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Chilam Balan

Chilam Balan

Chilam Balam bajó la cabeza, secó las lágrimas de su rostro y se internó en la selva. Caminó casi toda la mañana bajo los rayos de un sol despiadado. Sus ojos reflejaban la angustia de aquel que lo ha perdido todo. Ni el rumor de la cascada, ni el sonido del viento acariciando las ramas, ni el trinar del chogüií pudieron concederle alivio. Desde hace ya algunas lunas, Chilam Balam se había convertido en un personaje incómodo para los miembros de su comunidad. Su presencia generaba temor entre los suyos. Algunos lo creían trastornado, otros comenzaban a señalarlo como ave de mal agüero. Los hombres de la comunidad no salían con él a la caza del tapir, las mujeres preferían rehuir su mirada. Tampoco los niños volvieron a acercársele para entonar los cantos ceremoniales. Nadie recibía el maíz de su chagra, ni le brindaban la chicha que suele reservarse para los recién llegados. Chilam se sentía un exiliado caminando sin rumbo en su propia tierra.

Para no sucumbir al rechazo de todos aquellos con quienes había crecido, Chilam Balam construyó una choza lejos de la maloca, en una región bordeada por el río, muy cerca de los dominios de la boa. Chilam entró a la churuata y bebió agua de la vasija que estaba cerca del fogón. Se acurrucó en un rincón y permaneció mirando al piso durante largo tiempo. También la Pacha Mama lo había desahuciado. Después de esta mañana, ni la chagra ni la churuata le pertenecían. Recogió las pocas cosas que podría necesitar: su lanza, su estera, algunas vasijas, las piedras de macerar, las hojas de tabaco, la ayahuasca y la chacruna. También guardó entre su mochila la antara que lo solía acompañar las largas noches de camino. Miró el interior de la churuata por última vez y salió de allí para jamás volver.

Aquella mañana había sido una de las mañanas más difíciles para Chilam. El consejo de ancianos se había reunido con el primer Sol para dictar veredicto. Los ancianos señalaron a Chilam Balan como una presencia amenazante para la comunidad. Chilam se esforzó en explicarles que no era culpa suya, que quizás estaba poseído por un espíritu ladino o tal vez podría ser el efecto de algún alimento malsano. Pero estaba dispuesto a someterse a cualquier cura; se ponía a merced de los chamanes para que ellos pudieran conjurar el maleficio. Ninguno de los sabios se mostró dispuesto a tratarlo, nadie intercedió en su favor y todos sus amigos le dieron la espalda. Hasta los más ancianos sospechaban que Chilam era el instrumento de una maldición que podía aniquilar a los taínos. Por eso, la sentencia no podía ser otra: Chilam Balan sería desterrado.

“La culpa es de los sueños, esas malditas visiones que me atormentan en las noches”. Desde hace algún tiempo, al caer la oscuridad, ciertas imágenes insondables se apoderan de su corazón y su cabeza. Chilam sueña que se interna en el territorio del tapir y como suelen siempre hacerlo los taínos, saluda a los árboles y al río, ofreciendo el pagamento ancestral por el alimento que tomará prestado. Cuando está a punto de levantar su lanza, unos seres pálidos de dialectos extraños comienzan a rodearlo. Sus rostros están poblados de espesas barbas y sus cuerpos recubiertos por materiales impenetrables. Sus armas escupen fuego y desatan un ruido ensordecedor que provoca el vuelo de las aves de la selva. Al principio esos seres son pocos, pero se multiplican y se convierten en legión. Como las hormigas rojinegras, arrasan lo que encuentran a su paso; y como los buitres, devoran uno a uno los cuerpos de los muertos. Ni siquiera el dios-jaguar es capaz de resistírseles. Tampoco la gran boa es capaz de enfrentar este enemigo despiadado. Por eso se sumerge en el gran río, y en las riveras del Yuma, permanece oculta hasta el fin de los tiempos. Los hombres barbados profieren maldiciones en lenguajes que Chilam repite pero no puede descifrar. El poder de sus palabras parece ser más fuerte que el estruendo de las armas que llevan consigo.

Chilam ha relatado sus sueños a los miembros de su comunidad, repitiendo las palabras que escuchó en el dialecto de los extranjeros (extraños). Tampoco los sabios de la tribu han comprendido el significado de las sentencias. Chilam habló de los maderos cruzados y del ser atormentado que suele estar clavado en ellos. Los maderos son el símbolo que los extraños dibujan en sus banderas y cuelgan de sus cuellos, pero ningún anciano ha podido interpretar el significado de esta figura. Desde que Chilam Balam hizo públicos sus sueños, los dioses taínos dejaron de revelarse en las visiones de los ancianos. Simultáneamente, una serie de presagios oscuros perturban la vida de la comunidad. Centenares de murciélagos fueron descubiertos muertos en los alrededores de la maloca. Las aguas del Yuma vienen manchadas con el color de la sangre. Los niños taínos se niegan a nacer y prefieren emprender su camino a la región de los ancestros en el mismo vientre de su madre. Hace poco, el sol fue devorado en el firmamento por un hocico enorme, provocando que la noche se enseñoreara de la selva. Todos estos acontecimientos parecen estar relacionados con los sueños de Chilam, de ahí el temor que genera su presencia.

Chilam Balam, el desterrado, ha decidido internarse en la selva y realizar un último pagamento a los dioses. Chilam fue bendecido, desde pequeño, con el don de la predestinación. Ahora intenta cruzar a la región de los ancestros para que ellos, los más viejos y venerables, le ayuden a revelar el significado de sus sueños. Chilam desea saber quiénes son esos seres que tanto lo atormentan. ¿De dónde vienen? ¿Por qué se muestran despiadados con los taínos?

Tiende su estera sobre la hierba húmeda y a unos pocos pasos enciende el fuego. Coloca sobre la hoguera una vasija con agua y presionando fuertemente las piedras, tritura la chacruna y la ayahuasca. Mientras arroja las hojas maceradas al agua hirviendo, enciende un tabaco y comienza a entonar melodías inmemoriales con su vieja antara. La música se (la) acompaña de los cantos ceremoniales que los ancianos le enseñaron cuando apenas era un niño. Chilam aparta la vasija de la hoguera, la deja reposar unos instantes y comienza a consumir la mezcla espesa y oscura que en su interior se ha formado.

Turbado por los vapores del tabaco y los efectos de la ayahuasca, Chilam observa que a su alrededor los seres extraños de sus sueños comienzan a tejer una inmensa telaraña que rápidamente se extiende a lo largo y a lo ancho de la selva. La voz de sus ancestros se cuela entre los árboles para emitir una grave sentencia: “Cuando esa raza extraña termine su telaraña, nos encerrarán en casas grises y cuadradas, sobre tierra estéril, y en esas casas moriremos de hambre”*. Sobre esa telaraña infinita, Chilam ve levantarse montañas de piedras que avanzan hacia el cielo. Las piedras se acumulan y toman prisioneros a su familia, a los ancianos, a todos los miembros de su tribu y a las próximas generaciones de Taínos. El desterrado ve sucumbir al último de su tribu, arrastrando cadenas por un desierto que sobrepasa los límites del espacio y el tiempo. Desde un punto lejano, Chilam observa el gran Yuma convertido en una corriente de agua putrefacta, sin asomo de vida en su interior. La voz de sus ancestros irrumpe nuevamente para emitir una nueva sentencia: “Nadie se salvará, nadie se librará. Mucha miseria habrá en los años del imperio de la codicia. Triste estará el rostro del sol. Se despoblará nuestro mundo y se hará pequeño y humillado”**. Sobresaltado por la destrucción y entristecido por la muerte de los suyos, Chilam decide no regresar de su viaje. Se percibe a sí mismo en el momento de su muerte, tendido boca arriba sobre una estera vieja, expulsando de sus labios una mezcla viscosa y ennegrecida, consumido por las moscas y los gusanos. La imagen de su cuerpo clavado sobre los maderos entrecruzados es lo último que Chilam puede observar antes de hacerse uno con la Madre Tierra.

 

* Galeano, Eduardo, Memoria de fuego, Los nacimientos, Siglo XXI editores, p. 48
** Id.

 

 

Periódico desdeabajo Nº267, pdf interactivo

 

 

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Información adicional

Autor/a: Omar René Arias
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