
El pasado 3 de noviembre por la noche, la mayoría de los militantes demócratas estaban profundamente decepcionados, a pesar de que su candidato había salido vencedor en el escrutinio presidencial. Lo cierto es que nada sucedió como imaginaban. Donald Trump perdió, pero por muy poca diferencia. Unos miles de votos más en un puñado de estados (Georgia, Wisconsin, Arizona y Pensilvania) habrían bastado para que el actual ocupante de la Casa Blanca se quedara por otros cuatro años. Ese resultado tan ceñido lo animó a clamar fraude, mientras que sus partidarios más recalcitrantes responsabilizan a las máquinas de votación, cuyo software, concebido en Venezuela para Hugo Chávez, permitiría alterar los resultados a su antojo. El espectáculo del ex alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, abogado personal del Presidente de Estados Unidos, secándose la frente mientras se proferían esas descabelladas acusaciones con su aval dan una idea de en qué se ha convertido la política estadounidense.
Para Joseph Biden, se trata de un escenario inquietante y serio: el 77 por ciento de los republicanos considera que su elección no es legítima (1). El próximo 20 de enero, el Presidente electo deberá enfrentar esta desconfianza con un partido que no alcanzó la mayoría en el Senado, perdió una decena de escaños en la Cámara de Representantes y está estancado en las legislaturas estaduales. De más está decir que no habrá luna de miel para este mandato demócrata, que empieza en peores condiciones que el de Barack Obama, doce años atrás; aunque poco queda de este, más allá de sus magníficos discursos y sus memorias en dos volúmenes. Lo cierto es que esa elección no fue cuestionada: Obama hacía soñar al mundo entero y contaba con una amplia mayoría en ambas Cámaras. Por otra parte, tenía mucho más vigor y treinta años menos que “Joe el Dormilón” hoy.
Verdades alternativas
Paradójicamente, el futuro parece más prometedor del lado de los vencidos. Los adversarios de Trump supusieron que su elección cuatro años atrás era el resultado de un increíble ardid electoral y que representaba el último estertor (o lamento) del hombre blanco. Creyeron que esa coalición, en la que se yuxtaponían segmentos del electorado en retroceso –religioso, rural y mayor–, estaba condenada. Por el contrario, el mapa demográfico prometía una revancha demócrata, sostenida, por su parte, por una mayoría “diversa”, joven y multiétnica. Ese futuro ya no está escrito. De bases fuertes y márgenes conquistadores, el republicanismo al estilo Trump no está listo para abandonar la escena. El Presidente saliente transformó el partido del que se apropió: hoy es suyo o de su clan, o de los herederos que invistió.
Entre los demócratas, la decepción es inmensa y no se puede descartar una oleada de abatimiento y desmotivación. Con más de doscientos mil muertos por covid-19, una economía estancada, una explosión del desempleo, un índice de popularidad presidencial que, al contrario del de sus predecesores, nunca, en los últimos cuatro años, superó el 50% y una lista de mentiras e insultos que podría llenar varios volúmenes, la derrota del Presidente saliente parecía asegurada. Sobre todo, cuando se tiene en cuenta que a todos estos factores se sumó el bombardeo de casi todos los medios de comunicación, un financiamiento electoral menor al de su contrincante demócrata (una situación particular, considerando que el republicano saliente ofreció abundantes regalos fiscales a los millonarios) y eso, sin contar el apoyo compacto de casi todas las elites del país –artistas, generales, académicos de izquierda y hasta el dueño de Amazon– a Biden.
El 3 de noviembre, los demócratas no solo suponían una victoria: esperaban un castigo. Daban por sentado que, al igual que en 1980, la derrota del Presidente quedaría confirmada antes de que los californianos terminaran de votar. Y para purgar por completo la humillación de la Santa América Progresista, al desastre que se avecinaba para los republicanos seguiría –como oímos reclamar– la encarcelación de la familia Trump, de ser posible, fotografiada en uniforme naranja. Este escenario quedó en el plano de la imaginación. Cabe suponer, incluso, que el golfista de Mar-a-Lago no va a quedarse políticamente inactivo por mucho tiempo. Es probable que, con el respaldo de los diez millones de votos extra respecto de hace cuatro años y a pesar de todas las ignominias que atravesó, incluyendo la tentativa de impeachement, logre convencer a su electorado de que fue un presidente valiente, que cumplió con sus promesas y que amplió la base social de su partido, pero que su excelente balance quedó opacado por una pandemia.
El fervor de unos se fortalece con el rechazo de los otros. La “verdad alternativa” de los republicanos más recalcitrantes termina siendo menos cuestionada justamente porque el universo paralelo de los demócratas presenta algunas características similares. Es decir, ¿cómo podría, un partidario de Trump, reconocerse en el retrato que la mayoría de los medios, –más allá de los que él frecuenta– da de su referente? En efecto, un gran número de electores de Biden, en particular los universitarios, urbanos, los que marcan el tono, el tempo y la línea, se convencieron de que el presidente saliente es un payaso, un fascista, el “caniche de Putin”, incluso, el sucesor de Adolf Hitler. El pasado 23 de septiembre, el publicista Donny Deutsch comparó a los partidarios de Trump con las muchedumbres fanatizadas que participaban en las reuniones nazis, sin que el conductor estrella de la cadena MSNBC lo contradijera: “Quiero decirles a mis amigos judíos que van a votar por Donald Trump: ¿cómo se atreven? No hay ninguna diferencia entre lo que predica y lo que predicaba Adolf Hitler”. Dos días después, un comentarista de The Washington Post afirmaba que había que dejar de tenerle miedo a la analogía entre el comienzo de la dictadura nazi y las tentaciones totalitarias del presidente estadounidense: “Estados Unidos, estamos al borde de nuestro incendio del Reichstag. Podemos impedirlo. No dejemos que incendien nuestra democracia” (2).
Finalmente, en la CNN (Cable News Network), cuando la elección de Biden ya estaba asegurada, la periodista estrella Christiane Amanpour, en vez de saborear la victoria y conceder un pequeño paréntesis militante, aprovechó que era 12 de noviembre para señalar que se trataba de la semana aniversario de “La noche de los cristales rotos”, durante la cual, en 1938, las vidrieras de los negocios judíos fueron saqueadas y muchos de sus propietarios, asesinados o enviados a campos de concentración. En su opinión, se trató del preludio a un asalto contra “la realidad, el saber, la historia y la verdad” que la remitía directamente a las transgresiones del presidente estadounidense. Tanto en Estados Unidos como en Europa, la prensa progresista prefiere no hacer notar esos excesos. Sin embargo, los partidarios de Trump van a recordarlos cada vez que se burlen de su paranoia. Lo cierto es que ya señalaron que el escrutinio presidencial se desarrolló sin que se manifestara ese vasto complot ruso con el que los entretuvieron durante los últimos cuatro años.
Alimentar a la bestia
La elección de Obama disparó un mecanismo de odio y falsificación. A pesar de su centrismo casi conservador, su rigor fiscal, su clemencia con los bancos, los asesinatos con drones, las expulsiones masivas de inmigrantes y sus protestas estériles ante los abusos policiales, los republicanos lo acusaron de ser un radical extremo, un revolucionario encubierto, un falso estadounidense. Aunque Biden tiene tan poco de izquierda como su predecesor demócrata –“Soy el tipo que hizo campaña en contra de los socialistas. Soy el moderado”, abogaba en Miami una semana antes de las elecciones–, su mandato se desarrollará en un clima igual de acalorado. El periodista Matt Taibbi analizó cómo los grandes medios estadounidenses ya no se preocupan por informar, sino por satisfacer a grupos de partidarios recalcitrantes lo suficientemente numerosos como para mantenerlos vivos, o no (3). El 91% de las personas que se informan leyendo The New York Times dice ser demócrata, mientras que el 93% de quienes prefieren Fox News se reconoce republicano (4). El buen business model, entonces, consiste en alimentar a la bestia, es decir, al suscriptor, con el alimento que espera, aunque este sea sesgado, excesivo o falso. Y los periodistas, incluso cuando proclaman su amor por la diversidad, procuran combatir a los herejes.
El resultado es concluyente: transformado en anexo ideológico del Partido Demócrata y capaz de publicar media docena de editoriales o comentarios que reafirman a diario su desprecio y odio por el presidente saliente, The New York Times contabiliza siete millones de suscriptores. Por su parte, Fox nunca ganó tanto dinero como desde que comenzó a defender casi ciegamente el bando contrario.
La existencia de dos países que se ignoran o se enfrentan no es una novedad en Estados Unidos. Ya en tiempos de la Guerra Civil la fractura hacía caso omiso de las categorías económicas y sociales. Más recientemente, en 1969, un consejero del presidente Richard Nixon, Kevin Phillips, le recomendó al Partido Republicano, con mapas y gráficos ilustrativos, que aprovechara la “revuelta populista de las masas estadounidenses que, al acceder a la prosperidad de las clases medias, se volvieron más conservadoras. Se rebelan contra la casta, las políticas y el sistema fiscal de los mandarines de izquierda del establishment” (5). A este análisis, que asociaba el rechazo de los impuestos para quienes veían aumentar sus ahorros y su animosidad contra una ingeniería social cuya falla atribuían a los intelectuales progresistas –poco respetuosos, en su opinión, de los preceptos religiosos–, Phillips le agregó un toque de resentimiento racial. En una palabra, los “blanquitos” del sur, tradicionalmente demócratas, estaban cansados de la emancipación de los afroamericanos. En su opinión, ahí había una palanca que los republicanos podían activar para conquistar un electorado popular. A priori, este rechazaba las políticas económicas de la derecha, pero “las animosidades étnicas y culturales superan cualquier otra consideración cuando se trata de explicar la elección de un partido”. La estrategia política de Phillips permite entender en gran medida las reelecciones de Richard Nixon, Ronald Reagan y George W. Bush. También echó luz sobre la presidencia de Trump.
Sin embargo, un discurso que pone el foco en los especialistas, la meritocracia, los migrantes y las minorías se vuelve electoralmente peligroso en un país en el que la proporción de estudiantes aumenta y la de los blancos se reduce. Los demócratas podían apostar que el tiempo jugaría a su favor. Si sumaban la casi totalidad del voto afroamericano, una amplia mayoría de los electores hispanos, una pequeña ventaja en el voto femenino y progresos regulares entre los universitarios, la victoria no podía escapárseles.
Por lo menos, la elección de 2020 tiene el mérito de cuestionar ese catecismo identitario, esa asignación de todo un grupo poblacional a categorías demográficas diferenciadas, étnicas y políticas a la vez. De hecho, una comparación de los resultados indica que los progresos de Biden respecto de los números de Hillary Clinton cuatro años atrás se dieron, en particular, entre el electorado blanco. Asimismo, una mayoría de las personas que acaban de votar por Trump está constituida por la suma de los sufragios de las mujeres y las minorías. En proporción, no hubo cambios trascendentales de una elección a otra; algunos puntos por aquí, otros por allá. Los republicanos siempre triunfan entre los hombres blancos, sobre todo los no universitarios; los demócratas, entre los afroamericanos y los hispanos.
El otro lado de la realidad
Sin embargo, hubo una evolución inesperada. Que Trump haya mejorado su desempeño entre los afroamericanos después de mostrar su indiferencia ante la brutalidad policial y su hostilidad por el movimiento Black Lives Matter; que haya penetrado en el electorado hispano después de haber promovido (y en parte construido) un muro en la frontera con México y de haber tratado a los migrantes de violadores y asesinos parece estar más allá del entendimiento. Incluso, algunos republicanos llegan a imaginar que su partido podría devenir conservador, popular y multiétnico. Por su parte, los demócratas se preocupan por la pérdida de seguidores que creían adquiridos, por no decir cautivos.
En Rio Grande, Texas, es donde el enigma comienza a resolverse (6). Allí, la población hispana es mayor al 90%. Hace cuatro años, Hillary Clinton consiguió el 65% de los votos en el condado de Zapata. Esta vez, fue Trump quien obtuvo la mayoría. ¿Qué pasó? Sencillamente que, lo que moviliza a los hispanos, al igual que a todos, es más que la mera consideración de la identidad que les asignan. En este caso en particular, los de Rio Grande temían que el rechazo de Biden a la industria petrolera les impidiera el acceso a empleos bien pagos, pero que no exigen un título universitario. El cambio climático les pareció menos temible que el desclasamiento social. Otros habitantes de la región, que tienen un nivel de vida correcto con sus sueldos de policías o guardias fronterizos, creyeron que los demócratas dejarían de financiar su actividad. Finalmente, ser hispano no impide estar en contra del aborto o de las revueltas urbanas, sobre todo cuando estas imágenes aparecen en el propio condado rural.
En resumen, uno puede hablar español y ser conservador, del mismo modo en que se puede ser afroamericano y no querer recibir más inmigrantes mexicanos, o venir de un país asiático y preocuparse por los programas que buscan favorecer el acceso de las minorías a la universidad. Mientras que los demócratas traman adiciones progresistas artificiales, los republicanos se aprovechan de divisiones muy reales. El riesgo, para ambos, es no ver el otro lado de la realidad: si los jóvenes hispanos votan más a los demócratas que sus padres no necesariamente es porque sean más conscientes de su “identidad”, sino porque hay más universitarios que en la generación que los precedió. Las certezas también se tambalean en el terreno de la diversidad.
Quizás la crisis de confianza de Estados Unidos en su sistema político tenga la ventaja de disuadirlos de imponerlo por la fuerza en todo el mundo. En cuanto a la izquierda estadounidense, que no salió fortalecida de este escrutinio –aunque el resultado la tranquilizó–, solo le queda advertir al nuevo presidente contra una política demasiado prudente, parecida a la de los demócratas que permitieron la elección de Trump.
1. Encuesta del Monmouth University Polling Institute, 18-11-20.
2. Dana Milbank, “This is not a drill. The Reichstag is burning”, The Washington Post, 25-9-20.
3. Matt Taibbi, Hate Inc.: Why Today’s Media Make Us Despise One Another, OR Books, Nueva York, 2019.
4. Investigación del Pew Research Center, octubre-noviembre de 2019. La proporción en NPR (la televisión pública), CNN y MSNBC también está desequilibrada a favor de los demócratas; ABC, CBS y NBC lo están un poco menos.
5. Kevin Phillips, The Emerging Republican Majority, Arlington House, Nueva York, 1969.
6. Elizabeth Findell, “Latinos on border shifted to GOP”, The Wall Street Journal, 9-11-20.
*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Georgina Fraser
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