Sin darse cuenta los constituyentes de 1991 crearon un monstruo llamado Fiscal General de la Nación. La figura no era nueva en el derecho público, pues su primera noticia la tuvimos los colombianos en 1979, mediante el acto legislativo número uno, promovido por el presidente Turbay Ayala. Pero ese aparato no tuvo operatividad porque la enmienda constitucional fue declarada inexequible por la Corte Suprema de Justicia. Sin embargo, muchas de las normas del 79 fueron rescatadas por la Constitución de 1991, bajo la figura del sistema acusatorio del derecho penal. Se trata de un régimen mixto o sui generis, pues no depende del Ejecutivo, como en el sistema anglosajón, sino que dentro de la estructura del Estado hace parte de la Rama Judicial. Hacer parte de la Rama Judicial es un decir, toda vez que se trata de un ente autónomo e independiente, desde el punto de vista administrativo y presupuestal. Sin ninguna dificultad se observa que dos ramas del poder público –ejecutiva y judicial– intervienen para darle vida humana, en cabeza de un hombre o una mujer, a un monstruo que ya está institucionalizado en la Constitución.
Ese funcionario llamado Fiscal General de la Nación, no solo es un monstruo porque nace de dos ramas del poder público, pero que no depende de ninguna de las dos, debido a que es autónomo en su estructura, presupuesto y planta administrativa, sino por el cúmulo de funciones que la propia Constitución Política le otorga. En efecto, la Fiscalía como aparato, tiene unas atribuciones relacionadas con la libertad de los ciudadanos: debe perseguir a los presuntos delincuentes, proteger a las víctimas y los testigos, y dirigir y coordinar las funciones de policía judicial. Pero además de esas funciones del aparato estatal en sí, el Fiscal General, como funcionario individual, puede investigar y acusar a los altos funcionarios del Estado, nombrar y remover los 25.000 empleados que la integran, participar en el diseño de la política criminal y atribuir funciones de policía judicial a los organismos que considere necesarios. En suma: tiene más poder burocrático que el propio presidente de la República, además de la espada de Damocles, llamada libertad, de la que no dispone el jefe de Estado.
Con tantos y tan desorbitados poderes, se supondría que los colombianos deberíamos escoger al más pulcro, al más honesto, al más sabio, al mejor formado académica, intelectual y moralmente de todos los hombres y mujeres de la nación para ocupar el cargo de Fiscal General. Sin embargo, los colombianos del común nada tenemos que hacer frente a los compromisos políticos, afectivos, económicos o judiciales de docena y media de poderosos que intervienen en su elección: el presidente de la República y de 16 magistrados de la Corte Suprema de Justicia. No siempre coinciden los intereses del que hace la terna –el Presidente– con los de los electores –los magistrados–, pero siempre-siempre será “cosecha de lo que la tierra da”: demasiado políticamente correcto, vocero de alguna religión, defensor de los grandes bandidos, aspirante a la presidencia de la República o metido en el entramado de los más poderosos intereses económicos nacionales o globales. Hoy la suerte y la más fina sutileza de intrigas favoreció al abogado Néstor Humberto Martínez Neira. Todos los designios de los intervinientes en su nombramiento estaban tan enfocados sobre él, que ni siquiera le produjo el más leve rasguño la profunda metida de pata del elegido, el día de su presentación ante la Corte: el desprecio por la violencia intrafamiliar, víctima de la cual, en la mayoría de los casos, son las mujeres. ¡Qué paradoja! Quien salió a bajarle el tono a esa ofensa femenina en la que incurrió Martínez, fue precisamente una mujer: la presidenta de la Corte Suprema de Justicia, la señora Cabello Blanco.
Otra gabela más tiene el Fiscal General de la Nación: al igual que la más alta burocracia del Estado (presidente de la República y magistrados de las altas cortes) no tiene juez que lo investigue y lo sancione. Teóricamente lo debería hacer el Congreso de la República, en un complicadísimo juicio político que señala la propia Constitución. El sistema está hecho de manera tan perfecta para que no tenga efectividad, que en sus 25 años de vida jurídica no ha producido el primer fallo, aunque en sus anaqueles haya cientos de procesos, como ocurre en el caso del expresidente Álvaro Uribe. El gobierno Santos promovió una reforma constitucional para crear un “tribunal de aforados”, que reemplazara el kafkiano proceso político del Congreso, pero el fiscal Montealegre maniobró con tal audacia, tanto en el curso de los debates del proyecto de acto legislativo, como después de haber sido expedido, ante la Corte Constitucional. Justo, al cierre de esta edición de desde abajo –julio 14 de 2016–, el más alto juez de la jurisdicción constitucional declaró esa reforma inexequible. Por ello solo debemos esperar otros veinticinco o cien años de impunidad de los grandes bandidos de Colombia.
¿Qué hacer ante tal cúmulo de impedimentos que se le presentarán a Martínez para perseguir a los grandes bandidos? Banqueros, azucareros y petroleros están entre sus clientes. Verse ante la perspectiva de tener que perseguir a sus cliente, debió causarle tanto rubor al elegido Fiscal General, que de inmediato se apresuró a proponer unas “profundas reformas”, en el organismo que va a ocupar: nombramiento de fiscal ad hoc por parte de la Corte Suprema de Justicia, siempre que tenga que declararse impedido para perseguir el delito; una auditoría interna que le reporte directamente a la Corte el comportamiento del organismo y de su titular, y el nombramiento de un fiscal encargado una vez que el titular termine su período o renuncie a su cargo. En realidad, en cualquiera de las tres reformas, no son más que simples distractores. En el caso de NHMN, ¿qué dificultad tendrá en postular subrepticiamente ante el alto tribunal el nombre o los nombres de los candidatos a fiscal ad hoc, así como su sucesor temporal y el propio auditor interno? Supongamos que no intrigara, ¿qué sucede mientras se tramita la reforma? Sencillamente, que cada vez que tenga que declararse impedido, lo reemplazará aquel funcionario que él ha nombrado: el Vicefiscal.
En la actual coyuntura los colombianos solo podemos hacer votos porque el poderoso funcionario Martínez Neira, aunque sea para guardar las apariencias, obre de la manera más equilibrada posible, y que haga justicia en lo que a la Fiscalía corresponde. El momento es muy delicado, y el Fiscal General tiene que jugar un papel determinante. En efecto, se sabe que en la actualidad cursan más de 110.000 procesos que tienen su origen en el conflicto social armado, que esperamos que pronto sea cerrado, tanto con las Farc como con el Eln. De acuerdo con el Tribunal Especial de Paz, acordado entre el Gobierno y las Farc en La Habana, el Fiscal General no solo debe enviar esos 110.000 procesos al nuevo tribunal, sino que debe colaborar con las nuevas investigaciones que surjan, en relación con la guerra. En el futuro Colombia debe pensar en una reforma estructural de la justicia, en la que se contemple la Fiscalía General de la Nación, en un régimen acusatorio pleno, pero en que su elección no dependa del ejecutivo y de la rama judicial, sino de los propios ciudadanos. Por otra parte, nuestro país está en mora de pensar seriamente en una reforma de la estructura del Estado, redefiniendo funciones en las distintas ramas y órganos del poder público, para que efectivamente haya una verdadera separación y equilibrio de poderes.
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