
Sucede en Bogotá, que en Colombia es la capital del capital: árboles plásticos con iluminación navideña, muñecos rojos con barba blanca que recuerdan que llega el final de año, pesebres, guirnaldas que cuelgan por aquí y por allá, y otras decoraciones que llenan vitrinas pretendiendo llamar la atención –y atrapar– al desprevenido peatón que recorre la calle 53, entre carreras 17 y 20. Buscan su bolsillo.
Como si habitáramos en otros territorios y sociedades, colonizados por una identidad de no sé dónde y no sé qué, que nos deja descuadernados, esa decoración, acompañada de los techos “cubiertos de nieve”, disputa espacio a las calabazas y otros objetos similares que atraen la atención sobre la llamada “fiesta de los niños”, ahora también transformada sin recato alguno para muchos adultos en “fiesta de disfraces”, la misma que en otros países con mejor memoria festeja la efemérides que los acerca a sus difuntos, a todos aquellos que los han dejado para “pasar a mejor vida”, según el decir popular.
Sin apenas poder despertar ante lo que ve, el peatón cierra y abre una y otra vez sus ojos. ¡Pero si apenas es octubre!, tal vez atina a responderse así mismo el aturdido y desprevenido transeúnte, que por azar cruza las calles llenas de vitrinas surtidas con los objetos festivos de la época, que en esta ocasión como un acairós denota un exceso de prontitud, sin duda alguna potenciado por el afán de venta, de potenciar aquella sed de mercado y de consumo, sumo de la sociedad que vivimos. Cierre de un ciclo de 12 meses que pretende adelantar, y con ello despertar, un mayor afán de compras. Cierre del ciclo que también bulle por las dependencias oficiales donde pretenden acelerar, imaginado lo que no es, el cumplimiento de sus metas anuales; afanes, deseos y nostalgias que incluso llegan hasta los calabozos que llenan el país, donde los presos sienten caer sobre ellos con mayor peso el dolor de la ausencia de los suyos, con quienes desearía gozar y reir.
Con asombro, mirando vitrinas, el desprevenido que enruta su andar por este barrio de la alcaldía de Teusaquillo, lo asalta sin darle oportunidad alguna la pregunta por el tiempo que vive, ¡pero si apenas es octubre!, tal vez atina a contestarse para sí mismo el aturdido transeúnte, sin caer en cuenta que el tiempo de ahora es el cronos impuesto por la veloz rueda del capital, la que circula cada vez con mayor velocidad, llevando de sus manos y garganta a toda una población de miles de millones que no atina a pisar el freno dispuesto ante sus manos y pies para tratar de controlar la dictadura de la mercancía, del dinero, del consumo desmedido que desde hace décadas ya no cuenta con el kairós necesario para poder gozar el ‘preciado’ objeto que en cada ocasión pretende llenar la sed de consumo de unos y otros.
¿Estaré en el túnel del tiempo?, no es para menos que este interrogante también llene por unos segundos el pensamiento de quien mira las vitrinas y se frota sus ojos, sin llegar a comprender lo que sucede, ¿acaso no es octubre? ¿por qué la calabaza, el disfraz, los recuerdos de brujas, junto al pesebre decembrino?
¿A dónde fue a parar el sentido de cada época? ¿En dónde reposa aquello que alguna vez fue denominado por un pueblo como identidad? Los interrogantes van llegando uno a uno, o en cascada, al cerebro de quien prosigue sus pasos sin dejar de mirar una y otra vitrina. Fiesta de niños, también de brujas, que en México y Ecuador es día de muertos –porque la muerte bien llegada también debería ser fiesta– recordándonos desde su saber que son pueblos con memoria, esa que tanto nos hace falta para buscar y encontrar a nuestros difuntos, regados por aquí y por allá por la mano criminal de un poder que no permite hacerles duelo.
Calle del destiempo. Decoraciones que simulan nieve cayendo de los techos, como evocando un deseo insulso de lo que no debe ser pues ese frío –con temperaturas bajo cero– nadie debería desearla, muchos menos quienes habitamos y gozamos de un territorio benevolente en sus temperaturas, donde por fortuna no suceden las llamadas estaciones, con las cuales en unas ocasiones llega la nieve y con ella el tremendo frío que no conocemos, el cual hace huir de su territorio a quienes lo habitan, en procura del trópico, estaciones que en otras jornadas lleva el termómetro a más de cuarenta grados, ahogándolos e inmovilizándolos, dejándolos pasmados como lagartija al sol.
Entre interrogantes y meditaciones, mirando el decorado que hace parecer estas calles de la capitalina Bogotá como escenario de un no sé que ni un no se sabe, calles sacadas de alguna película, se cae en cuenta que Aión, el tiempo de la poética y de la estética, tiempo subjetivo, del eterno estar y retornar, debería ser el que nos determinara, para con él poder volver al ritmo natural en nuestra cotidianidades, para que cada fiesta sea un motivo para gozar y compartir y no simplemente para embadudarnos de todo aquello que cada día es más evidente que ni satisface ni es útil.
¡Qué calles! ¡Qué tiempos los del destiempo! ¡Qué lleguen las fiestas, pero que las podamos gozar con toda libertad!
Leave a Reply