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Colombia, ¿magia salvaje?

Colombia, ¿magia salvaje?

Ningún visitante (…) podría ver estos animales.

Esta es una visión espiritual hecha posible solamente gracias a su muerte y literal re-presentación.

Solo entonces podrá estar presente la esencia de su vida.

Solo entonces la higiene de la naturaleza podrá curar la visión enferma del hombre civilizado.

Donna Haraway.

 

Vivimos tiempos turbulentos en Colombia. Podría decirse que tal afirmación peca de mentirosa. En primer lugar, ¿cuál es el “nosotros” del plural “vivimos”?, ¿acaso la clase media urbana de ciudades como Medellín y Bogotá?, ¿acaso los pobladores campesinos y afrodescendientes con vulnerables territorios comunitarios en el Pacífico?, ¿acaso los escasos osos de anteojos que están actualmente amenazados por la cacería y, en general, la degradación ambiental? De otro lado, ¿no es la historia de Colombia, en sí misma, lo bastante turbulenta como para asegurar que, aquí, la excepcionalidad siempre ha sido la norma?, más aún, ¿no es demasiado arriesgado hablar de “turbulencia” precisamente ad portas del cierre de los diálogos de paz y, se espera, el advenimiento de una “consolidación democrática”? Pese a todo lo anterior, quisiera sostener que, en efecto, vivimos tiempos turbulentos en Colombia, y que, quizá, una vez “firmada la paz”, sea hora de que podamos empezar a librar las luchas más agresivas y decisivas.

 

“La paz”, entendida someramente como ausencia de conflicto armado, es probablemente la condición esencial hoy para emprender o robustecer numerosas batallas postergadas, silenciadas y estigmatizadas durante mucho tiempo. Lo que el fin del conflicto armado nos puede proporcionar es un mínimo de garantías para que nuestros cuerpos se mantengan en pie, para que conservemos cierto “básico vital” desde el cual reagrupar energías con el objetivo de configurar nuevas formas de vida, otros mundos, mundos capaces de echar abajo aquello que Frantz Fanon llama el “mundo de estatuas”: “Mundo dividido en compartimientos, maniqueo, inmóvil […] Mundo seguro de sí, que aplasta con sus piedras las espaldas desolladas por el látigo”. En suma, el fin del conflicto armado, o mejor, de cierto conflicto armado, es un necesario escenario para la reapropiación de nuestros cuerpos desmembrados, domesticados y/o en constante peligro, cuerpos incesantemente “puestos en su lugar” o destrozados, cuerpos despotenciados, sumidos en la tristeza.

 

Ahora bien, y aunque parezca contra-intuitivo, si la guerra lo que implica es un “mundo de estatuas”, diremos que los tiempos de “consolidación democrática” suelen ser siempre los más turbulentos, por la sencilla razón de que cualquier pretensión de institucionalización lleva sobre sus espaldas cientos de disputas y abre otras miles, muchas de las cuales pasan incluso inadvertidas: toda inyunción es ya una disyunción, y viceversa, como bien recuerda Jacques Derrida en su Espectros de Marx. En este caso, lo que entra en juego no es nada más ni nada menos que la definición de la nación, y, por supuesto, del papel del Estado con el que aquella hace dupla.

 

A este respecto es bastante significativo que, al comenzar el año 2016, hayan sucedido dos cosas sin aparente conexión en el corazón de la Universidad Nacional–sede Bogotá: de un lado, en un gesto sin precedentes recientes, el presidente Juan Manuel Santos visita (casi que “infiltra”, sigilosamente) dicha institución, y, de otro lado, exactamente en el mismo lugar, esto es, en el Auditorio León de Greiff, se proyecta el documental Colombia Magia Salvaje. Es más, los estudiantes que ingresaron a la Universidad Nacional este semestre fueron conducidos al auditorio, inicialmente, con la idea de ver el mencionado documental, pero de manera sorpresiva se toparon con el rostro de Santos… unos días después sí fue proyectado el documental. En cualquier caso, tanto la visita del mandatario como el filme cumplían una labor similar, ambos eran engranajes de un complejo dispositivo orientado a producir la nación en tiempos de “posconflicto”.

 

El documental

 

Teniendo en cuenta lo anterior, podríamos concentrarnos en el discurso político-institucional de Santos, pero vemos más provechoso hablar de “plantas y animales” y enfocarnos en el documental. Un documental, además, celebrado incluso por personas de vocación izquierdista y “progre”.

 

Ahora bien, es comprensible que Colombia Magia Salvaje llegara a despertar tan diversas simpatías. No es poco que una cinta auspiciada por la Fundación Éxito denuncie abiertamente el extractivismo y la manera en que los bosques son desplazados por la ganadería, a saber, en últimas, por la “empresa” volcada sobre el consumo de carne y todos sus derivados; no es poco en un país donde existen vínculos notorios entre acumulación por desposesión, desplazamiento forzado, paramilitarismo y ganadería. No obstante, estos breves momentos sugestivos quedan reducidos a escuetos y demagógicos saludos a la bandera, que se unen al devaluado uso de la música clásica, la alta definición y el slow motion con el fin de emocionar a una audiencia tomada por imbécil, de la cual solo se espera que quede con la boca abierta y un corazón henchido de sentimiento patrio seudopachamamista. ¡Cómo defender la vida con una obra de arte que separa, justamente, la obra de la vida, de nuestras propias vidas!

 

En palabras del artista brasileño Hèlio Oiticica, cuando ponemos la vida en el centro ya no se trata “del ‘arte’ como objeto supremo, intocable, sino de una creación para la vida[…] Así, no se pretende un ‘objeto arte’ sino, más bien, un ‘estado’, una predisposición a las vivencias creativas, un incentivo a la vida”.

 

Colombia Magia Salvaje no constituye ningún tipo de incentivo a la vida; ni a la vida de la audiencia, ni a la “vida natural” que pretende re-presentar. “Espectadores” y “vida natural” quedan reducidos a meros objetos de uso e intercambio. Sí, el documental reitera doblemente la operación básica de la dominación del llamado hombre Blanco civilizado sobre la naturaleza: objetivación para el gobierno y control. Nuevamente, mundo de estatuas. No se sabe quién queda más despotenciado y petrificado, si quien ve el filme o la “naturaleza” que no aparece como co-autora del proceso creativo, sino como materia pasiva a ser re-presentada “objetivamente” por un sujeto humano abstracto, separado de ella pese a que, cínicamente, proclame su unión.

 

Parafraseando el epígrafe con el que iniciamos esta nota, ningún visitante de Colombia podría ver esa “naturaleza” que se pretende mostrar “objetivamente” en el documental. La imagen es una imagen totalmente purificada, aséptica, inmunizada, es una imagen que niega por completo la complejidad de la materialidad viviente, sus contradicciones, su alegre fetidez.

 

Colombia Magia Salvaje no puede afirmar defender o conservar la vida sin primero haberla aniquilado. Sea como fuere, este ímpetu objetivizante, fetichizante, no tiene que ver con una mera casualidad que se desprenda del “formato documental”, como podría objetarse; tal formato también ha atravesado transformaciones y se ha reevaluado tanto como otros formatos; para ver una apuesta interesante en ese sentido, basta recordar la temprana denuncia de la porno-pobreza en Agarrando Pueblo, de Luis Ospina y Carlos Mayolo, o la más reciente Memorias del Calavero, de Rubén Mendoza.

 

No es una casualidad del formato, ante todo, porque engrana perfectamente en el dispositivo de producción de nación en tiempos de “posconflicto” al que aludimos atrás. Una nación cristiana, heteropatriarcal y neocolonial. La naturaleza se entiende como una obra o creación divina, de hecho Colombia Magia Salvaje no dista mucho de retratar un gran Jardín del Edén, cuestión evidenciada no solo en expresiones como “milagro” o “tierra inexplorada e insólita”, sino también en el tono sinfónico de fondo que nos pretende hacer sentir una experiencia divina, cuasi-mística, la misma experiencia que, se supone, debe posibilitar la parafernalia católica, con sus grandes catedrales, coros y pomposa decoración. Por lo demás, pese a lo que, afortunadamente, el “catolicismo popular” pueda provocar, hibridar, distorsionar, esta invención teológica conserva una fuerza ingente que contamina, por supuesto, al mismo “catolicismo popular” y al (resto del) cristianismo en general. Recuerdo que durante mi crianza, en un barrio popular de Bogotá, donde el catolicismo es aún una autoridad epistemológica y moral bastante fuerte, escuchaba mencionar con cierta frecuencia que el Amazonas era, efectivamente, el antiguo Jardín del Edén, y claro, ni qué decir de la admiración de mi madre por aquella canción de Nino Bravo que nos dice en qué pensó Dios cuando hizo el Edén.

 

Para Occidente, la naturaleza es una (mujer) virgen, acabada de nacer, siempre menor de edad, cuyos misterios podemos des-velar, desnudar, es ese continente oscuro, lleno de magia salvaje. La Tierra-Mujer-Sagrada, para decirlo con Hélène Cixous, es “siempre virgen, materia sumisa al deseo que él [el Hombre/Dios-Padre] quiera dictar”. Tenemos, entonces, que el documental acarrea de entrada la más básica, pero no por ello menos mortífera, noción de naturaleza, es decir, la noción cristiana y en general occidental: la naturaleza opuesta al Hombre civilizado y a la cultura, la naturaleza como creación y no como potencia re/creadora de sí misma sin Dios ni sustancia alguna que la trascienda. ¿En qué medida, por ende, se dibuja una nación heteropatriarcal y neocolonial? Ya creo haber respondido, pero vale precisar algunos elementos adicionales para concluir.

 

El gran problema esbozado por el documental es el de la reproducción de la vida en el planeta, pero también el de la reproducción de la nación colombiana, y hablar de reproducción, en una cultura heteropatriarcal y neocolonial, es hablar de lo femenino y de las mujeres, y, por supuesto, de lo indígena. Lo indígena es presentado como lo infinitamente dependiente, y, en primera instancia, dependiente de su medio, atascado en un pasado armónico y en una eterna minoría de edad animal. Lo indígena es, en esta visión, básicamente, parte de la naturaleza misma que se muestra incapaz de trascender. Pero parece que con todo esto no basta; adicionalmente, el documental no se cansa de ver la humana y cristiana familia heterosexual en el “mundo animal”, aspecto que llega a su quid cuando se trae a colación que el “mono Tití” es una especie monogámica, es decir, que establece una lazo inquebrantable de por vida con su pareja. Una escena, especialmente impactante, muestra a dos de estos “monitos” entrecruzando sus colas encima de una rama, lo cual despierta un romántico sentido heterosexual de ternura en el público, en mi casoescuché un coro que cantaba “aahhh, divinos”. Lo cual contrasta sobremanera con la visión que tiene Brigitte Baptiste, la directora transgénero del Instituto Alexander Von Humboldt, para quien: “Nosotros estamos acostumbrados a que nos hablen del macho alfa y de las hembras beta […] pero no estamos acostumbrados a la manada de micos Tití en donde no hay jefes, donde todo el mundo cría las crías de todo el mundo y donde la promiscuidad es una realidad […] En la naturaleza hay toda clase de expresiones de género y combinaciones de sexualidad”.

“El corolario es casi inevitable” (si han visto Agarrando pueblo entenderán esta irónica expresión): después de 90 minutos de indigestión con una Colombia salvaje, tras ver y escuchar por hora y media que todo lo mencionado es lo propio de “nuestro” país, podrán deducir fácilmente el “gran” papel “posconflicto” de este “pujante” pedazo de tierra y sus gentes en el nuevo orden mundial. Comprenderán, si tienen una sensibilidad poco conservadora, por qué vivimos tiempos turbulentos y por qué la guerra acaba de empezar.

Información adicional

Autor/a: Iván Darío Ávila Gaitán
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