Reexaminar la crisis de las masculinidades patriarcales, en el contexto de una sociedad neoliberal, para entender cómo se pasó en seis décadas, de abusar, manosear y violar a las niñas y jóvenes en el ámbito privado a torturarlas y asesinarlas como una forma de escarmiento.
Cuando yo era todavía una niña, entre 1960 y 1970, se nos inculcaba el miedo a los hombres: se nos advertía que tuviéramos cuidado porque podían hacernos daño y que dependía de nosotras, por pequeñitas que estuviésemos, que no nos ocurriera nada malo: el peligro, por supuesto se relacionaba con el sexo y nuestra responsabilidad era ser virtuosas, recatadas, no vestirnos, ni hablar, ni actuar en una forma que desatara ese demonio irrefrenable que ellos tienen entre sus piernas.
Compartí, por aquel entonces, juegos con muchas niñas que no hicieron caso de esas advertencias, las más pobres de mi vecindario. Como consecuencia, ellas iniciaron una larga serie de gestaciones a partir de su primera menstruación: se marchitaron antes de haber florecido, ninguna terminó sus estudios primarios, ni el bachillerato y quedaron sometidas a un hombre que las golpeaba y las fue hundiendo en la miseria material y espiritual. Casi en todos los casos, sus hijas y aún sus nietas repitieron esa historia.
A pesar de todo, con algunas de ellas seguíamos jugando y correteando durante un buen tiempo de esa niñez trunca. Pero, como una pompa de jabón, su retorno a la irresponsable felicidad de la infancia se desvanecía a las 5 de la tarde cuando se acordaban de sus deberes y corrían a sus miserables viviendas a freír unos patacones, carne o huevo, cocinar de carrera un arroz, porque llegaba “él”, ese ser todopoderoso, dueño de sus corporalidades y sus vidas, a quien ni siquiera se atrevían a llamar por su nombre.
A estas chicas, cuando andaban en los retozos amorosos y se metían en los rastrojos con sus compañeros, se las trataba de vagamundas y putas. Pero tan pronto como el resultado de sus “vagamunderías” empezaba a abultar los casi infantiles vientres, en el barrio adquirían una nueva respetabilidad y consideración. Inclusive recolectábamos dinero para ayudarles con ropa y dotación para su hija o hijo por nacer. Estos extraños virajes del sentir colectivo me generaron siempre muchas dudas y cavilaciones.
Salí ilesa de esas primeras pruebas. En primer lugar lo atribuyo a mis lecturas: devoraba biografías de Madame Curie, de Juana de Arco y, debió tener mucho peso la más “perniciosa”: la vida de la famosa Catalina la Grande de Rusia con su séquito de amantes, un modelo de feminidad que, por lo prohibido, era sumamente sugestivo, hay que reconocerlo. Una segunda protección era por supuesto, el capital cultural y el apoyo familiar, gracias a los cuales me fui procurando un proyecto de vida en el cual nunca estuvo como prioridad llenarme de hijos e hijas y reproducir el ciclo de la miseria. Un tercer aspecto: gracias a mi mala costumbre de estar metida donde no debía –y recuerden que las niñas y niños pequeños no son tontas ni tontos–, me fui enterando de las muchas desgracias y abusos que padecían aún las señoras “buenas” decentes, trabajadoras, madres abnegadas, casadas por la Iglesia.
Y finalmente, la intensa participación comunitaria que empecé a desarrollar con la Junta de Acción Comunal, me introdujo en compromisos y tareas relacionadas con las injusticias sociales y el abandono de nuestra comunidad por parte del Estado. Destaco estos cuatro elementos, porque, quienes nos ocupamos de apoyar las ciudadanías de las niñas pertenecientes a comunidades con menos recursos, hemos concluido que aquellas que incursionan en el liderazgo y ejercicio ciudadano, acceden a un mínimo de capital cultural, tienen como heroínas a mujeres científicas, artistas, pensadoras, leen buena literatura y reconocen las historias de sus ancestras, están más protegidas frente al embarazo adolescente, al matrimonio o unión marital temprana, culminan con éxito sus proyectos educativos y tienen mayor posibilidad de elegir su proyecto de vida con más libertad.
Este recuento me permite identificar dos elementos que perviven en la actual cultura cotidiana y se relacionan con los asesinatos brutales de niñas y mujeres: el primero, es que la sociedad descarga sobre las niñas, desde la primera infancia, la responsabilidad de controlar la sexualidad masculina, convirtiéndolos a ellos, que están en las mismas edades (y aún si son mayores que ellas) en potenciales predadores y abusadores sexuales consentidos, tolerados y permitidos por su entorno familiar, el grupo de amistades, el ámbito educativo y el ámbito laboral: el más visible y reciente ejemplo de esta forma de educar a los varones, es el feminicida de Yuliana Samboni, el arquitecto Francisco Noguera Uribe, quien la violó, torturó y asesinó. Luego vendrían Sarita y una lista que por desgracia crece cada día y que incluye también a un varoncito de corta edad. Esas son las muertes visibles. Sin embargo, como denunciaba el periódico El Tiempo el 8 de marzo de 2017, para el año anterior, 6.265 niñas entre 10 y 14 años (el 41,53% de los casos de mujeres víctimas de violencia sexual) y 3.178 niñas entre 5 y 9 años (el 21,07% del total de mujeres víctimas de violencia sexual ) fueron sometidas a este flagelo en el año 2016.
El segundo elemento, es la hipervaloración de la maternidad y su imposición como un mecanismo de control y explotación de las mujeres. En la Colombia del siglo XX, como en la del siglo XXI a las niñas, desde su primera infancia, mediante juegos infantiles, se las confina a la función materna y doméstica. La ropa, las palabras, su entorno de crecimiento y desarrollo no las conducen al amor por el deporte, al arte, la política y la ciencia. Al fin de cuentas, para esta sociedad una mujer que no es madre, es una mujer incompleta. De tal manera que las van formando como personas sumisas, subordinadas, pacientes, abnegadas y, sobre todo, dispuestas a despertar el deseo sexual, Se las prepara para ser victimizables.
Así, que aunque parezca raro y no precisamente porque a las niñas y jóvenes les haya gustado, desde tiempos inmemoriales muchos tíos, primos, papás y aún hermanos y hermanastros y otros allegados, han manoseado y violado a las niñas y las jóvenes, al abrigo supuestamente protector de la familia patriarcal –enfrente de mamás distraídas o cómplices–. Este siempre fue un secreto entre mujeres, de eso no se hablaba, a algunas les decían que tuvieran paciencia y que no dañaran a su familia. Esta es una realidad. Las que se atrevían a romper el mandato del silencio, sufrían el grave castigo del repudio de sus familias.
A pesar de estos maltratos y abusos sexuales, a las niñas y las jóvenes no las asesinaban con la crueldad y sevicia, ni desde tan pequeñas, como ocurre en esta segunda década del siglo en curso.
Ante la crisis de las masculinidades patriarcales, se acude al feminicidio
Encontrar el factor desencadenante de esta violencia resulta de gran complejidad y de vital importancia. Rita Laura Segato, antropóloga argentina y estudiosa del tema, plantea que las violaciones y agresiones sexuales pretenden castigar a las mujeres por los avances que han conseguido ya que estos ponen en entredicho el control de los varones.
En efecto, desde los sesenta, el feminismo, en distintas vertientes y modalidades, ha realizado una lucha contrahegemónica frente a la imposición de una única manera de ser mujer. Las conquistas de los feminismos han obligado al Estado colombiano a comprometerse con la prevención, sanción y eliminación de las violencias contra las mujeres.
De tal forma, que en 1981, durante el gobierno de Turbay Ayala, se formuló Ley 051 de 1981, como la primera norma interna mediante la cual el país suscribió la “Convención para la eliminación de todas las formas de violencia contra la mujer” (Cedaw por sus siglas en inglés). En 1991, luego de una gran movilización de las organizaciones de mujeres y de los feminismos, se consiguió la inclusión de cuatro artículos en la nueva Constitución Política con base en los cuales se crearon las primeras políticas públicas nacionales e integrales a favor de las mujeres. En ese proceso, se han producido un conjunto de normativas e instituciones, algunas de ellas dedicadas específicamente a prevenir, sancionar y erradicar las violencias contra las mujeres, como la Ley 1257 de 2008 y más recientemente, una política específica para las mujeres víctimas de violencia sexual en el conflicto armado. Hay que advertir que la mayoría de estas normas han quedado convertidas en pura fantasía, como afirmó recientemente una abogada de la Secretaria Distrital de la Mujer: no se cumplen.
Además, a pesar del surgimiento de programas y entidades consagradas a promover los derechos de las niñas liderados por las organizaciones y plataformas de mujeres y por la ONU Mujer (el organismo de Naciones Unidas responsable del tema), y aunque se han conquistado derechos, se ha avanzado en el control de la fecundidad y en nuevas formas de ser mujer, el modelo sociosexual propio del patriarcalismo sigue controlando la sexualidad, la capacidad de sentir placer y de dar vida de las mujeres. Todavía sus ciudadanías están constreñidas por el poco control de su corporalidad como primer territorio de decisión, de disfrute y de libertad, y porque viven amenazadas tanto en la vida de familia y pareja, como en los barrios y veredas, en los campos y en las ciudades.
Los violadores, como muestran estudios, en ningún caso buscan obtener placer sexual: desean ejercer poder y someter a la víctima, demostrar que pueden hacer lo que quieran con otra persona –mujer casi siempre–, colocada en estado de indefensión. Esto queda muy claro en el caso de seis violadores que recientemente, en las fiestas de San Fermín en España, sometieron a toda clase de vejaciones sexuales a una joven viajera y luego mostraron la “prueba de su virilidad” a través de las redes sociales. Guarda también mucha similitud con los casos de víctimas de violaciones cometidas por grupos de varones que actúan como “manadas” en la India, en México o en Argentina, porque esta forma de violencia no se limita a las fronteras de un país ni de un continente, se ha convertido en una pandemia machista. En Colombia, sin llegar a la violación y al asesinato, estudiantes de la Universidad de los Andes sometieron a una profesora a matoneo por sus opiniones rebeldes y por ser feminista. Ahora, en algunos medios estudiantiles, como en la Universidad Nacional, se tilda de feminazi a las jóvenes o adultas que expresen opinión propia, o exigen ser respetadas.
¿Cómo colocarle un dique definitivo a esta realidad prolongada en el tiempo? ¿Cómo lograrlo si sabemos que el violador no es un enfermo mental, ni un desviado sexual y por lo tanto, elevar las penas no resuelve el problema? Para lograrlo, uno de los primeros retos es el de reconceptualizar la violación y el feminicidio, lograr que la sociedad y el Estado reconozcan que este tipo de comportamiento macho hace parte de los mecanismos de control y disciplinamiento de las mujeres que atenten o se salen de las imposiciones de la masculinidad patriarcal y de la heterosexualidad.
Este es un reto inmenso que se enfrenta a una carga cultural de siglos, sostenida y legitimada por un sistema social donde el hombre providente, jefe de hogar, quien tenía asegurado el derecho al mejor plato de comida y a su placer sexual, cuando quisiera, como quisiera y por donde quisiera, está en vía de extinción. Al mismo tiempo y como parte de ese modelo social, la crisis del orden sociosexual global, que es patriarcal, capitalista heterocentrado y racializado, solo reconoce como sujetos válidos a quienes tienen determinados niveles de consumo: usan zapatos de marcas costosas, perfumes y ropa cara, carros de alta gama, casas lujosas y por supuesto, tienen hermosas modelos como esposas o compañeras: es el modelo Trump. El patriarca moderno debe pertenecer o buscar parecerse a la etnia hegemónica, despreciar a la gente pobre, a los desplazados e inmigrantes y sobre todo, debe curar el dolor de identidad /subjetividad lastimada, hiriendo a las más vulnerables: las mujeres, las jóvenes y las niñas.
Si no lo logra lo llamarán “perdedor”, necesitado de confirmarse ante los otros patriarcas, no le anima el deseo sexual o la búsqueda de placer, sino la decisión de comprarse unos minutos, unas pocas horas de poder, agrediendo, amenazando, chantajeando, violando y matando a las mujeres. Como señala Segato, buscan castigar a las insumisas, a aquellas que se creen libres, para que todas recuerden que deben obedecer el mandato impuesto a las mujeres por el orden global y por cada varón que siente amenazada su masculinidad patriarcal.
* Investigadora, cofundadora de la Colectiva Feministas Emancipatorias.
Leave a Reply