En la realización de la marcha del 1 de abril quedó evidente la apertura de una fisura importante que puede aprovecharse para interpelar el pueblo, construir ciudadanía y evitar que la sociedad colombiana siga siendo una masa manipulable.
El pasado 1 de abril se realizó una nueva manifestación convocada por los distintos sectores políticos coaligados en torno al expresidente Uribe. En apariencia, el confuso, y a la postre difuminado, rechazo a la “corrupción” consiguió aglutinar personajes con proyectos particulares y potencialmente antagónicos como el destituido exprocurador Alejandro Ordónez, la exministra Martha Lucía Ramírez o los uribistas “Pachito” Santos, Carlos Holmes Trujillo e Iván Duque.
Hasta supuestos venezolanos anónimos anunciaron su participación para impedir, según ellos, que el “castrochavismo” se apoderara de Colombia. Lo que parecía una exitosa convocatoria se vio opacada con la participación de alias “Popeye”, antiguo sicario del cartel de Medellín, y la defensa que de ella hicieron reconocidos personajes.
Algunos analistas llamaron la atención sobre la doble moral de los convocantes, varios de ellos con procesos judiciales abiertos por corrupción, mientras otros vieron en la marcha, cuyas consignas se enfocaron contra el proceso de paz, una advertencia de lo que puede ocurrir en las elecciones de 2018 en el caso de que no se consolide una coalición que asegure la implementación de los acuerdos con las Farc. Sin negar la pertinencia de estas interpretaciones, la marcha del 1 de abril permite observar importantes cambios en las formas y en la capacidad de convocatoria del uribismo.
Las masas contra el pueblo
La convocatoria del uribismo y los demás sectores contrarios al proceso de paz se ha dirigido fundamentalmente a las masas, evitando la interpelación del pueblo. Desde la psicología de las masas de Gustave Le Bon, quien a fines del siglo XIX quiso explicar “científicamente” la emergencia de grandes movilizaciones en Europa, sabemos que una masa es sustancialmente distinta a un pueblo. Según el teórico francés, en una masa la racionalidad individual se disuelve en favor de lógicas de contagio, sugestión y manipulación. El pueblo, en cambio, hace referencia al conjunto de ciudadanos, integrantes de una comunidad política, capaces de uso público de la razón.
Fue Le Bon, antes que Goebbels, quien descubrió la efectividad que tiene la afirmación de una mentira, repetida mil veces, para movilizar a las masas. Así, más que al discernimiento racional, la movilización de las masas apela a las pasiones; más que a la argumentación lógica, a la eficacia de la retórica. Es precisamente la estrategia que durante años ha implementado con éxito el uribismo. Por eso, el principio de no contradicción lógica tiene poco que decir a la hora de entender el carácter masivo de muchas de sus acciones colectivas, desde las marchas contra las Farc en 2008 o la invitación a votar contra la “ideología de género” en el plebiscito de 2016 hasta la reciente convocatoria contra la corrupción por parte de personajes condenados por ese delito.
Esta estrategia es totalmente contraria a la interpelación del pueblo que han puesto en práctica recientemente movimientos sociales como la Marcha Patriótica, el Congreso de los Pueblos o la Cumbre Agraria. Movilizar al pueblo supone un proceso de empoderamiento, de fortalecimiento de la ciudadanía y de educación política popular por la vía de la experiencia. Participar en un movimiento social, con todos los costos que eso supone en Colombia, que empiezan por poner en riesgo la propia vida, conlleva una apropiación de la ciudadanía, que no puede conseguirse sin un paciente proceso de concientización y organización que difícilmente se reduce a la movilización de las pasiones, aunque no necesariamente las excluye. Por esta razón, mientras las estrategias del uribismo para movilizar a las masas están basadas en liderazgos consolidados y preexistentes –de partidos políticos, gremios y sobre todo sectas evangélicas– que producen llamamientos de arriba hacia abajo, los movimientos sociales apuestan por un paciente esfuerzo de organización popular para agenciar la acción política de abajo hacia arriba.
Lo peor que podría pasarle al uribismo y su coalición en contra del proceso de paz es la emergencia de un pueblo, un sujeto político formado por ciudadanos capaces de discernir por sí mismos lo que conviene a los asuntos de la vida en común.
Desinformar para manipular
Pero la formación de ese pueblo tiene quizás su principal obstáculo en los mecanismos de manipulación que caracterizan nuestra contemporánea sociedad de la des-información. Hace dos décadas el sociólogo español Manuel Castells anunciaba nuestro ingreso a la “era de la información”, mientras el magnate Bill Gates se alegraba porque en el mundo virtual, donde “todos somos creados iguales”, sería más fácil alcanzar la elusiva equidad. El optimismo de aquellos tiempos ha dado paso a una visión más realista de las “nuevas” tecnologías de la información y la comunicación, pues pese al carácter horizontal de los intercambios que muchas de ellas permiten, la desigualdad en el acceso a la información no sólo persiste sino que incluso ha creado mayores problemas.
Si bien es cierto que las estrategias de comunicación política del uribismo no han descuidado para nada el papel de los grandes medios, la radio y la televisión, cuya característica principal es una forma de comunicación monológica que va del emisor al receptor sin posibilidad de intercambio, no es casualidad que buena parte del despliegue publicitario haya aprovechado las “nuevas” tecnologías de información y comunicación, por ejemplo mediante campañas con falsos perfiles en redes sociales virtuales para difundir sus contradictorios pero pasionales mensajes. Y es que las redes sociales y otras plataformas virtuales parecen ser más apropiadas para movilizar a las masas que para construir pueblo.
En efecto, la subordinación del acceso a la información a los criterios del mercado produce un exceso de oferta permanente, hasta el punto de que cada vez hay mayor dificultad para distinguir lo relevante de lo accesorio dentro de las desbordantes cantidades de datos con las que somos bombardeados diariamente. Esto dificulta que las personas accedan a la información necesaria para formarse un juicio sobre la realidad política e imposibilita cualquier reflexión paciente, puesto que en la competencia por captar la atención las noticias se suceden aceleradamente, impidiendo que los acontecimientos se fijen en la memoria individual y colectiva, a no ser aquellas informaciones sobre farándula u otros hechos banales que apelan a las pasiones y que el mercado posiciona como los más vistos o como contenidos virales.
Pero, sobre todo, el funcionamiento de estas tecnologías no es radicalmente distinto al de los medios de comunicación convencionales, porque en ambos casos prima la cantidad de recursos de que se disponga para posicionar contenidos. Por ejemplo, el posicionamiento de una página web en reconocidos motores de búsqueda tiene un precio, de tal manera que nuestras búsquedas no conducen a los mejores contenidos sino a aquellos que lo han pagado o esos otros que miles de cibernautas han considerado “relevantes” –graciosos, divertidos, sensuales, etcétera, y con más frecuencia a una combinación de los dos. Así pues, una de las paradojas del mundo contemporáneo es tener mayor acceso a la información y, al mismo tiempo, estar más desinformados. De ahí que la interpelación de las pasiones sea útil para asegurar un compromiso efímero con una manifestación o en unos comicios electorales, resultando más difícil canalizarla para la organización popular que caracteriza el tipo de acción colectiva de los movimientos sociales.
El lento declive de la estrategia uribista y las elecciones que vienen
En Tres ataúdes blancos*, la novela de Antonio Ungar, el presidente Del Pito, quien vía reelección domina desde muchos años atrás la imaginaria República de Miranda con apoyo de las mafias y los escuadrones de la muerte, obtiene un apoyo irrestricto de los votantes no a pesar sino gracias a que conocen su prontuario delictivo e incluso se sienten orgullosos de él. Se trata de una sociedad donde los antivalores son predominantes, en lugar de constituir onerosas cargas morales se han convertido en un importante capital político y, por consiguiente, en donde es prácticamente imposible determinar qué puede indignar, dado que precisamente aquello que debería indignar se halla revestido de importante reconocimiento social. Algo similar puede inferirse de la defensa que ciertos sectores hicieron de la participación de alias “Popeye” en la marcha del 1 de abril: hemos llegado a ese oscuro punto en el que un historial delictivo provee la autoridad necesaria para convertirse en adalid de la moralidad y de la lucha contra la corrupción.
Sin embargo, si bien eso puede decirse respecto de quienes apoyaron la participación de “Popeye”, la tímida discusión que tal hecho propició permite inferir que en el conjunto de la sociedad colombiana la manifestación dejó al uribismo muy cercano a ese otro punto en donde emerge la indignación. Varios analistas han lamentado que reconocidos personajes de la política nacional, hasta no hace mucho auto-erigidos en faros morales, hayan justificado su marcha al lado de “Popeye”. En realidad, no hay nada novedoso en un comportamiento que justifica los medios en función de los fines, pues desde hace muchos años reconocidos miembros del uribismo han sido cuestionados y procesados judicialmente, las cifras son incomparables con cualquier otro gobierno o movimiento político en la historia del país, e incluso mientras era presidente Uribe optó por pedir el respaldo de los “parapolíticos” a sus proyectos en el Congreso mientras no estuvieran en la cárcel. Lo novedoso es que hubo personas que se apartaron de esas justificaciones, incluso personas que anteriormente se habrían sentido de plácemes marchando con Uribe y “Popeye”.
Según datos de la Policía Nacional, el 1 de abril en todo el país apenas marcharon 55 mil personas, cifra reducida si se compara con otras movilizaciones del uribismo e incluso con los 250 mil marchantes que posteriormente reivindicaron los organizadores. A juzgar por las imágenes que rotaron por redes sociales y por la televisión, a la manifestación concurrió la base real del uribismo y de quienes se oponen al proceso de paz, esto es, en su mayoría personas de clase alta y media alta, articulados predominantemente por convicciones ideológicas, en particular por el odio a las Farc, y personas de otros segmentos provenientes de sectas evangélicas. Lo cierto es que la estrategia de movilización de las masas parece entrar en declive o, por lo menos, experimentar una caída enorme en términos de efectividad. El odio a las Farc, laboriosamente construido durante el gobierno Uribe, no consiguió movilizar como lo había hecho en oportunidades anteriores. Además, esta vez el llamado a la movilización en virtud de las pasiones fue incapaz de ocultar con la retórica anticorrupción los intereses particulares de los distintos sectores que convergen en la coalición uribista y en contra del proceso de paz.
En suma, la novedad de la marcha del 1 de abril no es que sectores disímiles sigan articulados en contra del proceso de paz, de las Farc o, en sus términos, de la “ideología de género” y del “castrochavismo”. El hecho relevante es que ese discurso ya no es suficiente para movilizar masivamente, a pesar de camuflarse de lucha contra la corrupción. Más que nunca, en la coalición uribista tiende a predominar la racionalidad instrumental: son los cálculos electorales individuales del conjunto de personajes que animaron la marcha lo que hasta ahora los mantiene unidos, pero todos ellos esperan capitalizar en su beneficio particular el caudal electoral de Uribe, lo que en últimas la hace una coalición frágil. Aunque siempre habrá la oportunidad de apelar a las pasiones para movilizar a las masas, y más si se tienen en cuenta las oportunidades que brinda nuestra sociedad de la des-información y un contexto donde ciertos antivalores tienden a predominar, se ha abierto una fisura importante que puede aprovecharse para interpelar el pueblo, construir ciudadanía y evitar que la sociedad colombiana siga siendo una masa manipulable.
* Anagrama, 2011, p. 129.
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