el proceso productivo, y de forma específica la actividad del trabajador, es objetivada hasta el punto que el obrero es reducido a un instrumento más que codifica los movimientos en el aprendizaje y los reproduce maquinalmente en la actividad laboral. El derecho a la planeación de su actividad, esa característica de la complejidad de la acción humana, le es arrebatada y es asumida enteramente por la dirección, dando lugar a la separación tajante entre planeación y ejecución en el proceso productivo. El estallido de las dos grandes conflagraciones mundiales, en la primera mitad del siglo XX, dio campo a intentos de regulación del comercio internacional luego de la segunda postguerra, y en general al reglaje de las diferentes aristas de las relaciones entre los países, dando lugar al nacimiento de las llamadas entidades multilaterales como el Banco Mundial, el FMI, la Organización Mundial del Comercio, entre otras, y a las asambleas de países como la actual Organización de las Naciones Unidas, en un intento de dotar de una forma estatal al conjunto de países, y de esa manera poder controlar y planificar el proceso de acumulación global. El modelo fordista, surgido de las necesidades de un capital masificado y de gran escala, acepta la mediación del Estado en las relaciones capital-trabajo, así como la socialización de servicios básicos como salud y educación, y no reniega de la inversión pública en capital fijo colectivo bajo su forma de obras de infraestructura, dando origen a lo que será conocido como Estado del Bienestar.
Las crisis de los años setenta, marcaron el fin de ese relativo idilio entre Estado y mercado regulado, y es el discurso defendido por lo teóricos alemanes de la escuela de Friburgo, dirigidos por Walter Eucken, y los de la Sociedad Mont Pelerin, encabezados por Friedrich Hayek, los que van a oponerse al papel del Estado en la economía, pero no porque dudaran de su éxito económico, como hoy quiere hacerse creer, sino todo lo contrario, pues si bien reconocían que el Estado-centrismo de Bismarck y el de Hitler habían mostrado su capacidad para procurar crecimiento material, relacionaban esa exitosa acumulación con las confrontaciones y las derrotas de su nación en las dos grandes guerras del siglo XX. Muchos de ellos, incluso planteaban como ideal la construcción de sociedades pequeñas y frugales donde el mercado realmente pudiera funcionar.
El ordoliberalismo alemán, dado su fuerte contenido anti-estatal, fue transformado en lo que conocemos como neoliberalismo, en razón de las necesidades de desregulación de las relaciones capital-trabajo, así como de la apropiación privada de los emprendimientos de los Estados, en el intento de revertir el descenso de la tasa de ganancia. En el discurso dominante, la planeación es aceptada para la unidad empresarial, pero sigue siendo negada como deseable para el universo macroeconómico, que bajo el engañoso concepto de mercado mete en el mismo saco la producción y distribución de bombones –donde competencia y “perfecta información” pueden tener algún sentido–, con la extracción y circulación de petróleo, por ejemplo, donde las fuentes del recurso son disputadas a cañonazos.
En la actualidad, los resultados del regreso al capitalismo desregulado podemos palparlos en el surgimiento de conglomerados como el imperio GAFA (Google, Facebook, Amazon y Apple), que en sus respectivos campos son absolutos monopolios, y parecen marcar el inexorable fin de lo poco que queda aún de papel del Estado en la función administrativa de la acumulación. El fin del modelo fordista, y su forma gubernamental conocida en la literatura como Estado del Bienestar, ha dado lugar a una nueva etapa de capitalismo salvaje, donde los modernos barones ladrones amenazan con sobrepasar en poder, incluso a los Estados más grandes. La crisis de las entidades multilaterales, incluida la ONU, no hacen más que reflejar el paso adelante de la total desregulación en el escenario de las relaciones internacionales –siendo el retiro de los Estados Unidos de la Unesco y la parálisis total de la Organización Mundial del Comercio ejemplos de eso– y el regreso, de forma abierta, a una ley de la selva, en la que los formalismos, que durante cerca de ocho décadas velaron las tensiones entre las diferentes potencias, hoy pierden su razón de ser.
El termino planeación quedó encerrado, entonces, en su connotación burocrática con un sentido reduccionista, que desdibuja y margina ese aspecto proyectivo que incluso la biología hace extensivo a todo lo vivo. Dice Jacques Monod al respecto: “Diremos que éstos (los seres vivos) se distinguen de todas las demás estructuras de todos los sistemas presentes en el universo por esta propiedad que llamaremos teleonomía” (2), entendiéndose por esto último la existencia de un “proyecto” como condición necesaria de lo más complejo. Pero, no basta con reconocer en la planeación, entendida en su sentido más amplio, la característica de los seres “teleonómanos” (con proyecto), para recuperar su sentido, pues la naturaleza del proyecto, de la meta, califica de diferente forma el para qué de la planeación. Y es precisamente en el tipo de metas conscientes, como por ejemplo la conservación de las variables físicas del planeta, donde el sentido de la anticipación rigurosa debe recuperarse.
¿Planeación de qué, en Colombia?
Arturo Escobar, cuando habla de la planeación remarca que “Quizá ningún otro concepto ha sido tan insidioso, ninguna otra idea pasó tan indiscutida. Esta aceptación ciega de la planificación es tanto más notable dados los penetrantes efectos que ha tenido históricamente, no sólo en el Tercer Mundo sino también en Occidente, donde ha estado asociada con procesos fundamentales de dominación y control social” (3). Afirmación en la que la planificación responde al sentido restrictivo al que aludíamos arriba, y en el que el propósito fue siempre adaptar el Estado-Nación a las exigencias de las necesidades de la acumulación del centro capitalista. En ese sentido, repasar, así sea brevemente, la historia de la “planeación” en Colombia, mostrará de forma inequívoca la extrema dependencia del país de los centros de poder internacional, lo qué siendo válido en general para el mundo subordinado, en el caso de Colombia, por la obsecuencia exacerbada de los gobernantes, la subalternidad que resulta es gravemente insultante.
Como un eco del respice polum (“mirar hacia el norte”) –política inaugurada de forma explícita por Marco Fidel Suárez, presidente de la república entre 1918 y 1921–, Pedro Nel Ospina, en ejercicio de su presidencia invita en 1923 a un grupo de técnicos norteamericanos para que hagan un diagnóstico de la economía colombiana, que vivía una grave crisis económica en ese momento. La misión fue encabezada por Edwin Walker Kemmerer, quien acompañado de cuatro técnicos más de la misma nacionalidad, recomiendan, entre otras cosas, organizar la primera estructura burocrática a semejanza de los países del norte. Entre las instituciones creadas, producto de las recomendaciones de esa misión, están el Banco de la República, la Superintendencia Bancaria, y la transformación de la antigua Corte de Cuentas en Contraloría Nacional de la República. Posteriormente, durante el estallido de la crisis mundial del 29, en el período de transición de la presidencia de Miguel Abadía Méndez –tristemente célebre por ser el artífice de la masacre de las bananeras– a la de Enrique Olaya Herrera, es invitado nuevamente Kemmerer a Colombia para asesorar al gobierno. Alfonso Patiño Rosselli nos deja una descripción lapidaria de lo que fue esa segunda Misión: “Es poco decir al respecto, sin duda. La segunda misión Kemmerer no sólo erró por omisión, sino por acción. Recomendó seguir una política –el sostenimiento de la convertibilidad del peso por oro, de libertad cambiaria y de la restricción crediticia– totalmente contraindicada y fatal. La buena fe con que insistió en ella en nada reduce el absurdo de fondo que significó” (4). Los paralelos con las recomendaciones, en tiempos más recientes de los técnicos del FMI, saltan a la vista, y nos prueban que muy poco cambia en cuanto a nuestras relaciones de dependencia, y en nuestra insistencia de buscar siempre directrices externas.
La segunda etapa significativa del tutelaje extranjero, tiene su punto de inicio en 1948 cuando comienzan los contactos con el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (Birf), en solicitud de apoyo financiero, el que fue condicionado a la visita de una Misión Económica, que fue aprobada en 1949 bajo la dirección de Lauchlin Currie, quien entrega su informe en 1951 y concluye que el país necesita de un sistema de planeación estatal. De esa recomendación surgen el Comité de Desarrollo Económico, el Consejo Nacional de Planificación y la Oficina Presidencial de Planificación, que son reformadas a través de la ley 19 de 1958, que crea el Consejo Nacional de Política económica y Planeación y el Departamento Administrativo de Planeación y Servicio Técnicos, siendo este último reformado en 1963, y en 1964 mediante el decreto 1675 que le asigna las funciones actuales.
En 1968 tiene lugar una nueva reforma al sistema de planeación, que consagra que el Plan de Desarrollo de cada gobierno, al ser sometido al legislativo y convertido en ley es condicionante imperativo de las acciones del Ejecutivo. La obligación de los gobiernos de presentar un plan de desarrollo tuvo su antecedente en las exigencias del programa de asistencia norteamericano conocido como la Alianza para el Progreso, que supeditaba la asistencia y financiación de proyectos específicos a la aprobación de la Agency for International Development (AID), que no sólo estudiaba la viabilidad de la propuesta, sino que evaluaba su concordancia con el Plan Nacional de Desarrollo del respectivo país. El programa norteamericano, lanzado en 1961 en Punta del Este –Uruguay– tuvo en Colombia el segundo receptor en “ayuda”, siendo superado el país tan sólo por Brasil.
No está de más señalar que la obsesión por la “planificación” estuvo motivada por el espíritu de la Guerra Fría, y qué frente al relativo éxito material de la Unión Soviética, con sus planes quinquenales, el desarrollismo fue exacerbado en el mundo, obligando a los países del centro capitalista a buscar legitimar su dominio, en los países de sus respectivas órbitas geopolíticas, procurando el crecimiento material de éstas sociedades.
Con el paso del tiempo parece que este peso de las “recomendaciones” de los Estados Unidos no desaparece. Ni sus efectos. Las expresiones de agradecimiento que Iván Duque hace ante Mike Pompeo, secretario de Estado de Norteamérica, por un imaginario apoyo de los “padres fundadores” de los Estados Unidos a la independencia de Colombia, van más allá de un lapsus debido a la ignorancia, son la manifestación de que el Respice Polum sigue enteramente vivo entre los gobernantes del país y que la necesidad de buscar afuera la explicación de lo que son, delata esa característica de espíritu sometido que le ha dado a Colombia ese tinte de heteronomía que impide cualquier manifestación de soberanía. La autonomía, que queda definida por el grado de diferenciación establecida con lo que es considerado exterior al ser –en este caso los demás países–, ha sido hasta ahora un imposible en Colombia.
Es claro que la reducción del Departamento de Planeación a su mínima expresión, no es más que un reconocimiento que en la actualidad, incluso más que en el pasado, las reformas de la institucionalidad vienen de fuera, por lo que no tiene sentido mantener una organización supuestamente dedicada a planear. Las reformas neoliberales de los noventa, que tuvieron el pomposo apelativo de la “modernización de la economía”, más conocidas como apertura económica, fueron plasmadas en el plan de desarrollo “La Revolución pacífica”, anunciado el día de la posesión de Cesar Gaviria al grito de “bienvenidos al futuro”. Gaviria tuvo su primera reunión, luego de posesionarse, con el vicepresidente de Estados Unidos Dan Quayle, que traía el mensaje de la obligatoriedad de asumir como política las directrices del Consenso de Washington. ¿Cuál planeación, entonces? Que las decisiones de la inversión queden concentradas en el Ministerio de Hacienda es un corolario de la estructura dependiente de las fuerzas externas, pues esta institución, como sancionador del gasto, simplemente intermedia entre los técnicos de las entidades multilaterales y el gobierno colombiano, y entre el Departamento de Estado de E.U y los que fungen como administradores de la nación.
La dirigencia colombiana es centrí-fuga, mantiene un pie adentro del país, el de las rentas que percibe acá, y el otro afuera, en espera de huir hacía sociedades que considera deben darle abrigo por haberles servido incondicionalmente. De allí que entregar territorio del país, como lo hicieron en el tratado Michelena-Pombo de 1833, en los litigios fronterizos con Venezuela; el Tratado Lleras-Lisboa de 1853, el Tratado Vásquez Cobo–Martins, y el Tratado García Ortiz – Mangabeira, en las disputas territoriales con Brasil, o no reclamar el retorno de concesiones como las de Cerro Matoso o el Cerrejón cuando la ley lo posibilitaba, no es de extrañar en quienes nunca han tenido una mirada de autoestima acerca de sí mismos. Entregar la soberanía por infantiles espejismos, ha sido la historia de las relaciones internacionales de Colombia. La revolución cultural debe comenzar, entonces, por la conquista de autonomía, que no es otra cosa que estar en condiciones de poder concebir una nación con proyecto: el de una sociedad igualitaria y amable.
1. Eric Hobsbawn, La era del imperio, 1875-1914, Ed. Crítica, p. 52, 2009 (1ª reimpresión), p. 52
2. Jacques Monod, El azar y la necesidad, Planeta-Agostini, 1993, p. 20
3. Arturo Escobar, El final del salvaje, naturaleza, cultura y política en la antropología contemporánea, Instituto Colombiano de Antropología y Cerec, 1999, p. 55
4. Alfonso Patiño Rosselli, La prosperidad a debe y la gran crisis 1925-1935, Banco de la República, p. 354
* Integrante del Consejo de redacción Le Monde diplomatique, edición Colombia.
Artículos relacionados, Le Monde diplomatique, edición Colombia Nº187
El camino al infierno…
por Carlos Gutiérrez
por C.G.
Incertidumbre y malabares estadísticos
por Libardo Sarmiento Anzola
Cuando el ridículo se pone al servicio de una tenebrosa maquinaria
por Héctor-León Moncayo
Sistemas de información y bases de datos: a propósito del censo y del Dane
por Carlos Eduardo Maldonado
Serge Halimi
Leave a Reply