El ser humano constituye el punto en que el universo llega a adquirir conciencia de sí mismo. El ideal de una sociedad global donde el ser humano alcance a vivir en dignidad, retoma hoy, en medio de la crisis que vive el Sistema Mundo Capitalista, una demanda de incomparable fuerza. La humanidad llega a este estadio tras siglos de luchas y disputas por el “derecho a tener derechos”, síntesis de las cuales es la Carta Universal de Derechos Humanos, aún por realización efectiva. La creación de un reparto más justo, igualitario y sostenible de las oportunidades de vida entre los pueblos y las especies, la democracia directa, participativa, radical, plebiscitaria, todo en un haz unido por el pueblo soberano y su poder constituyente e instituyente, surge como uno de los caminos de contienda política para hacerlos realidad, además de ahondarlos en su actualización histórica.
El Antropoceno y el imperativo de cambiar la vida
La adaptación, según el padre de la epistemología genética, Jean Piaget (1896-1980), consiste en el equilibrio entre dos fuerzas indisociables: la asimilación y la acomodación. La evolución cósmica es movimiento, interrelación, cambio y permanente transformación de lo simple en complejo y de lo homogéneo en heterogéneo. La especie humana, producto de la evolución, no escapa a la constricción de estas dos fuerzas. En la base de la cultura hindú descubrimos la intuición de la totalidad cósmica.
En su obra maestra sobre la teoría general de la relatividad, Albert Einstein (1879-1955) escribió la ecuación que describe la evolución del Universo en función del tiempo; la solución de esta igualdad muestra un universo inestable. El premio Nobel de química Ilya Prigogine (1917-2003) dio al tiempo una dirección privilegiada: “la flecha del tiempo”. El espacio-tiempo mismo está en expansión y la expansión es producida por la expansión del Universo. Entonces no es un sistema cerrado ni aislado. Las fuerzas motrices de la historia no tienen una dirección circular ni cíclica. El azar se considera, junto con el decurso y devenir del tiempo, un aspecto esencial de nuestra percepción del mundo.
La supremacía omnipresente del todo sobre sus partes es la esencia del método crítico emancipador. El Ser, única realidad, es materia-energía evolucionando en un marco de coordenadas espacio-temporales. Así lo experimenta, conoce y comprende el ser humano, pues existe un paralelismo entre el progreso hecho en la organización lógica, lingüística, epistemológica y racional del conocimiento y los correspondientes procesos psicológicos formativos y evolutivos. Estos procesos están enlazados por la praxis; el ser humano es práctico (esto es, el que actúa, reflexiona, teoriza o piensa ajustándose a la realidad y persiguiendo normalmente una finalidad acorde con sus necesidades). La inteligibilidad de la historia se basa en la praxis humana. El filósofo italiano Giambattista Vico (1668-1744) formuló el principio básico que “podemos conocer solamente aquello que podemos hacer”; se puede expresar esto diciendo que “la verdad es lo mismo que el hecho”, con tal de que el último término se entienda en su prístino significado (en su etimología viene como participio del verbo activo transitivo «hacer»; con ella del latín «factus»). De este modo, para la epistemología física, la razón v=e/t (velocidad=espacio/tiempo) hace de la velocidad una relación entre el espacio y el tiempo (la velocidad es la magnitud física de carácter vectorial que relaciona el cambio con el tiempo). En su praxis con y entre el universo y diversidad de entes, el ser humano comprende que el todo, el Ser, es movimiento, relación, cambio, conflicto, transformación en las coordenadas espacio-tiempo. Práctica/trabajo/realidad son el fundamento de todo conocimiento.
En el eterno movimiento del Ser, de los procesos inorgánicos emergió la vida y de ésta la conciencia. La vida es verbo, proceso y relación. La historia es la marcha desde la naturaleza hasta el espíritu. En este andar va sometiendo a la naturaleza ciega y muda –y lo que en nosotros es naturaleza– a la supremacía del principio espiritual. El fundador de la Escuela de los Annales, Marc Bloch (1886-1944) así lo describe: el espíritu humano es el lugar cósmico en el que la naturaleza encadenada se libera y abre los ojos a sí misma y al todo.
Este principio es fundamento de la dignidad humana, lo propio de su ser, naturaleza o esencia, sin lo cual lo humano deja de ser lo que es. La naturaleza es necesidad; en contraste, el espíritu humano es libertad (responsabilidad-autonomía), praxis (trabajo-creación), comunidad (sociedad), consciencia (autoconsciencia) y universalidad (natural-genérico). La historia es la conquista y actualización progresiva de estas fuerzas esenciales humanas, la lucha contra la opresión de la naturaleza que nos rodea y también permea el desarrollo individual endógeno (instinto-pulsiones) y contra la tiranía de los motivos naturales que anidan en el ser humano mismo: ignorancia, violencia, miedo, egoísmo, envidia, opresión, explotación, expoliación y creencias irracionales.
El ser humano pertenece a una clase natural universal. No obstante, la unidad de la especie humana no está dada únicamente por su naturaleza biológica. Al preguntarnos qué es el ser humano queremos decir ¿qué puede llegar a ser el ser humano? Al identificar historia con espíritu, también puede decirse que la naturaleza del ser humano es el espíritu, con la condición de dar a la historia la significación de devenir. La única filosofía humana es la historia en acto, o sea, la vida misma, de acuerdo con el filósofo Gramsci (1891-1937). La naturaleza está siempre presente en el ser humano pero se trasciende a través de él en la cultura; la naturaleza se transforma de modo constante y consciente en civilización. El triunfo del historicismo fue alimentado por la idea de evolución; por eso Marx (1818-1883) y Engels (1820-1895) pudieron afirmar: “Nosotros solo conocemos una ciencia, la ciencia de la historia”. Y en su escrito de 1845-1847, La ideología Alemana, sentaron el principio de una historia común de la naturaleza y la especie humana. La naturaleza es parte de la historia humana y, por tanto, es dialéctica.
El ser humano descubre en su interior-exterior la humanidad, pero no la siente en sí como naturaleza lograda y perfecta, sino como un fin más o menos abierto y lejano, como meta por alcanzar mediante la lucha, el antagonismo con quienes tratan de mantenerlo prisionero en la barbarie, la conciencia y el paulatino cumplimiento histórico-social de los imperativos de las fuerzas esenciales de su especie. El místico Osho (1931-1990) predicaba que uno de los principales problemas actuales es que hemos dejado de ser animales y todavía no nos convertimos en seres humanos; estamos en un limbo. En su obra Así habló Zaratustra, Nietzsche (1844-1900) hace decir a su héroe: ¡Habéis recorrido el sendero que va del gusano al hombre, pero queda aún en vosotros mucho de gusano! Nuestra misión, dice el escritor alemán Herman Hesse (1877-1962), es adelantar un paso en el camino de animal a ser humano.
La aventura evolutiva humana es la fase más reciente del despliegue de los seres vivos en la Tierra. Desde la perspectiva de Gaia (el planeta vivo como un todo interrelacionado), la evolución del ser humano constituye un brevísimo episodio. Según el modelo cíclico cosmológico, la edad del Universo transcurre desde el Big Bang (Gran explosión) hasta hoy, esto es, 13.800 millones de años. El Sol y la Tierra se formaron al unísono hace unos 4.500 millones de años, pero con distintas composiciones químicas y diversas propiedades físicas; la simbiosis de estos dos mundos tan desemejantes permitió la emergencia de la vida orgánica hace 3.800 millones de años.
Los primeros animales surgen hace 700 millones de años y 200 millones los mamíferos. Los primates despuntaron hace 65 millones de años y el primer ancestro del género “Homo” (del latín homo, ‘hombre’, ‘humano’) prorrumpió en África hace cuatro millones. Tras cuatro millones de evolución, el Homo sapiens (hombre sabio) sólo ha existido en los últimos 100.000 años. La civilización se origina apenas hace 12.000 años como construcción de las comunidades humanas del Neolítico. La civilización es el conjunto de costumbres, ideas, creencias, cultura y conocimientos científicos y técnicos que caracterizan a un grupo humano en un momento de su evolución. El período histórico denominado Neolítico se caracteriza por el desarrollo de la economía productiva (implantación de la agricultura, la ganadería y el comercio), el sedentarismo y aparición de los primeros poblados, la utilización de la piedra pulida y de la cerámica, y la construcción de monumentos megalíticos. Este breve período de evolución del ser humano en civilización no permite extraer conclusiones pesimistas sobre el futuro de la humanidad. Nietzsche agregó: “El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre: una cuerda sobre un abismo […] La grandeza del hombre está en ser puente y no meta”. Las posibilidades para el porvenir de la especie humana son tan infinitas como el propio universo.
En los umbrales de la civilización, hace 12.000 años, la especie humana apenas sumaba un total de cinco millones de individuos en el planeta. Entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX, producto de tres revoluciones: industrial, política y cultural, la especie humana experimentó una radical bifurcación en su manera de habitar, conocer, producir, satisfacer sus necesidades y deseos, relacionarse y experimentar la existencia. En 1800 el mundo alcanzó los 978 millones de habitantes. Está previsto que la población mundial alcance los 10.000 millones en 2050. Durante el período 1800-2020, el tamaño de la población que habita la tierra se multiplicó por ocho y el valor de la producción (PIB) por 157 veces. Ninguna otra especie se ha multiplicado tanto, aumentado su productividad exponencialmente, ni sometido su entorno a tensiones y degradaciones como las creadas por el animal humano.
La adaptabilidad básica de la naturaleza afronta un reto que el sistema no puede equilibrar ni armonizar y del que nunca se recobraría enteramente porque se trata de un modo de producción secuencial y de acumulación y no cíclico. La idea dominante consiste en que la única finalidad de la vida es producir, consumir y acumular riqueza material; el imaginario que anima a la especie humana es la expansión ilimitada. Las naciones ricas viven como si pudieran explotar dos Tierras; si su estilo de vida se extendiera a todos los habitantes del planeta (meta e ideología desarrollista), la humanidad habría de tener a disposición no menos de cuatro Tierras. La humanidad solo dispone de esta única Tierra; por lo tanto, no puede exigir de su fundamento más de lo que puede sustentar; bajo pena de autodestrucción.
Las cuatro revoluciones industriales desplegadas durante los últimos dos siglos y medio, proceso consecutivo y acumulativo, produjeron un monstruo que se reproduce a sí mismo de manera ampliada; el economista austro-estadounidense Schumpeter (1883-1950) lo define como “El desarrollo produce siempre más desarrollo”. Este proceso acumulativo, según Marx, conduce ineluctablemente a la desigualdad en el mundo y a la opresión y explotación de los trabajadores; la acumulación de riqueza solo produce desigualdad, riqueza para unos pocos y pobreza para la mayoría. En simbiosis, sostenimiento y defensa de esta máquina económica, crece de manera desmesurada el Estado moderno, cada vez más burocrático-policial, intervencionista, fiscalista, centralista, parasito y totalitario; al crecimiento sostenido de esta gran institución improductiva y terrorista de autoservicio la definió el economista alemán Adoph Wagner (1835-1917) como “ley de la cuota estatal creciente”.
La comunidad científica ha definido la condición que vivimos con el nombre de Antropoceno. Esta época geológica sucede o remplaza al denominado Holoceno, la época actual del período Cuaternario en la historia terrestre, debido al significativo impacto global que las actividades humanas han tenido sobre los ecosistemas terrestres. En efecto, el ser humano se ha convertido en responsable de la ocupación, transformación y administración de la Tierra, esto es, una agencia metabólica y metabiológica.
El Antropoceno es escenario de un polarizador antagonismo que tiene como núcleo la posibilidad de mantener abierto el proceso civilizatorio y de asegurar su continuidad expansiva y conflictiva. El siglo XXI es un campo de batalla que enfrenta expansionistas y minimalistas, apologistas del capital y anti-capitalistas, neoliberales y humanistas, facistas y defensores de la dignidad humana, thanapolíticos y biopolíticos, capitalistas vs trabajadores. El filósofo alemán Peter Sloterdijk considera que el concepto de «Antropoceno» contiene los mínimos morales de la era presente; implica la preocupación por la convivencia y sostenibilidad de los habitantes de la Tierra tanto en forma humana como no humana.
Al finalizar el siglo XX apareció en el mundo una nueva forma de imperativo categórico: «Tienes que cambiar de vida». No podemos confiar en la simple evolución, o en autoengaños en fantasías utópicas, teológicas o metafísicas, es necesaria una revolución total. El cambio involucra la conciencia y psicología a nivel individual, la cultura, la política y el reencantamiento de la naturaleza, las instituciones y los modos de producción, incluida una nueva manera de hacer la política y la manera de relacionarnos con nosotros mismos, los semejantes y el mundo. Un cambio radical de sentido, significado y orientación de la existencia humana.
Entelequia humana, dignidad, democracia y un plan para los de abajo
En las postrimerías de la época oscurantista conocida como el medioevo (período histórico que va desde la caída del imperio romano hasta el siglo xv) ocurrió una inmensa tragedia en el siglo XIV: la muerte o peste negra, una ola de desgracia que, proveniente de Asia, anegó a Europa. Ante esa desgracia no solo fracasó el conocimiento de la época, sobre todo la medicina, y las instituciones públicas, sino que también resultaron impotentes los consuelos religiosos (la gente se congregaba en los templos y potenciaba, de este modo, la propagación del virus).
Seguidamente, la humanidad se iluminó a sí misma, vino un periodo de transición entre la Edad Media y los inicios de la Edad Moderna llamado Renacimiento. Este es el nombre dado a un amplio movimiento cultural que se produjo en Europa Occidental durante los siglos XV y XVI. Sus principales exponentes se hallan en el campo de las artes, aunque también se produjo una renovación en las ciencias, tanto naturales como humanas. En esta nueva etapa se planteó una renovada forma de ver el mundo y al ser humano, con nuevos enfoques en los campos de las artes, la política, la filosofía, la economía y las ciencias, sustituyendo el teocentrismo medieval por el antropocentrismo.
El Renacimiento fue el preámbulo de la Ilustración, un movimiento cultural e intelectual, primordialmente europeo que nació a mediados del siglo XVIII y duró hasta los primeros años del siglo XIX. Inspiró profundos cambios culturales y sociales, uno de los más dramáticos entre ellos la Revolución Francesa. Se denominó de este modo por su declarada finalidad de disipar las tinieblas de la ignorancia de la humanidad mediante las luces del conocimiento y la razón. El siglo XVIII es conocido, por este motivo, como el Siglo de las Luces y del asentamiento de la fe en el progreso. Recientemente, el científico cognitivo y escritor canadiense Steven Pinker en su libro “En defensa de la Ilustración” defiende apasionadamente los ideales de la Ilustración: la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso; según el autor, estos son los ideales que necesitamos ahora para enfrentarnos a nuestros problemas y continuar nuestro progreso.
Transcurridas dos décadas del siglo XXI, la especie humana es atacada globalmente por la covid-19. Tanto el nuevo virus como la enfermedad eran desconocidos antes de que estallara el brote en Wuhan (China) en agosto de 2019. Las riquezas, el comercio y las infecciones viajan juntas. La pandemia generó una perversa sinergia con la crisis global del sistema mundo capitalista que despuntó en los años 2008-2009 y cuyos efectos negativos venían de traspiés en traspiés hasta estallar en 2020 como una inédita recesión económica, financiera, de desempleo y explosión de conflictos sociales y agudización de la lucha de clases.
Toda crisis es un problema vivo y angustioso; mejor dicho, es la vida misma convirtiéndose pasajeramente en un problema enorme. Todo tiempo de crisis es tiempo de confusión, y toda confusión reclama aclaraciones. Una crisis, individual o colectiva, doméstica o social, local o global es la ruptura de un orden: el ocaso de la normalidad, la necesidad urgente de apuntalar, innovar, planear, reconstruir; se interrumpe o trastorna la habitual marcha cotidiana de las cosas y las relaciones por lo que debemos idear nuevos mundos posibles, en medio del torbellino de la confusión y procurando al mismo tiempo que ésta no nos arrastre.
El trabajo político comienza por las necesidades y los intereses en crisis, es decir por las implicaciones normales y cotidianas en el actual orden social, para transformarlos en potencial emancipador. La orientación y mapas hay que buscarlos en la propia esencia, naturaleza, en el propio ser humano (paradójicamente, causa de los problemas y única opción de solución). Los escenarios posibles deben encontrar los vectores de cambio en la historia humana, esto es, en su ser, esencia y naturaleza. Esta afirmación es simple sentido común; apreciación que se inspira en la teoría aristotélica (385 a.C.-348 a.C.) de la entelequia, esto es, el modo de existencia de un ser que tiene en sí mismo el principio de su acción y su fin. El ser humano es un ser biológico, pero un ser donde reside un principio que le es exclusivo y lo coloca aparte de los restantes seres vivos; este principio es el espíritu.
En la actualización de la naturaleza humana, su fundamentación y armonía del ser con su existencia confluyen dos vertientes: la antropológico-filosófica y la política-jurídico-constitucional. El ser humano no es sólo un ente antropológico; él está abierto a la comprensión del Ser sobre la base de la praxis; es, por tanto, un ser antropo-cósmico. Esta es su identidad, esto es su dignidad. El concepto de dignidad humana ocupa un lugar relevante en el derecho internacional, dado que constituye un criterio ético fundamental, que ofrece también la base para la vincularidad jurídica y la construcción del sistema universal de los derechos humanos.
En la vertiente filosófica, J. G. Gerder (1744-1803) argumentó que la historia humana sigue la misma ley de desarrollo de la Naturaleza, que emana del mundo inorgánico al orgánico, y de este al ser humano, cuya misión es realizarse en sus fuerzas esenciales que lo han construido y lo desarrollan en la historia. Naturaleza e historia colaboran para educar al ser humano en su humanidad. El ideal de la humanidad, según Herder, es la satisfacción, la expansión y la actuación armónica de las necesidades, capacidades y potencialidades humanas, esto es, su autorrealización o florecimiento.
Recordemos que se entiende por “Ser humano” o “esencia humana” o “naturaleza humana” ante todo aquellos rasgos esenciales y específicos de la historia humana real, que permiten entender dicha historia como proceso unitario, con sentido y significado, dotado de determinada dirección y determinada tendencia evolutiva. Esa determinada dirección u orientación general del proceso evolutivo humano práctico-histórico-social está dada por la universalidad y la libertad del ser humano: su caracterización como ser natural universal, social, consciente, que ejecuta una libre, creativa y auto creadora actividad de trabajo apunta, en conjunto, a las fuerzas esenciales humanas necesarias a las dimensiones del proceso evolutivo y revolucionario global sobre la base de las cuales se despliega aquella tendencia histórica y en cuyas dimensiones se manifiesta esa tendencia.
En la vertiente político-jurídica-constitucional, el tratadista alemán Samuel Pufendorf (1632-1694), afirmó que la norma suprema del derecho natural es mantener y cuidar las relaciones sociales. Esta máxima del derecho natural le sirvió a Pufendorf para proponer cuatro principios fundamentales: i) nadie dañe a los demás, tanto en su persona, patrimonio y libertad, como en todos aquellos derechos que obtenga por convenio o le hayan sido otorgados por las instituciones públicas; ii) todo ser humano posee dignidad connatural, por tanto tiene que ser tratado y honrado como todos los demás, sin ningún tipo de discriminación; iii) el hecho de la vida en común compromete a cada uno de los miembros a ayudar a aquellos que lo necesiten; iv) los pactos jurídicos deben ser cumplidos, pues esto dota de seguridad jurídica a la sociedad y fomenta la pacífica convivencia. En resumen, Pufendorf propuso, basándose en la dignidad ínsita de todo ser humano, una serie de derechos o principios fundamentales que anuncian el alba de la declaración universal de los derechos humanos.
Más cerca de nuestro tiempo, el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas sostiene que sólo pueden ser considerados miembros de la comunidad moral de comunicación aquellos seres que pueden “obligarse recíprocamente y esperar los unos de los otros comportamientos conformes a normas […]” la “dignidad humana” en estricto sentido moral y legal está ligada a esta simetría de relaciones. La dignidad puede ser predicada sólo de los individuos de la especie humana que forman parte de la comunidad moral, que se reconocen como seres concientes, sociales, libres e iguales e interactúan, con expectativas de reciprocidad, sobre la base de relaciones de simetría. Las personas poseen una dignidad inviolable y, en cuanto tales, merecen un respeto absoluto.
El discurso que funda la modernidad consiste en la promulgación de una carta de derechos fundamentales e inviolables, que puede adoptar también la forma de una declaración de derechos humanos. En paralelo, la democratización del mundo se traduce en demandas y luchas crecientes de educación, salud, vivienda, ingresos, empleo (unido a la reducción de la jornada de trabajo y a la ampliación del tiempo libre creativo), paz y seguridad existencial (base de la Renta básica universal y acceso al desarrollo sostenible). Garantía de derechos y democracia radical generan como efecto colateral mayor justicia, igualdad, equidad y eliminación de la pobreza y la exclusión; en consecuencia la garantía de los derechos aumenta los impuestos a los más ricos e incrementa el gasto público social y democrático como porcentaje del valor total del presupuesto y de la riqueza creada socialmente.
En la historia de la Modernidad política, ser pueblo significa ser soberano. Ser soberano, a su vez, significa tener la competencia para proporcionarse una Constitución democrática que sirva a la emancipación, el autogobierno, autogestión y la dignidad humana. El poder constituyente e instituyente se mueve en este círculo sublime: el pueblo tiene que ser ya soberano para poder proporcionarse una Constitución; pero solo se convierte en soberano, sin embargo, después que ha hecho uso de su poder constituyente. El órgano del sublime círculo es la Asamblea Constituyente. La Ley fundamental de las constituciones modernas, en sus preámbulos, establece que la dignidad del ser humano es intocable. Sin embargo, como advierte el filósofo Peter Sloterdijk, “los conceptos de «democracia radical» y «dignidad humana» hay que pensarlos unidos a una tensión temporal: a una fricción creadora permanente entre lo ya-dado y lo no-conseguido todavía. En un sentido amplio, la disrupción pospandémica debe contribuir al proceso de formación de una sociedad más humana y más civilizada.
* Economista y filósofo. Integrante del comité editorial de los periódicos Le Monde diplomatique edición Colombia, y desdeabajo.
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