La sorpresa fue patética, no era para menos. “Si no entra por la puerta correspondiente no puede seguir”, sentenció sin inmutarse el joven portero. No entendí lo que escuchaba, y sin malicia alguna pregunté: –¿Si no entró por dónde? –Por la puerta asignada.
La orden, pues la solicitud no era favor ni nada parecido, era tajante: –Si quiere seguir entre de nuevo, y en esta ocasión por la puerta asignada para ello.
Ahora la situación estaba clara y mientras refuté: –pero si no hay nadie en cola para que tengo que salir y volver a entrar, no ve que ambas puertas conducen a la misma parte. Y dicho esto eché a reír con todas las ganas.
La situación era ridícula pero el portero estaba convencido de que con su medida organizaba al desordenado mundo en que vivimos. Desordenado no porque los más seamos un desastre sino porque los menos lo tienen al revés, haciendo que lo de todos ahora esté en manos de pocos, para lo cual imponen orden “su orden” a como de lugar.
Seguía riéndome sin parar, carcajeándome mientras miraba al portero, es decir, me reía de él, pero el joven en funciones de simpleza y rutina desesperante seguía como si nada estuviera ocurriendo. La situación no podía ser más ridícula, pero tampoco menos explicativa de la sociedad que algunos quieren que seamos: una sociedad regida por el orden y el sometimiento.
Mientras mis carcajadas llenaban el espacio de recepción que impedía seguir para subir al ascensor por el cual avanzar hacia los pisos superiores, volví a preguntar al portero: –¿qué salga y vuelva a entrar? ¿Y eso para qué? Sin inmutarse ni dudar por un segundo, el joven de contextura delgada, pelo corto, piel clara, vestido sin uniforme, y observado por su compañero de funciones que lo miraba sin parpadear a escasos metros, aclaró mi inquietud: –no importa que no haya nadie, señor, se trata de cultura y orden.
La respuesta me hizo cosquillas por todo el cuerpo y retomé la risa, sin dejar de mirar a quien estaba tan convencido de un mundo que no debe ser, y mientras reía, pensé: –Este no me va a dejar seguir, mejor para, pues perderás la cita que tienes a las 9:30, y a la cual ya estaba llegando tarde. Así que recorrí los diez metros que separaban el mostrador del portero de la puerta principal, di un pequeño giro de menos de un paso e ingresé por la “puerta del orden”, para en menos de 20 segundos estar de nuevo ante él, quien sin recriminarme por mi risa burlona me autorizó seguir.
Ya en el ascensor, acompañado por el compañero del guardia –pues no me podía dejar seguir solo ya no había radicado un carnet con foto–, pensé en la confusión que ahogaba al joven portero, para el cual orden y cultura eran lo mismo –así como lo defendió Mockus cuando fue alcalde de Bogotá– sin percatarse de que eso que entendía por cultura en verdad era disciplinamiento.
Sociedad disciplinada, el sueño del capital para poder dominar sin resistencia alguna.
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