Llevaban una semana preparando la prueba final que los llevaría de la premilitancia a la militancia. Al contrario de lo que usted creería, no se trataba de un examen de cien preguntas para recoger conocimientos específicos. Tampoco de una prueba oral de competencias carismáticas para agitar a las masas. Se trataba de una sola tarea: idear el plan perfecto para hurtar, entre cinco, la gorra de un militar y salir ilesos de la hazaña.
Pero, ¿por qué?, se preguntarán. Pues bien, en una escena que por mucho duraría diez minutos, cinco muchachos demostrarían al líder de su facultad la disciplina, valentía, astucia y hombría requeridas en la guerra a la que entrarían. La praxis propia de milicianos de izquierda, formados canónicamente en épocas de dictadura militar.
Ya estaba todo listo. Mientras Bolívar estaba en la banca de la plaza haciéndose el pendejo, justo para verlo todo, Ramírez esperaría dentro de la cantina y Pedro se quedaría en la puerta mirando hacia la esquina. Esquina cuidada por el uniformado.
Dentro de un carro parqueado por la calle que bajaba, esperaría Gamboa, mientras Sánchez y Pedraza se ubicarían en la acera de enfrente.
El consenso era claro. Cuando Pedro gritara hacia adentro por una cerveza, Ramírez saldría disparado a coger la gorra, la agarraría, correría, giraría a su izquierda, bordeando la plaza, y se metería a la zapatería. Mientras tanto, Gamboa prendería el carro y cerraría a los que estuvieran pasando, consiguiendo llamar la atención. Pedro se acercaría al agredido y gritaría que el ladrón había cogido por la derecha, calle abajo: mientras Sánchez y Pedraza rodearían al susodicho impidiendo que pudiera volverse en dirección a la plaza en donde estaba la zapatería escondite.
Luego del alboroto Gamboa continuaría su curso, manejaría por las calles, voltearía a su derecha y recogería a Ramírez al lado del jardín de doña María. Todo en menos de 10 minutos, primeros 10 de los 60 al final de los que deberían encontrarse los cinco sobre la calle Abejorral para recibir las esperadas calificaciones de Bolívar.
–Compañeros, ya sabemos, hoy es una gorra, otro día puede ser un fusil, que en pleno frente habrá que conseguir del enemigo.
Palpitaciones, sudores fríos, ansias, eran invisibles en caras duras, serias y decididas. Enseñadas ya a arriesgarlo todo, todo de lo que se dispone, sin depender o necesitar de pequeño-burguesadas. Era el primer paso de obediencia, que los llevaría a las disciplinadas filas de la estructura, donde entrarían dispuestos a hacer lo que hiciera falta, esperando una lúcida dirección. Buenos engranajes, que a lo estalinista funcionarían de suave y aceitada correa de transmisión de la locomotora de la revolución.
Al parecer todo salió bien o eso cuentan.
Al interior de la casa dos filas de compañeros, a los que solo les faltaban los sables, les recibían con místicos cantos de “Carmela” y “Barcino”. Toda una celebración, encantada por tonadas propias de la “Guerra civil española”, de “Viotá la roja” y del Sur colombiano. Una iniciación-celebración propia de hombres de un régimen sin privilegios de baile y juventud.
En medio del constante Estado de Sitio que por esos años regía en Colombia, donde más de tres personas constituían una sospechosa reunión, los gritos y las arengas de la graduación estaban acompañadas, necesariamente, de arduas medidas de seguridad. No sobraba entonces que Bolívar, luego de una verificación del entorno, fuera el último en llegar y el primero en irse, en resguardo de su individual integridad.
Entonces, así es que Ramírez, seguido de sus compañeros, con gorra en mano, pavoneando y esa sed que espera los primeros tragos; entra al camino de la paciente, pero prometedora lucha. Un recorrido donde sería indispensable olvidar, borrarse y difícil recordar. Donde es preciso abandonar gustos y locha, sin dejarse afectar. Un camino donde la voz y el silencio se deben equilibrar para estar listos ante el conspire y la latente traición.
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