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Crepúsculo de las urbes

Crepúsculo de las urbes

El extraño engendro entre epidemiólogos y burócratas ávidos de autoridad significa el inicio del fin de las grandes ciudades

Tiresias, uno de los videntes de la antigua Grecia se negaba, cansado de que no le creyeran, a proferir sus profecías. Por otro lado, la mitología nórdica se basa en la Edda poética, conjunto anónimo de versos, mitos y leyendas que abre con la profecía Völuspá donde la sibila advierte a los grandes dioses, Odin Thor, Freya y Baldir, del fin de su señorío y su inevitable caída, el Ragnarok o “crepúsculo de los dioses”, a manos de la fuerza descomunal de fieras, gigantes y del malicioso dios Loki, enemigos todos de la divina estirpe: Escuchen mis palabras, toda clase de hombres…vi valquirias venir de lejos, vi al sangrante hijo de Odin, resignado a su destino…vi a un prisionero tendido en el bosque.

Siglos después, en otro extremo del mundo, los antiguos aztecas, diez años antes de la llegada los españoles, presenciaron ocho acontecimientos interpretados como funestos presagios de la caída de su mundo ante desconocidos invasores. Uno de estos se relata de la siguiente manera:

Por su propia cuenta se abrasó en llamas, se prendió en fuego: nadie tal vez le puso fuego, sino por su espontánea acción ardió la casa de Huitzilopochtli. Se llamaba su sitio divino, el sitio denominado “Casa de mando”. Se mostró: ya arden las columnas. De adentro salen acá las llamas de fuego, las lenguas de fuego, las llamaradas de fuego. Rápidamente en extremo acabó el fuego todo el maderamen de la casa. Al momento hubo vocerío estruendoso; dicen: “¡Mexicanos, venid de prisa: se apagará! ¡Traed vuestros cántaros!…”. Pero cuando le echaban agua, cuando intentaban apagarla, sólo se enardecía flameando más. No pudo apagarse: del todo ardió.

Ni Tiresias, ni la sibila de Völuspá, ni los presagios aztecas se equivocaron. Toda civilización entrevé su propio fin; a la vez, todo vidente es acallado por los que lo invitan a hablar y todo mal augurio es minimizado; nadie quiere ser partícipe de semejante desventura. Al contrario el ingenio racionalista logra invertir el mal presagio en augurio de prosperidad. Y cuando este es filtrado por la retórica eufemística de los gobernantes entonces se desemboca en el falso bálsamo de “la nueva normalidad”.

Qué es esta sino otra vuelta a la tuerca del garrote de la dominación, es más aire que se saca del cada vez más estrecho confinamiento al que se ve reducido el ciudadano, es la cadena con que este se inmoviliza para sentirse seguro, es la imposición de unos valores sociales en favor del más exacerbado individualismo, es la sustitución de principio de sociabilidad por el de auto reclusión, es el eufemismo llamando “estrictos protocolos de seguridad” para disimular con un velo todo cuanto está prohibido.

En cinco meses se perdieron más libertades que en doscientos años de independencia. La libertad de disponer de su propia salud, la libertad de salir a la esquina, la libertad de disfrutar de la sociabilización en público o en privado, la libertad de viajar a visitar familiares, la libertad de acompañar a los familiares en su enfermedad o su agonía, la libertad de acudir a las honras fúnebres de los amados, la libertad de llorar acompañado, la libertad de alabar y rendir culto en templos, la libertad de festejar, la libertad de conmemorar, la libertad de entretenerse en público, la libertad de respirar aire puro, la libertad de saludarse de mano o de beso o de abrazo, la libertad de no ahogarse en el propio dióxido de carbono, la libertad de vivir como se quiera, la libertad de recibir visitas, la libertad de gozar la vida a los sesenta o setenta años y más allá, la libertad de no sentirse un paria por tener esa horrible palabra de “comorbilidad”, la libertad de enviar a los hijos al colegio para que aprendan y socialicen en comunidad, la libertad de acudir a un lugar distinto de la casa para trabajar, la libertad de viajar a otra ciudad, a un centro vacacional, a una casa de recreo, a otro país, la libertad de expresar una sonrisa y disfrutar la del otro sin ocultarla detrás de un pedazo de tela, la libertad de ir a un porque, a un recital, a un cine, a un concierto, a una manifestación pública, la libertad de caminar hombro a hombro, o de la mano del otro, la libertad de abrazar y ser abrazado, la libertad de ir al lanzamiento de un libro, de participar presencialmente en un foro, en un debate, la libertad de tomarse un café con los amigos, la libertad de sentirse libre… el énfasis se puso en demorar la llegada del pico de contagios, y para ello se impuso la represión, en el confinamiento, a un costo social, económico y psicológico enorme.

Ahora se martilla, dentro de la “nueva normalidad, en su fase más oscura que parece preapocalíptica, que nada será igual, que jamás volverá la ‘antigua normalidad’”; ahora se estigmatiza el concepto de sociabilidad y se encumbra el aislamiento y el distanciamiento, es decir, evitar a toda costa el compartir, con todo lo que esto significa. ¿En qué momento, ocultos bajo la máscara de benefactores de la humanidad, a los epidemiólogos, en contubernio con burócratas ávidos de autoridad y poder, se les permitió decretar, prohibir y cercenar derechos para acabar con los principios de las libertades individuales y colectivas? ¿En qué momento estos nuevos mandarines, comenzando por una errática OMS –organización científica que cambia de opinión una y otra vez– se convirtieron en la última autoridad para impedir lo que es la expresión de la condición humana, su naturaleza gregaria? ¿En qué instante la virtualidad pasó a sustituir el afecto, la presencia, la inmediatez que necesitan los seres humanos para expresar, sentir e identificarse como parte de una comunidad viva, real, de carne y hueso y no a través de representaciones del otro en una pantalla? ¿De qué manera un niño de cuatro o cinco años aprende nociones básicas de sociabilidad en una arenera o en un recreo virtual? Pero, quizás lo más dramático, en qué momento nos adormecimos para dejarnos envolver, los ciudadanos que estimamos la libertad, de esta red invisible, como aquella fabricada por Hefestos para atrapar a Afrodita y a Ares, que inmoviliza y nos ancla a nuestras casas e impide movernos por el mundo?

La alcaldesa López ha dicho, sin titubear y más bien en tono desafiante, que pase lo que pase, en la capital no puede salir a la calle más de cuatro millones de personas al tiempo. Y lo está logrando a pesar de las medidas anunciadas a los cuatro vientos –cantos de sirenas–, que los confinamientos obligatorios han pasado. Ya muchos celebran, incautos, el fin de las cuarentenas, pero no parecen darse cuenta de que las restricciones siguen, igual o peores, como lo han denunciado comerciantes, desde los centros comerciales hasta los vendedores informales.

Los “modelos sistémicos de inteligencia epidemiológica para estimar las dinámicas de infección”, ahora son dogma; aparecen nuevas categorías como “cupo epidemiológico” y “coste epidemiológico”; el vocabulario se ha enriquecido de eufemismos para enmascarar una sola verdad, aquella que de manera escalofriante marca el fin de la vida en las grandes urbes. Ese el indicador de la caída de todas las grandes civilizaciones de la historia basta con revisarla para comprobarlo.

Que la comunidad de la capital se reduzca a la mitad, con medidas como pico y cédula entrecruzada con otras, logra de forma perversa acabar con el modelo urbano construido minuciosamente durante décadas por sucesivas administraciones que siempre buscaron mecanismos para congregar, unir y habilitar espacios de encuentro, de socialización en un medio hostil como puede ser la gran urbe de cemento. Los escenarios públicos, los sistemas de transporte masivo, los ejes de encuentro y convivencia se han estigmatizado, cerrado, prohibido, desestimulado o limitado, Así digan que se abren, se mantiene el imperativo del aislamiento y el distanciamiento. Es el final de las grandes ciudades…

Comenzamos a ver cómo se desarrollan las ciudades fantasmas: locales desocupados y vandalizados, apartamentos entregados por inquilinos; teatros, cafés, escuelas, restaurantes, hoteles, gimnasios cerrados por quiebra. Las contradicciones no cesan: salvar vidas equivale a acabar con las ciudades, es encerrar la gente, es enajenar mentalmente a la población que hoy sufre más que nunca de depresiones, neurosis, y violencia intrafamiliar. La estrategia fue errada desde el primer día, el énfasis para combatir el virus no pudo estar en peor lugar; pero no parece ser un error de cálculo, de lectura de los hechos, sino más bien la consecuencia lógica de un largo proceso de inducir el aletargamiento de las masas para impedir que despierten y asuman sus libertades, sus derechos, su verdadera y última emancipación.

La nueva normalidad, en línea con los mecanismos puestos en marcha desde el confinamiento iniciado en marzo, confirman la persecución a toda conducta de lo que es sospechosamente diferente, por ejemplo, para comenzar por lo más elemental, atreverse a salir sin tapabocas o usarlo incorrectamente. Pero va mucho más allá de esa “infracción”. Ahora todos deben estar normalizados, bajo unos mismos parámetros de conducta social, en la calle, y en lo privado: todos deben dejar la trazabilidad de dónde se ha estado y con quién se ha estado en otra vuelta a la tuerca del fin de la intimidad; todos deben seguir los mismos “protocolos”, todos deben aceptar las mismas imposiciones sociales; el margen de maniobra se ha reducido prácticamente a cero. Nadie puede salirse de la fila so pena de convertirse en paria, en señalado, en diferente, en agresor de la nueva normalidad.

Lo anterior se logra a través de la coacción social, la expulsión de lo distinto, el infierno de lo igual, como bien lo ha anotado Byung Chul Han en sus últimas obras. Igualmente Žižek nos ha hecho ver cómo nos manipulan a través de la sensación de que gozamos de una falsa libertad, el llamado plus de goce identificado por Lacan, en el que podemos consumir más de lo que no nos hace daño pero en ese exceso está la autorrestricción pues el superyó nos hace sentir culpables. Por eso, mucha gente a pesar de las supuestas aperturas del confinamiento no quiere salir a la calle; más que miedo al contagio es porque ha interiorizado el mandato quédate en casa, lo hace bajo la falsedad de que quiere hacerlo cuando en realidad es una imposición que ha aceptado; allí la contradicción.

En un contexto más respetuoso hacia las libertades individuales, el manejo de la pandemia habría sido muy distinto. El énfasis desde el primer día fue puesto en el lugar equivocado, parece ser la más grande conclusión que se deriva de este asunto. En lugar de fortalecer los sistemas de salud, de multiplicar significativamente los cupos de las uci1 , el énfasis se puso en demorar la llegada del pico de contagios, y para ello se impuso la represión, en el confinamiento, a un costo social, económico y psicológico enorme. La pregunta es ¿qué hubiera pasado si en lugar de rodearse de epidemiólogos, los gobernantes se hubieran rodeado de médicos intensivistas? Con certeza los esfuerzos se hubieran encaminado más en fortalecer los sistemas de atención hospitalarios. La estrategia implantada se proclama como un gran acierto pero es absurda frente a la magnitud de lo que han destruido de tejido social, de convivencia, de economías solidarias, de empleos, de estilos de vida.

Con todo, siempre hay ganadores, en primer lugar las fuerzas que buscan, y a fe que lo logran, anestesiar a la población en el miedo, la abulia, y el ciego obedecimiento a normas ilógicas. Žižek, de nuevo, siempre perspicaz y provocador ha advertido, incluso antes de la pandemia, que “la gente está drogada, dormida, hay que despertarla”2. Hoy parece estarlo más que nunca.

Ante la devastación de los mecanismos de convivencia, es sorprendente la inoperancia de los entes de control, tribunales y cortes no se sacuden de su letargo para pronunciarse y revertir la andanada de medidas que siguen saliendo de los nuevos mandarines, en abierta violación a las normas constitucionales que erigen a este como un país de libertadas indivi-duales y colectivas. El contubernio epidemiólogos-gobernantes, no solo en Colombia, en su furor curandis y disfrazados bajo el peplo de salvadores lo que están logrando, paradójicamente, es acabar con la civilización como la conocemos.

Es imposible tener la clarividencia de Tiresias, o de la sibila vikinga, para saber qué emergerá de los funestos presagios que el 2020 ha traído. El campo especulativo está abierto para predecir la nueva sociedad, la nueva forma de organización social y política. Lo cierto es que el poder destructor de los nuevos mandarines está siendo más devastador que el mismo virus.

1 “En cinco meses de pandemia ni siquiera se logró duplicar las uci en el país: la cifra pasó de 5.983 unidades a 9.992”. El Tiempo, 30 de agosto de 2020, p. 1.4. Los logros en salud tras la cuarentena de 159 días.
2 https://elpais.com/cultura/2018/12/14/actualidad/1544788158_128530.html

 

 

 

 

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Información adicional

Autor/a: Philip Potdevin
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