Un mal conocido. El sistema de salud colombiano, siempre en crisis, es uno de los carmas que aqueja a la mayoría de connacionales; de la consecuencia de la crisis no salen bien librados ni siquiera quienes pagan altas sumas de dinero para ser atendidos “prioritariamente”.
Hospitales públicos sin presupuesto; largas esperas en clínicas y hospitales para ser atendidos; negación de medicamentos; autorización de citas, exámenes y terapias tan lejanas en el tiempo que pasan a lo absurdo; hacinamiento en salas de urgencias; pacientes a la espera de la necesaria atención, durmiendo durante días en el suelo o en sillas plásticas por falta de camillas. Estas son apenas unas de las muchas pesadillas del diario vivir del sistema de salud en Colombia.
No es un derecho, es un negocio
Desde la aparición de la Ley 100 en el año 1993, la salud en el país pasó de ser un derecho a reducirse a un simple servicio; dejamos de ser pacientes para convertirnos en clientes. Con esta ley se inició la comercialización (privatización) del sistema de salud público por parte de empresas privadas que se encargan de su manejo.
Privatización que ahonda todas sus características con el pasar de los años, ejemplo de lo cual es la Ley estatutaria de salud del 2015 mediante la cual la salud dejó de ser un derecho humano fundamental para convertirse en un paquete de servicios regulado y prestado por las Empresas Prestadoras de Salud (EPS), las verdaderas dueñas de la salud de quienes habitamos este país. Su modelo no está diseñado para garantizar el derecho1 sino para acumular riqueza sin límite, generando beneficios para sus propietarios y dolores de cabeza para la mayoría.
La implementación de este modelo de salud genera múltiples y graves problemas tanto para todos y cada uno de nosotros como para quienes trabajan en tales empresas, problemas como –además de los descritos al inicio de esta nota: maniobras económicas que retrasan los pagos a los centros de atención, propiciando su quiebra y posterior cierre; dispersión de los sitios de atención y poca autorización de los servicios que necesita la gente2; tercerización laboral, etcétera.
Luchando contra el tiempo
Los pacientes que tienen una enfermedad terminal, crónica, degenerativa y progresiva, cuentan con la ley de cuidados paliativos 1733 de 2014, en la cual se reglamenta el derecho a la atención y tratamiento que permita una mejor calidad de vida tanto para quienes padecen la enfermedad como sus familias3.
Con una particularidad: por ley, los pacientes con Ela tienen derecho absolutamente a todo: tratamiento, rehabilitación, medicamentos y hasta derecho a morir dignamente. Sin embargo, del papel a la realidad la diferencia es abismal, pues para algunas EPS los pacientes –y los tratamientos que garantizan su calidad de vida– son considerados muy costosos.
Las consecuencias de esta relación costo-beneficio con que funcionan las EPS, implica que muchos pacientes deban acudir a tutelas y desacatos para que autoricen medicamentos, terapias y herramientas para mejorar su calidad de vida –Vpap y computador para comunicarse–. Todo ello en medio de una lucha constante contra el contínuo y evidente deterioro del cuerpo, el cual no cuenta con tiempo para perder; todo lo contrario piensan las EPS, para las cuales el tiempo parece no importar, o tal vez sí, pues entre más tiempo pase sin cumplir con sus obligaciones a menos pacientes tendrán que garantizarles sus derechos.
Una oportunidad
Nos encontramos ante un sistema de salud en crisis, realidad que nos plantea el reto urgente y necesario de construir uno nuevo. Uno donde la salud sea lo que en verdad es: un derecho humano fundamental, dejando de ser un negocio de empresarios. Hacer realidad esta tarea, urgente, debe comprometer a toda la sociedad colombiana: a los científicos, trabajadores, médicos y pacientes –estos últimos somos todos, pues en algún momento de nuestras vidas vamos a requerir atención médica–. ¿Por dónde empezar?
A continuación Senit, una paciente de Ela que nos cuenta su historia:
“Quienes la padecemos sabemos cómo es en realidad”
Siempre he sido una mujer luchadora. En esta vida nada me quedaba grande hasta que un día empecé a sentir diferente mi cuerpo, parecía como si no fuese el mío. Por ese tiempo me encontraba trabajando en el laboratorio de cosméticos Marbelline. Allí me sentía bien, hasta que todo cambió, pues llegó una nueva jefe llamada Adriana Caro que organizó las cosas de otra manera.
Empezó la presión laboral. Me subieron las cuotas con la clientela que manejaba, hasta en un ciento veinte por ciento de lo acostumbrado –un ritmo imposible de lograr–. Así trascurrieron 6 meses, más o menos. En febrero 23 del 2016 amanecí con un dolor en la pierna izquierda, a la altura de la cadera, que me impedía un poco para caminar.
Tuve que ir a la clínica, a urgencias, para poder obtener una incapacidad y no tener problemas en mi trabajo, pues las nuevas políticas de la empresa eran implacables con quienes faltaran a la jornada laboral. Me dirigí a la clínica Corpas donde me aplicaron un medicamento y me dieron 3 días de incapacidad.
La preocupación avanzaba
Regresé a trabajar y la presión laboral aumentaba, pues la nueva jefe quería resultados mejores. Finalizando el mes de abril mi salud se vio quebrantada. Apareció un nuevo síntoma: dolor en el brazo derecho y pérdida de la fuerza. Poco tiempo después tuve que vender la moto en la que me transportaba ya que se me dificultaba conducirla.
Empecé a andar a pie y en bus. Cada día todo empeoraba, la pérdida de la fuerza siguió corriendo por mi cuerpo y movilizarme era cada vez más difícil; tomar el bus era terrible, casi no podía subirme. La jefe me quería aburrir para que renunciara, yo seguía aguantando y trataba de seguir mis labores como siempre, aunque por mi cabeza comenzaba a ganar espacio la preocupación por no poder responder por el trabajo, ante la presión que aumentaba día a día.
Empecé ir a la EPS para obtener resultados
La Eps a la cual estoy afiliada es Cruz Blanca. Ante los síntomas comentados me empezaron a realizar varios exámenes, sin resultado explicativo alguno, pues según los médicos todo estaba bien. Contrario a ello, con el paso del tiempo, mi cuerpo se sentía cada día más débil. En agosto de 2016 no aguanté más y cuando regresaba del trabajo a la casa me caí en la calle, dándome mi primer golpe.
Mi familia no podía entender lo que sucedía. Mi esposo decidió llevarme por urgencias a la Cardioinfantil, me tomaron unas pruebas y tuve que volver cuatro días después por los resultados. Allí tampoco lograron darme algún diagnóstico pero me dieron una incapacidad de un mes y una orden médica para un análisis con fisiatría.
La cita me la dieron para septiembre en el instituto Roosevelt, allí me realizaron otros exámenes y el resultado fue posible Ela, yo lo tomé normal, pues no tenía ningún tipo de conocimiento de esta enfermedad. El fisiatra tampoco me informó nada, solo me hizo recomendaciones de cuidarme mucho y que no caminara sola. Me dio una orden para junta médica en quince días.
Llegó el día y nos dirigimos con mi esposo a la junta, donde confirmaron el diagnóstico. Quedé en shock pues para ese momento ya había leído sobre la enfermedad. Sentí que todo se había acabado para mí y de inmediato pensé en mis hijos, en mi familia. Lloré, pero mi esposo siempre estuvo ahí, animándome.
De trámite en trámite
Al tener claro el diagnóstico comencé a tramitar en la Eps los medicamentos, terapias y exámenes para el tratamiento. Así comenzó un calvario para mí y mi familia.
Mi tiempo no fue importante para ellos. Cada vez que pedía algún medicamento tenía que esperar veinte días para recibir respuesta, muchas veces negándome las cosas por trámites técnicos o porque, supuestamente, las órdenes médicas no correspondían.
Para los exámenes me autorizaban uno y tenía que llamar para pedir la cita, pero muchas veces resultaba que en el lugar que me decían no realizaban el examen, entonces tenía que volver a la EPS y cambiar las órdenes. Así pasaba semanas, enfrentando al tiempo y el deterioro de mi cuerpo.
Actualmente las terapias que me deben realizar me las hacen en otro centro, pues supuestamente no hay convenio con el hospital especializado en Ela en Bogotá –Instituto Roosevelt–. Entonces tuve que resignarme a que me realicen el tratamiento en otro lado.
Esta es una situación agotadora para todos en la casa, pues no tenemos quien tenga el tiempo disponible para que esté para allá y para acá con los trámites de la EPS; a pesar de la rabia que genera la actuación de la EPS, muchas veces debemos quedarnos callados; desafortunadamente la salud en este país es un caos total.
El apoyo es incondicional
Nunca imaginé que me tocaría algo así y más a los 35 años, cuando uno se siente a mitad de la vida. Es muy difícil manejar esta enfermedad, pienso que solo los que la padecemos sabemos cómo es la realidad.
Que “no te preocupes”, que “de esta salimos”, me dice mi esposo. Así llevamos un año; él animándome y ayudándome a que mi vida sea lo mejor, a pesar del diagnóstico. Aprovecho para agradecerles a los que han estado apoyándome, haciéndome la vida más llevadera. Mis hijos, mi esposo, mis amigos y mi familia. Gracias por la paciencia.
1 Ver https://www.desdeabajo.info/ediciones/24325-la-salud-un-derecho-restringido.html
2 Ver https://www.desdeabajo.info/ediciones/27116-crisis-hospitalaria-planificada.html
3 https://docs.supersalud.gov.co/PortalWeb/Juridica/Leyes/L1733014.pdf
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