La vorágine (1923), escrita por José Eustasio Rivera, es un relato en la cual resaltan los conflictos entre el individuo y la sociedad: “Antes que me hubiese apasionado por mujer alguna jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Las condiciones en las cuales viven hombres y mujeres están enmarcadas en el periodo nacional conocido como la Regeneración. Con la reforma constitucional de 1886 y el Concordato en 1887 se aspiró a que el Estado tuviese la iniciativa en el desarrollo económico y, al mismo tiempo, las condiciones para que la vida social tuviese “orientación” por los “jefes naturales”. En otras palabras, el caudillismo, gamonalismo y la unificación de la “conciencia de los colombianos”, gracias a la adopción de la religión católica como obligatoria y verdadera para los colombianos. Arturo Cova, estudiante de derecho y poeta, cae en la dialéctica del placer y la necesidad.
La familia –esa institución tan preciada por el catolicismo– y la vida urbana, en la cual “no existe lugar alguno donde pueda hallarse más doctores que en Bogotá” establece las reglas de la existencia. Las cuestiones sentimentales carecen de sentido, pues en la sociedad rige la convención, “el quedar bien”, en el aire enrarecido por la moral católica y por “el cumplimiento de las leyes”. El matrimonio procura, a través de los lazos familiares, el acceso a la riqueza: “Querían casarla con un viejo terrateniente en los tiempos que me conoció”, dice el poeta. Y los periódicos a través del sensacionalismo crean no sólo el escándalo, ante el cumplimiento de ese “deber caballeresco” que la sociedad católica impone al seductor. Alicia está embarazada, lo cual constituye un descrédito de la familia. La ley por medio del abogado y el cura pretenden solucionar el caso. Arturo Cova y Alicia huyen a los Llanos Orientales, ante la inminente detención por parte de la autoridad confesional. Atrás queda Bogotá.
La vorágine no es una novela telúrica-social. La visión lírica del poeta se opone al devenir de los ganaderos y a la explotación del caucho. La huida de Arturo Cova y Alicia no lleva a la epifanía, sino al sufrimiento, la violencia y la destrucción. Descienden al Llano, a la selva, un mundo enmarañado, en el cual las relaciones no son transparentes, sino que se hallan encadenadas a la violencia por la sed del dinero. Mientras en Bogotá la Regeneración ha triunfado e impone las reglas por las cuales se debe vivir, más allá –en el Llano y la selva–, se encuentran no con los “jefes naturales” sino con otros: Zoraida, Funes, Barrera, quienes deciden las reglas de la explotación. El Estado de la Regeneración queda atrás. En los Llanos y en la selva hay otro aire. La producción del caucho crea la bonanza, pues es materia prima para la sociedad industrial. No importa que las condiciones de quienes lo extraen sean un infierno. El trabajo no es ninguna realización, es el camino de la degradación y de la muerte. Los ideales del poeta están en contravía con los hechos. Los sueños y la imaginación opuestos a la realidad, que no cree en Dios… Por los ríos y la selva no hay esperanza. “Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastros de ellos. ¡Los devoró la selva!”.
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El Cristo de espaldas (1952), la novela de Eduardo Caballero Calderón, está ubicada hacia la mitad del siglo XX, cuando la lucha entre liberales y conservadores se desborda, luego del 9 de abril de 1948. El relato transcurre entre la noche de un jueves y el siguiente lunes. Cuenta el paso fugaz de un joven cura por un pueblo del páramo que vive del cultivo de la papa y del pastoreo. Los caminos son difíciles de transitar, incluso para las mulas. El telégrafo crea los vínculos con los centros de poder. El alcalde, el boticario, el sacristán, el sargento, la boba y las “señoritas notables” son los personajes de la vida pueblerina. Sin embargo, el curso del mundo se mueve por las tormentosas elecciones. En el aire conmovido sopla la intolerancia, la eliminación de la oposición, y el cura joven sueña con los ideales del cristianismo…
El cura joven irá en contra del curso del mundo, ya que en el pueblo hay que eliminar la oposición. Pero para el notario la cuestión es de propiedad privada y los centros de poder. La cadena de asesinato y odio tiene origen en la capital del departamento, el Ministerio de Guerra, el poder central y las rotativas de los periódicos. La maquinación está unida con los bandoleros que desencadenan asesinatos, crímenes que repercuten en los archivos de la notaria, en las escrituras de la propiedad privada. El engranaje del poder busca la homogeneidad y las lealtades. La religión pretende la “unificación de la conciencia de los colombianos”. La política procura la legitimidad de los “jefes naturales”.
En el pueblo no hubo dificultades mientras el cura viejo estuvo de acuerdo con los “piñones del poder”. El cura no disentía del curso del mundo, pero cuando llegó su joven reemplazo, con los ideales cristianos, surgieron las dificultades. Para el recién salido del seminario la visión del mundo se aleja de los “sueños” del cura viejo para quien: “Los liberales son masones, los masones tienen el deseo de asesinar al Papa, el cual finalmente es el padre de los conservadores del mundo, y alienta una especial predilección por los conservadores del pueblo”.
El catolicismo, por intermedio del cura, hace posible el aura de legitimidad de las acciones. Conforma uno de los pilares del proyecto político que no pretende otra cosa que la eliminación de la “oposición”. Muy distinta es la situación cuando el sacerdote –con sus ideales cristianos– se convierte en arena que traba la maquinaria del mundo. Entonces hay conflictos. La garantía del caudillismo central, es decir, el poder ejecutivo, es puesta en duda por el clérigo, descarriando el redil. Por eso, el joven encuentra que al Cristo se le ha vuelto la espalda. El desacuerdo del religioso con el destino del pueblo explica la llamada del obispo (jerarquía eclesial) –quien está atornillado al poder político– y como consecuencia el cura joven no solo es reconvenido sino retirado de la parroquia.
La violencia deja su huella en todos los rincones. En el relato de Eduardo Caballero Calderón los personajes parroquiales son grotescos. Aunque lo monstruoso no se engendra en aquel pueblo frío del páramo, sino que el gobierno lleva en sí el engarce ideológico. De lo que se trata no es otra cosa que la codicia por la propiedad privada.
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En la película, erigida desde la novela La virgen de los sicarios, (1993), de Fernando Vallejo, el narrador –un adolescente asesino– va por Medellín –una ciudad religiosa– que a partir de 1970 se caracteriza por la explosión urbana, bajo el aura del flamante progreso del narcotráfico. El sicario adolescente se encomienda a María Auxiliadora. A la virgen acude, en el municipio de Sabaneta, para que le afine la puntería y lo proteja en el oficio. El joven asesino relata el paso por la ciudad: el encuentro con la cabeza de la Medusa. “Podríamos decir, por ejemplificar las cosas, que bajo un solo nombre Medellín son dos ciudades: la de abajo intemporal, en el valle; y la de arriba en la montañas, rodeándola. Es el abrazo de Judas. Esas barriadas circundantes levantadas sobre las laderas de las montañas son las comunas, la chispa y leña que mantienen encendido el fogón del matadero. La ciudad de abajo nunca sube a la ciudad de arriba pero lo contrario sí; los de arriba bajan, a vagar, a robar, a atracar, a matar”.
En medallo –la ciudad de arriba– “los fundadores, ya se sabe, eran campesinos: gentecita humilde que traían del campo sus costumbres, como rezar el rosario, beber aguardiente, robarle al vecino y matarse por chichiguas con el prójimo en peleas a machete. ¿Qué podía nacer de semejantes esplendor humano?… Las comunas cuando yo nací no existían. Ni siquiera en mi juventud, cuando me fui. Las encontré a mi regreso en plena matazón, florecidas, pesando sobre la ciudad como su desgracia. Barrios y barrios de casuchas amontonadas unas sobre otras en las laderas de las montañas, atronándose con su música, envenenándose de amor al prójimo, compitiendo las ansias de matar con la furia reproductora… A los doce años un niño de las comunas es como quien dice un viejo: le queda tan poquito de vida. Ya habrá matado a alguno y lo van a matar”.
Abajo en el fondo del valle, Medellín, la ciudad industrializada, avenidas con mendigos, de torres modernas –electricidad, vidrio y aluminio– poblada de delincuentes, iglesias y prostitución, el metro colgante y atracadores, los hoteles internacionales y vendedores ambulantes, el club y los asesinos, el campo de golf y pobres, los empresarios y desempleados, los boeing privados y seres pobres desbordados por una realidad en la cual los sicarios no hacen otra cosa que vagar hacia la inercia del embudo que no tiene otra salida que la muerte… La urbe de arriba y de abajo. Las dos ciudades: la ciudad de mostrar y la ciudad oculta. En una de ellas la legalidad es sinónimo de mundo civilizado. Más arriba está la barbarie que se debe combatir. Más la lucha necesita de otra terapia: servicios públicos, educación, vías, trabajo, y el cielo de esperanza de una vida buena.
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El final de Cien años de soledad (1966) es visto como apocalíptico. A pesar de ello, considero que lo mejor de la novela es el final. Quizá las mejores páginas de Cien años de soledad son las últimas. Y digo esto porque en ellas el postrer de los Aurelianos por querer saber quién es, por averiguar cuál es su origen, la autognosis: el conocimiento de sí mismo, descifra los pergaminos de Melquíades, que ninguno de los Buendía había podido descifrar.
El último Aureliano llega a comprender, no sólo su oscuro origen, también consigue entender la irrepetibilidad de la historia de Macondo. Entonces, hay un quiebre en su certeza pues al nacer el niño –hijo de Amaranta Úrsula y Aurealiano– antes de darse cuenta que ha nacido con cola de cerdo, Aureliano dice: “Se llamará Aureliano y ganará treinta y dos guerras civiles”. Sin embargo esa certidumbre de volver a comenzar la historia de Macondo se diluye al cerciorarse que el niño tiene cola de cerdo, y por la muerte de la mujer amada. Sin saber qué hacer, vuelve a los pergaminos y poco a poco toma conciencia de que Macondo no significa otra cosa que el fracaso.
Mediante la lectura de los pergaminos de Melquiades ve cuál ha sido la historia ilusoria de Macondo, dado que el entramado de los acontecimientos crea la apariencia del progreso. La lucidez de Aureliano es la agudeza al percibir que el destino de Macondo no encierra más que hechos fatídicos. Si bien es cierto que Macondo fue una arcadia, los sucesos que se desencadenan, luego de la fundación, llevan al devenir de una historia sin sentido. El primero de ellos es la peste del olvido. A diferencia de lo que ocurre en el Menón, de Platón –conocer es recordar– en Macondo la peste del olvido hace imposible la autognosis para darse cuenta que la historia no es otra cosa que la repetición. La segunda certidumbre, a la que llega Aureliano, es la desgracia de las guerras civiles. Estas confrontaciones llevan al fratricidio, a la desfiguración de los partidos políticos, desde la fundación de la república. Y por último, además, de la peste del olvido y las continuas guerras civiles, el peor de los males: las multinacionales. En Macondo, la United Fruit Company, llevó al espejismo del progreso, que termina en la destrucción.
El último de los Buendía comprende cuál es el desenvolvimiento de Macondo. Percibe el espejismo que encierra la peste del olvido, las guerras civiles y las multinacionales. Por eso no es apocalíptico el final de Cien años de soledad. La catástrofe de Macondo hubiese sido que después de lo que ha sucedido comenzase la misma historia, una vez más.
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