Capítulo 16
Recostado en el sofá Marlowe sostiene una bolsa de hielo contra el mentón mientras con la otra mano mantiene en el aire un pequeño libro de poemas. Un verso se le ha quedado grabado en la mente sin saber muy bien por qué: “The disturbed eyes rise,/ furtive, foiled, dissatisfied/ from meditation on the true/ and insignificant.” Marlowe lee varias veces el verso como si las palabras del poeta estuvieran dirigidas directamente a él. “True and insignificant”, repite. “True and insignificant”…
El sonido del teléfono celular interrumpe los pensamientos de Marlowe. “¿Y ahora qué?”, piensa, antes de responder. “¿Agente Marlowe?”, dice una voz del otro lado, “soy el agente Rodríguez de Inteligencia, tengo en mis manos un mensaje dirigido al señor.” “¿Qué tipo de mensaje?”. “El tipo de mensaje que se deja en el cuerpo de una mujer asesinada.”
El edificio de la Corte Suprema está ubicado sobre la avenida séptima, frente a una pequeña plazoleta con la estatua del Libertador y un conjunto de placas de metal que exhiben fotos antiguas de la ciudad. Es un edificio moderno, de 20 pisos. La fachada está cubierta por un vidrio oscuro que refleja las luces de los edificios contiguos y las lámparas y semáforos de la avenida. En el piso 17, al lado de un amplio escritorio de caoba, yace el cuerpo sin vida de la abogada Laura Alcaba. Una mujer de unos 45 años, de tez morena, delgada, de pelo negro y nariz pequeña y achatada. Lleva un vestido de color gris oscuro y a no ser por el rictus extraño que domina su rostro y la rigidez de sus miembros, podría pensarse que está a punto de salir a una fiesta.
Las marcas moradas a ambos lados de su cuello no dejan muchas dudas sobre las causas de la muerte. Un poco más abajo, justo donde termina el escote de su vestido, está escrito con tinta roja el nombre de Marlowe y una combinación de números y letras. “Los vigilantes dicen que la abogada entró con alguien pero no notaron nada sospechoso”, dice el agente Rodríguez. Rodríguez es un hombre joven, de unos 30 o 35 años, blanco, de ojos negros y grandes que parecen a punto de salirse de sus órbitas. “¿Hombre o mujer?”, pregunta Marlowe. “No están seguros”. “¿Y la cámara?”, dice Marlowe señalando una esquina del techo. “La desconectaron”.
Marlowe se acerca al cadáver y observa detenidamente aquella combinación de signos. “¿Alguna idea?”, dice el agente Rodríguez. “Ninguna”. “Puede ser de un cofre de seguridad”. “Puede ser”, dice Marlowe, desconfiado. “¿Tiene que ver con el caso del filósofo?”, dice Rodríguez de improviso. Marlowe lo observa de reojo. “Todo el mundo está hablando del caso.” Rodríguez habla con mucha propiedad, como alguien muy seguro de sí mismo, un tipo de actitud que Marlowe detesta. “Gracias por llamarme, agente”, dice Marlowe incorporándose y cortando la conversación. “Si encuentran algo más, le pido que me informe”. “Claro, colega”, dice Rodríguez estirando la mano hacía Marlowe. Marlowe duda un momento pero finalmente le aprieta la mano sin mucha convicción.
Antes de salir del edificio, Marlowe anota la combinación en su libreta y vuelve a guardarla en el bolsillo. Afuera una masa compacta de periodistas y curiosos se amontonan contra la cinta de seguridad, atrás de varios policías que custodian la entrada. “¡Detective, detective! ¿Alguna pista sobre el asesino?”, grita una periodista cuando ve salir a Marlowe. “¿Se trata de algún complot contra el gobierno?”. “¿Algún grupo se adjudica el hecho?”. Marlowe continúa caminando pausadamente hacia su auto sin mirar hacia el lugar donde están los periodistas. “El tipo ni sabe español, cómo va a resolver el caso”, dice uno de ellos y los demás ríen. Marlowe se devuelve, se acerca lentamente donde el periodista que habló y lo llama con el dedo. El hombre le acerca el micrófono pensando que Marlowe va a decir algo, pero Marlowe le da un puño seco al micrófono hacia arriba golpeando al periodista en la boca y la nariz que empieza a sangrar a borbotones.
Leave a Reply