Decía Hegel que el joven se siente naturalmente inclinado a cambiar el mundo. pero que cuando se da cuenta que no lo puede hacer, ya adulto, se vuelve hipocondríaco. El buen humor del filósofo alemán; ese al que nunca vieron en su vida con un libro en las manos, sino, siempre con un periódico, pues decía que el espíritu del mundo vive en los periódicos. El mismo al que sus clases se llenaban al tope y que generó la más profunda envidia por parte de Schopenhauer. El joven está llamado a cambiar el mundo, a comerse, literalmente al mundo. En Alemania, en Chile, en Colombia, o donde se lo quiera ver.
En esta senda, en Chile, el pasado 25 de octubre el voto masivo fue contra la Constitución –y de hecho, contra el sistema político, jurídico, económico y militar establecido en esa Constitución– heredada de Pinochet. Pero lo que se logró en las urnas fue el resultado de dos procesos paralelos: las acciones de protesta de los jóvenes estudiantes chilenos, y los procesos de protesta organizada que permearon a los colegios y las universidades con los barrios y las comunas. Es la segunda lección que Chile le aporta a América Latina y al mundo, después de la elección de la Unidad Popular que llevó a Salvador Allende a la presidencia el 4 de noviembre de 1970. Los jóvenes chilenos estuvieron a la vanguardia.
Por otra parte, fue verdaderamente significativo ver a los jóvenes colombianos, por las carreteras, en los pueblos, en las ciudades, salir a acompañar y saludar a la minga indígena en la acción que desde el Cauca los condujo a Bogotá para protestar contra las políticas del gobierno de Iván Duque. Ayer fue la celebración con la minga; y luego, hoy fue en su participación con los excombatientes de las Farc y las marchas y movilizaciones, análogas a las de la minga. Los jóvenes de todas las condiciones entienden la minga, la saludan y se emocionan con la misma. Esto, en un país que selectivamente eliminó los consejos estudiantiles en los colegios y universidades, que persiguió y torturó, literalmente, a numerosos jóvenes en la historia de violencia que comprende y atraviesa a la Unión Patriótica, a los procesos de paz, en fin, a las luchas contra la inequidad y la corrupción. Juventud es lo que hay, y hay para rato en este país. Por tanto, semillas de rebeldía.
Según la encuestadora Cifras & Conceptos, en encuesta hecha pública el 28 de octubre pasado, quienes votan por la derecha tienen menos nivel educativo. Pues bien, este dato corresponde, grosso modo, con el tema de juventud, acción colectiva y nueva democracia. Los jóvenes colombianos, particularmente estos que participan en la construcción de la paz, los jóvenes del postconflicto, son diferentes –porque el país es distinto– a aquellos jóvenes que participaron en la Séptima Papeleta, en 1991. El país ha cambiado, el mundo ha cambiado, y un elemento clave es la apropiación de las nuevas tecnologías y su impacto social por parte de los jóvenes movimientos indígenas, ambientales, animalistas, sociales y políticos.
Hubo en septiembre de este año 2020 un estallido juvenil, perfectamente autoorganizado, emergente, sin un centro definido. Las protestas de esos días no son espontáneas, responden a procesos de comunicación –virtuales, en los contextos de la pandemia–, y presenciales con diversas formas de encuentro y de comunicación. Digámoslo de forma clara y precisa: la de hoy es una juventud informada. Es una nueva generación que descree, ampliamente, de la gran prensa (Rcn, Caracol, El Tiempo, y demás). Y son ellos también los que se informan por numerosos canales y sirven de catalizadores en sus familias, sus barrios, sus lugares de encuentro. Una juventud informada es una juventud que se educa, y que sabe de actitudes críticas.
Los jóvenes se están informando a través de otros canales, incluyendo la prensa internacional, las redes sociales, y en contextos de la pandemia, por encuentros virtuales de todo tipo. El mundo vive hoy en internet, y los nativos digitales –esto es, los nacidos después de 1990– disponen de otras estructuras mentales que, sencillamente, generaciones anteriores no tenían. Los jóvenes hoy conviven –literalmente– con las nuevas tecnologías (a título anecdótico, basta con ver cómo en las fiestas, en lugares privados o públicos, los jóvenes se encuentran y divierten, pero están comunicados al mismo tiempo. Un escándalo y una adicción para los mayores).
En efecto, la información y la educación ha permitido algo que jamás se conoció de ese modo en el pasado: jóvenes de universidades públicas y privadas caminando conjuntamente y aprendiendo, unos y otros, consignas y cantos, de otros y unos. Los gobiernos de Uribe-Santos-Duque han logrado lo que ningún otro gobierno había hecho posible: unir, por ejemplo, a quienes asisten a la Universidad Distrital con los de la Javeriana, a los de la Pedagógica con los del Externado, en fin, a los de la Nacional con los Andes, para decirlo de manera puntual. Pero esto que sucede en Bogotá no es diferente a lo que acontece en otras ciudades. Se está tejiendo y sembrando un gran potencial de acción colectiva.
Es un proceso de transformación cultural en el cual resaltan hechos como el evidente en Bogotá, constituida en una buena excepción en el panorama electoral del país. En la capital del país, el voto de opinión cumple un papel importante. En contraste, en la mayoría del país priman las maquinarias, los cacicazgos –Barranquilla es un buen ejemplo; Barranquilla a pesar de las universidades del Norte y del Atlántico, por ejemplo–, las mafias y los violentos. La experiencia de Bogotá tiene una buena correspondencia con otras ciudades, como Medellín y Cali. El resto del país puede aprender de estas experiencias.
Digámoslo de manera inversa: a los corruptos, los violentos y los institucionalistas les convienen las separaciones entre ciudad y campo, entre las grandes ciudades como Bogotá Medellín y Cali y el resto del país. Está establecido: el número de votos cautivos por los caciques, las maquinarias, las mafias y los violentos están bien contados: son siete millones. Esta es información pública. El resto apunta al voto de opinión, a los nuevos movimientos sociales, a las dinámicas y a más y mejor información y las formas de acción que emerjan. Ciertamente se trata de un escenario complejo, pero no por ello menos sugestivo. Un escenario en el cual, sobre todo la fracción de jóvenes que cursa estudios universitarios y superiores en general, está abierta a participar de manera crítica en la cotidianidad del país.
Sin embargo, resulta que esa es una fracción no mayoritaria entre quienes conforman la juventud del país, sino un porcentaje mínimo. En efecto, es sabido que una gran proporción de la misma está excluida del proceso formativo, obligada a rebuscarse por cuenta propia, a trabajar en lo que aparezca –incluida ingresar a la Policía y proseguir enrolados como soldados profesionales–, trasladarse al sur del país a trabajar como raspachines e, incluso, migrar a diversidad de países. No hay que olvidar nunca que aproximadamente el 95 por ciento de los presos, hombres y mujeres, son jóvenes. Es evidente, pueden estar bien informados, pero no tienen posibilidad de ser actores de la protesta que en diversos momentos y de manera no continúa gana forma en el país.
En el futuro inmediato, en términos de participación y acción política institucional, lo que se viene son las elecciones del 2022. Pero, antes, lo que se viene es la situación pospandemia. Previendo esta realidad, el actual gobierno ha rearmado al Esmad hasta los dientes, y permite y apoya por omisión a los grupos de violencia y a las mafias. Verosímilmente, un escenario poscovid-19 ya se puede vislumbrar. Y es ese futuro inmediato el que el gobierno de Duque teme.
Los jóvenes están hechos para comerse al mundo; que no es sino la expresión coloquial para decir: cambiar el mundo y las cosas. De eso se trata en Barcelona, en Grecia, en Argentina, en Chile o en Colombia, por ejemplo. Hay motivos muy sólidos para el optimismo.
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