
Elegir el arte como camino de vida en este lado del mundo, cuando se entiende el cuerpo como un territorio de lucha entre ser mujer y ser actriz, es como una obra de teatro que se reinventa cada día, cuya protagonista no siempre está dispuesta a seguir el libreto.
Tal vez esa invisible libertad de transformarme en otra persona me llevó a estudiar teatro. Con el furor de la adolescencia que todo lo puede, elegí que no quería hacer otra cosa que dedicarme a actuar, aunque también tuvo que ver el hecho de no saberme muy útil para otra cosa.
La academia
Así me encontré en el camino con un montón de jóvenes soñadores, con quienes construimos todos los mundos posibles desde un aula de clase; hicimos de nuestros cuerpos un discurso libertario que nos enseñó cuánto coraje se necesita para sobrevivir con un oficio de tierra en una sociedad de asfalto.
El romanticismo de la profesión nos pone siempre al límite de la angustia, ocurre que jugamos con las penas y las alegrías al servicio del otro y nos sabemos poderosos cuando nos vemos al espejo con los mismos ojos, pero con otra mirada.
Me encontré entonces con que esa angustia no era solo mía, la compartía con mi compañera de escena, que se frustraba porque al director no le convencían del todo sus kilos de más para el personaje; con la feminista que se enardecía porque no estaba de acuerdo con tener que desnudar su cuerpo si así lo exigía la obra; con la intelectual a quien le iba mejor escribiendo que actuando, y que cada tanto se encontraba con un muro de opiniones masculinas que calificaban sus hermosos textos, con la crítica precisa de un dramaturgo “de nivel”; y con otras tantas chicas que no sabían muy bien qué sentir o cómo sentir la burla de los compañeros cuando nos decían que no sabíamos entender el movimiento feminista, y que exagerábamos al preguntarnos ¿por qué no conocemos de dramaturgia femenina? O ¿es real la diferencia de audición entre chicos y chicas?
Alguien lo resolvió un día; “estás dejando que eso del feminismo interfiera en tu trabajo y el arte es otra cosa, nena”…
Y bueno, es cierto que el arte es otra cosa y en esa otra cosa descubrimos que no todas las mujeres estábamos conformes con la cabida que teníamos. La inconformidad empezó a tornarse dolorosa cuando una mañana, subiendo el puente del Parque Nacional, que conecta con la escuela de teatro de la Universidad Pedagógica, una compañera encontró a una chica de nuestra edad pidiendo ayuda porque había sido abusada la noche anterior; y siguió siendo dolorosa cuando nos vimos obligadas a salir de la escuela, acompañadas de los chicos y armadas con palos, por temor a correr con igual suerte. Para muchas de nosotras este limbo se tornó insoportable cuando no podíamos disimular la molestia ante las charlas de café con profesores, a quienes el feminismo les incomodaba tanto que preferían no tocar el tema, pues para ellos, en el escenario: “todos éramos iguales”.
Quizás nosotras estuvimos siempre en otros escenarios y hasta ahora nos estábamos dando cuenta.
Viviendo el país de mayor concentración migrante del continente
Fue entre cafés, ensayos, relaciones tóxicas y otras cosas, que varias de nosotras empezamos a entender este oficio de un modo distinto. Definitivamente no somos iguales en el escenario, ¡por fortuna!
Sabernos libres, con una libertad que no dependiera del exitismo profesional, nos llevó a buscar otros caminos. Por esa época, el mío se cruzó con el de una mujer cuyos dolores sentí tan cercanos que, por arte del destino, terminamos encontrando en los viajes, la manera más sensata de distraer el alma; sabiendo que el camino del aprendizaje es largo e impredecible.
Emprendí entonces mi primer viaje, sola, a otro país. Por elección propia quise viajar por tierra, sin saber muy bien el estilo de vida de un Chile seco y angosto. Supe cuánta distancia había necesitado mi ser, de todo lo que conocía, y cuánta necesidad había tenido de dejarme llevar por el espíritu caminante, después de nueve días atravesando montañas y mares.
Llegué un día de invierno con el entusiasmo de la sorpresa por el paisaje, el arte, la vida diaria. Al principio no podía entender por qué se hablaba en las calles de los negros, con un sesgo de peligrosismo, pues no se sabe si son de Haití o de Colombia, y eso ya “habla mucho de ellos”. O por qué causaba tanto furor ver caminar a las venezolanas y a las colombianas. Entonces empecé a entender que había llegado al país de mayor concentración migrante en América Latina, y que eso tiene sus tensiones y consecuencias.
Me sorprendí cuando descubrí que todo lo que me separaba del otro lado del mundo era una eterna cordillera, que me hizo sentir atrapada, así que no tuve más remedio que darle la vuelta a mi sensación de angustia, entendiendo que ella me había seguido los pasos y más valía aprender a mirarla de frente, porque ahora ambas estábamos rodeadas por el mismo valle.
Parecía una terrible paradoja, los Andes me recordaban cada día que no por cruzar fronteras se es más libre, y algunos chilenos y chilenas, con su patriotismo heroico, me hacían saber lo malo que estaba el país “por la llegada de tanto extranjero”. Los pesados chistes de la gente, asombrándose de lo exótico de “cabras morenitas” o “lolitas” como yo en la calle, vestidas en forma colorida y hablando tan raro, me hicieron devenir en otra mujer; fui aprendiendo a sortear las conversaciones incómodas con paciencia pedagógica, para sobrevivir, para tener de qué hablar con alguien.
En este primer viaje no encontré la mano amiga de ninguna mujer, quizás porque yo misma había buscado la soledad absoluta, pero tuve siempre del otro lado de la línea, las voces de mis hermanas en Colombia, que no dudaron en pasar madrugadas enteras conmigo, categorizando todo el aprendizaje con el que volvería.
Meses después me enamoré, pero esta vez, por desacierto del tiempo, no supimos qué hacer con tanto amor, hasta que al reloj de la espera se le terminó la cuerda. Pero eso es otra historia y la contaré en otro momento, de otra manera, sólo porque una mañana el agravio de la mirada de ese hombre me hizo saber de cuánta dignidad estamos hechas.
Después del desamor, de la soledad, del miedo y la incertidumbre en territorio extranjero, sólo me quedó una maleta llena de coraje; quizás no fue Chile, quizás no fue ese hombre, ni la gente, ni el tiempo, sino el grito de la mujer salvaje que todas llevamos dentro y que no siempre puede encontrar voz. Yo necesitaba, como todas las inconformes, salir al bosque oscuro y aprender a ramillarme la piel, porque sólo ahí pude encontrar el fruto para saciar mi sed.
* Decirle a una mujer que es una perdida es decirle que ha incumplido con todo lo que se esperaba de ella, así que nosotras queremos reivindicar ese perderse de las mujeres, porque han fracturado el molde patriarcal que las acecha. En Relatos de Mujeres Perdidas presentaremos tres historias, en tres tiempos y tres lugares extranjeros para las narradoras: Chile, Inglaterra y Colombia, donde devenir migrante trajo consigo experiencias de exclusión, racismo, soledad o. incluso, resistencia.
Estas narrativas están hiladas como un tritono disonante y subversivo. Esa figura musical se ha considerado siniestra desde el Medioevo, y las mujeres que aquí tejen sus historias, se han hecho cada vez más feministas y más siniestras. En sus historias perdidas encontraron algo de conexión con su identidad y potencia, así que aquí está la primera entrega de nuestro segundo tritono.
Medellín: Calle 37 No. 79 – 17 Ofic. 201, Laureles • PBX: +57 (4) 444 74 17 • Línea gratuita: 01 8000 417 417 • [email protected]
Leave a Reply