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La vida en la calle no se la deseo ni a mi peor enemigo

La vida en la calle no se la deseo ni a mi peor enemigo

El consumo de drogas entre los jóvenes empieza como una experiencia, para luego convertirse en un problema difícil de afrontar y casi imposible de solucionar.

La Unidad, Catalina, Catalina II, El Perpetuo Socorro, Las Luces, El Rubí, Villa de los Sauces y Villa Rica, barrios de Ciudad Roma, sector populoso de la localidad Kennedy en Bogotá, colindan; los límites que los separan son casi imperceptibles, y mucho tienen en común. Su gente, su proyección como sectores inundados de comercio, sus problemas de movilidad y transporte, la inseguridad que no cesa, los embarazos en adolescentes, el vandalismo juvenil, la drogadicción y el microtráfico que vincula cada vez más a menores mucho más jóvenes. Territorio complejo, pero con características casi que universales entre los sectores populares de Bogotá.

En este particular, estos barrios pertenecen a la Unidad de Planeación Zonal 48 de Timiza, que suma una extensión de 431,38 hectáreas, un aproximado de 147.000 habitantes –de los cuales cerca de 36.000 están entre los 10 y 24 años: 17.500 mujeres y 18.500 hombres. Sector que cuenta con 8 colegios distritales, 1 centro de desarrollo comunitario (Parque Lago Timiza) 1 biblioteca comunitaria, 3 CAI y 40 JAC y un centro médico de atención primaria. Al igual que el resto de los barrios que integran la UPZ 48, aquí se vive una tendencia a la densificación no planificada y al constante cambio de los usos del suelo, de residencial a comercial, a través del cual las familias que allí habitan buscan mejorar sus ingresos diarios y con ello poder responder a las demandas de gastos que acarrea el deseo de una vida cada vez mejor.

 

 

Barrios con más similitudes. Entre las cotidianidades que los identifican existen historias como las de El mono, de las que soy testigo y con las que he crecido. Es una realidad incómoda, con la que convivimos todos los vecinos, pero de la que ninguno quiere hablar, mucho menos enfrentar.

El mono es un joven de 21 años, no ha terminado el bachillerato pues dejó el colegio en undécimo grado. Tiene un hermano mayor que trabaja y uno pequeño que vive con su madre; su padre está en la cárcel. Dice que probó la marihuana a los 11 años y desde hace más de cuatro ha consumido todo tipo de droga, excepto la heroína. Desde su nacimiento es vecino del barrio La Unidad y desde hace un año vive en la calle.

Su vida no ha sido fácil. Seguro. Aunque en apariencia ha tenido las mismas oportunidades que cualquier niño o muchacho de barrio, con una familia con recursos suficientes como para mantener a sus hijos y darles educación; sin embargo, es difícil explicar las razones por las cuales muchos jóvenes, como El mono, optan por una vida sin responsabilidades pero, definitivamente, bastante compleja.

Explorando las razones que permitan comprender el porqué de su decisión de vida, llego al barrio Catalina II de Kennedy casi las 8 de la noche y El mono llega a la cita como habíamos acordado en horas de la tarde, luego de días de insistencia, para conversar un poco de él, de su experiencia de lo que es vivir en la calle y de lo que ha percibido del narcotráfico y las redes de distribución, en el barrio y en el sector.

 

Daniel Vargas –DV–.: ¿Con quién vivía en su casa?

El Mono –EM–.: Con mi mamá y mi hermano menor, mi papá está en la cárcel y mi hermano ya tiene su familia, y trabaja.

 

DV.: ¿Hace cuánto consume y hace cuánto vive en la calle?

EM.: Empecé a fumar marihuana como a los 11 años, pero por curiosidad y porque siempre he sido casposo, pero hace como cuatro años, cuando estaba en el colegio, metía perico, pepas en las farras, nunca he probado heroína; metí hasta que me quedó gustando y me salí del colegio en once. Hace un año me fui de la casa porque me daba pena pedirle a mi mamá para vicio, además ella tiene que mantener a mi hermano pequeño porque mi papá está preso.

 

DV.: ¿Cómo consigue la plata para poder consumir, para comer y para pasar la noche?

EM.: Pido trabajo paleando o cargando material de construcción por acá, en las obras del barrio, lo que salga, si no hay camello me toca “retacar”: pedirle a la gente del barrio. La dormida si me toca en la calle, donde caiga, y lo de la comida, eso sí, gracias a Dios, la gente del barrio es de buen corazón y me regalan cuando les pido; tengo una amiga que trabaja en un restaurante, ella me guarda comida y me la regala; hambre si no he aguantado, gracias a Dios.

 

DV.: ¿Cómo ha sido su vida en la calle?

EM.: No se la deseo ni a mi peor enemigo. Pero fue una decisión que tomé y nadie me obligó; al principio fue por gusto pero ahora ya no puedo evitarlo.

 

DV.: Siendo usted relativamente nuevo en esto, ¿cómo lo han recibido los demás habitantes de calle del barrio?

EM.: Normal, aquí la gente va y viene, cada uno es libre de hacer lo que quiere. Aquí nadie se mete con nadie, si uno no busca problemas puede vivir tranquilo. Uno no puede llegar a robar, porque es robar a los vecinos y a uno lo conocen y, obviamente, lo van a buscar. Hay que tener cuidado con quién se habla y de quién se habla, de resto es muy calmado.

 

DV.: ¿Ha notado cómo operan las redes de distribución en el barrio? ¿Cómo controlan el sector?

EM.: Llevo poco tiempo en la calle, pero sí se nota mucho el uso de la violencia, aquí ajustan al que miró feo, al que vendió sin permiso o al que debe plata, al que se “boletea”, como le dije, si se pone a robar lo van parando. Pero es como en todo lado, hay un jíbaro que es el que le surte al que le pide.

 

DV.: ¿Cómo contacta a su vendedor?

EM.: Uno empieza con el intermediario o el conocido que ya ha comprado, después me rotaron el número del man que vende en el Socorro y aquí en Catalina, entonces uno lo llama y cuadra el punto, le da la plata y se la entrega. Eso sí, toca ser muy cuidadoso para no dar visaje.

 

DV.: ¿Qué hace la Policía? ¿Lo han parado?

EM.: La Policía no hace mucho, si a uno lo conocen no lo joden; yo sí he visto que cuadran con el jíbaro para que lo dejen vender y dejen sanos a los que metemos.

 

DV.: ¿Qué es lo más barato y lo más caro que venden en el barrio?

EM.: Lo más caro es el “Tucd”, que es perico de colores que vale 40 lukas los dos o tres gramos, ese lo compran los gomelitos o los que farrean, los que quieren tomar y aguantar días tomando. Lo más barato, el bazuco y la marihuana, que es lo que compramos la mayoría de los que vivimos en la calle.

 

DV.: ¿Cuánto gasta al día en dosis? ¿Dónde se droga?

EM.: Depende, hay días que camello y me gasto hasta 10 o 15 mil pesos, por lo general 5 mil, en papeletas de bazuco o porros de marihuana. Por lo general voy a la olla de El Socorro, allá me trabo y paso el rato, a veces cerca al cementerio, allá va la mayoría de la gente a meter porque nadie lo molesta a uno.

La conversación fluye sin dificultad. Mientras El mono responde a las preguntas que le dirijo, miro a sus ojos, percibiendo una mirada perdida, ensimismada y con algo de estupor. Rara vez hace contacto visual, su mirada cansada es consecuente con lo que trasmite su ropa sucia, su aspecto andrajoso y lo delgado que luce. No parece un joven de 21 años, pues aparenta más de treinta; por sus palabras y la naturalidad con la que me cuenta esta parte de su historia, pareciera que llevara años en este mundo, como intentando esconder la pena que lleva por dentro. A pesar de su espontaneidad al conversar, hay cosas de las que prefiere no hablar, sobre su padre, por ejemplo.

Las horas pasan. Al finalizar la charla me despedí de mi vecino, le agradecí por el espacio que me brindó, me dio la mano y, antes de despedirse, me dijo entre risas “nos vemos, porque me vieron hablando con usted y no falta el que se ponga de chismoso”. Al final, cada uno tomó su camino, no sin antes pedirme “la liga” para un cigarrillo.

La historia de El mono es una fotocopia de la realidad que viven muchos jóvenes en Bogotá. En un artículo publicado por el periódico El Tiempo se informa que el 72 por ciento de los estudiantes de seis colegios públicos de Bogotá, consultados en medio de una investigación de la Universidad de La Sabana, ha consumido o consume alcohol; el 43 fuma cigarrillo; el 11 por ciento marihuana; el 7 aspira inhalantes; el 6 por ciento ácido LSD, y el 4 restante inhala cocaína, prueba éxtasis o consume bazuco. Según la investigación, los niños no solo consumen por primera vez alcohol entre los 12 y 13 años, sino que comienzan a hacerlo de manera permanente, por lo menos una vez a la semana, a partir de los 14. “En el estudio se evidencia que el cannabis es la droga de más fácil acceso dentro y fuera de la institución educativa”, advierten Obando y Trujillo1.

Algunos jóvenes logran superar esa etapa experimental mientras que otros terminan engrosando las cifras de drogadictos que existen por miles en la capital, pasando a ser una cifra más dentro del mercado sin fin del narcotráfico. Lo que demuestra que la legislación para reprimir la venta y distribución de narcóticos no logra ni limitar ni acabar con su consumo, y que la problemática asociada a estos es más compleja que lo percibido a primera vista.

 

1             Ángela Trujillo y Diana Obando, profesoras de la Facultad de Psicología de la Universidad de la Sabana.

Información adicional

Autor/a: Daniel Vargas
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