Faltaba poco para la medianoche cuando decidí ver la primera película realizada por la Universidad Nacional. Su directora Libia Stella Gómez trabajó por años en este proyecto que, finalmente, vio la luz en el mejor momento para apreciar el arte: el aislamiento. “Un tal Alonso Quijano” es la historia de un profesor experto en la novela: El Quijote de la Mancha. Sus clases no eran de gran interés para la mayoría de los estudiantes, y su vida se escondía detrás de la mítica figura creada por Miguel de Cervantes Saavedra en 1605. Lo acompaña su gran escudero, un ex bibliotecario de la Universidad Nacional que, por decisiones administrativas, fue trasladado a las pesebreras de la misma Universidad. Él, Sancho, le seguía el “juego” al profesor obsesionado en recrear escenas de la novela, algunos estudiantes se juntaban, pero lo que para Alonso Quijano –el profesor– era real, para los demás, era un simple acto de ficción.
El asunto más interesante de la película no está en esa reflexión sobre la locura. Tampoco, en las cercanías con la creación de Cervantes. De hecho, todas las historias que se narran en la película: La de Sancho, la de la estudiante punk, y la del joven en la Medellín de finales de los años ochenta, pasan a un segundo o tercer plano. Lo que propone la película es algo que va más allá de la famosa frase del Quijote: “mucho leer y poco dormir, se le secó el cerebro”. Estamos enfrente de la historia de un país, de nuestra memoria colectiva, de nuestra propia forma de concebir el pasado de Colombia.
¿Cómo un episodio histórico logra trastocar de una u otra forma la vida de las personas? ¿Cómo nos relacionamos con nuestra historia? El vuelo 203 del Boing 727-21 con destino a la ciudad de Cali, explotó en el aíre. Una bomba enviada por el cartel de Medellín para el candidato presidencial César Gaviria no logró su cometido, pero sí dejó una cantidad de víctimas y un daño irreparable. Mientras el narcotráfico vivía sus mejores momentos, Pablo Escobar gobernaba este país y ya nos habíamos acostumbrado a las innumerables muertes, a la sangre exacerbada que inundaban las ciudades. Ese mismo año del accidente aeronáutico, Colombia no se había podido levantar del vil asesinato de Luis Carlos Galán. Y en su agenda de crímenes ya estaba el nombre de Rodrigo Lara Bonilla, Jaime Pardo Leal, Guillermo Cano, entre otros líderes políticos, periodistas, y las víctimas de los diversos atentados por sicarios, carros y paquetes bomba.
Los momentos más duros de la historia de este país, también están compuestos por esos pequeños mundos que llamamos vidas personales. Son construcciones hechas a partir de lo que ha sido Colombia, de sus noticias, de sus aciertos y errores. Somos herederos de cada muerto, de cada gota de sangre derramada, de cada mala decisión. Pensamos siempre en el mundo que le dejamos a los otros, pero no pensamos que somos sobrevivientes del que nos ha tocado. Nadie puede dejar a otros algo mejor, si no hemos podido cerrar nuestras heridas con el pasado.
Los testimonios, las voces, las caras de la violencia en cualquiera de sus expresiones, es la forma más directa para entender y entendernos. Esto lo trabaja muy bien el escritor bogotano Juan Gabriel Vásquez, quién a través de sus novelas, se ha hecho múltiples preguntas sobre nuestra relación con el pasado. ¿Dónde estábamos cuando pasó tal hecho? La historia de Alonso Quijano, no es la historia de la representación de este personaje literario, sino la historia de un hombre que carga sobre su espalda la muerte de su esposa y su hija, pues ellas viajaban en ese Boing 727-21. Entonces, no estamos enfrente de un profesor desquiciado, estamos viendo el pasado que anda por los pasillos de la Universidad Nacional, que se mete en la vida de su escudero Sancho Panza y en la de su familia. Violenta el espacio privado de la estudiante fascinada con la historia de Cervantes, en medio de una vida llena de soledad y de bandas de punk.
El pasado nos golpea de frente. Me atrevería a decir en voz de Juan Gabriel Vásquez quien cita a Faulkner que: “El pasado no está muerto, ni siquiera ha pasado”. La película de Libia Stella Gómez está cargada de ese peso, de ese juego entre presente y pasado en la voz de un triste y desolado profesor que cada día, cada noche, recuerda a su hija y a su esposa. Luego entra Sancho Panza y comprende su dolor, justo cuando Alonso Quijano está internado en la clínica de reposo. Entonces, se conmueve, se duele, porque también él tiene una hija, porque también él vio por noticias el hecho fatal, porque cuando se cayó el avión él estaba en otro momento de su vida, quizás feliz, quizás no tanto, pero fue testigo, es heredero. Y así, cada uno de nosotros podemos preguntarnos: ¿dónde estábamos cuando pasó aquel hecho? O, si queremos algo más doloroso: ¿qué hicimos el día en que podía haber ganado la paz? Y es más doloroso porque era una forma de reivindicar a cada una de las personas que desaparecieron por culpa de la violencia de este país. Con guerra no se acaba la guerra. Es por esta razón que la película “Un tal Alonso Quijano” merece más que un simple artículo, una reflexión o un comentario. Este tipo de proyectos deben darle la vuelta a Colombia, debe ser parte de la agenda de las creaciones artísticas que nos recuerdan lo que hemos sido, lo que somos, y, si no se hace nada, lo que seremos.
Sin una sola bala, sin una sola grosería, sin una sola escena que pone en ridículo eso que llamamos ser colombianos, la producción de la Universidad Nacional remueve fibras, sacude corazones, despierta y pone en vilo a los nocturnos como yo, que la vida le ha cambiado como a todos en este país, y nos pone a medianoche contra la realidad, contra la verdad.
Ya eran la dos de la mañana. La película había terminado hace quince minutos. Me levanté de la cama, busqué en diversos libros algo que aún no era claro para mí. Por cosas del azar, en mis manos, el libro de Alicia en el país de las maravillas me señaló una banderita post-it, color naranja, doblada, dañada. Abrí el texto y en un subrayado sutil, lo siguiente: «Es muy pobre la memoria que solo funciona hacía atrás».
* Candidato a magister en Literatura y Cultura por el Instituto Caro y Cuervo.
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