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No olvidar: 528 años de genocidio, persecución y despojo incesantes contra los pueblos originales

No olvidar: 528 años de genocidio, persecución y despojo incesantes contra los pueblos originales

La invasión y conquista de nuestro continente significó el genocidio más grande conocido por la humanidad. Se olvida esto, como la prolongación de esa violencia que sigue aniquilando a los pueblos originarios. El poder no se conmueve ante esta realidad, pero sí por la tumbada de una estatua y con ella la confrontación a su memoria de olvido y manipulación.

 

El 16 de septiembre de 2020 los indígenas Misaki, en Popayán, capital del departamento del Cauca, en desarrollo de protestas por la matanza continua de miembros de ese y de otros pueblos indígenas, echaron abajo la estatua que honra la memoria del conquistador español Sebastián de Belalcázar (o también Benalcázar), monumento levantado por la oligarquía de terratenientes caucanos herederos y defensores de las tradiciones españolas más rancias, que ni los mismos españoles conservan.

Memoria de élite que para los descendientes, como los Misaki, de las naciones que poblaban estas tierras antes de la invasión y la conquista española, la memoria de un invasor, llámese Belalcázar, Pizarro, Cortés, Quesada, Cabeza de Vaca, etcétera, no puede ser sino ingrata, no puede recordarles nada distinto al oprobio, la persecución y el sufrimiento padecidos durante quinientos años, empezados en la conquista y proseguidos en la Colonia por los encomenderos, y en la república por los terratenientes, en cuyo favor actúan invariablemente los poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial, religioso y militar.

El derrumbamiento de la estatua del conquistador español generó el escándalo de nuestra sociedad colonial, en Popayán y en otras partes de este país de vasallos. Protestaron las Academias de Historia, la Iglesia, los medios, y reclamaron en coro reparar la ofensa cometida por los Misaki contra uno de sus verdugos ancestrales. El escritor Enrique Serrano, director del Archivo Nacional de Colombia, calificó la acción de los indígenas como “actos violentos” injustificables e inaceptables. Ni a él, ni a ninguno de los indignados por la protesta Misak, a ninguno de los condolidos por la defenestración de una estatua les hemos escuchado nunca elevar su rechazo por el asesinato de líderes indígenas, o contra las masacres de comunidades de estos pueblos originarios, crímenes que se repiten con una frecuencia inverosímil y una aún más inverosímil indiferencia (si no es complicidad) de las autoridades. Para esas gentes tumbar una estatua es un “acto de violencia” irritante: pero el asesinato de indígenas lo miran como cosa normal, cotidiana desde hace quinientos años.

El gran genocidio y la resistencia indígena

Todas las conquistas territoriales se hacen por medio de la violencia. Los pueblos invadidos son avasallados y sojuzgados a sangre y fuego. El invasor no tiene miramientos. Su objetivo no se limita a ocupar tierras. Para conservarla necesita implantar su cultura jurídica, religiosa e idiomática, lo cual entraña la destrucción de las culturas nativas invadidas y sometidas. Así nos lo enseña la historia de los imperios que se han turnado el dominio del planeta. Realizaron sus planes expansionistas entre charcos de sangre y terminaron ahogándose en esos mismos charcos. El imperio español no fue la excepción.

12 de octubre de 1492. El navegante genovés Cristóbal Colón, al servicio de la Reina de España, Isabel la Católica, después de tres meses de travesía marítima sin rumbo, en busca de una ruta nueva para llegar a la India, tocó en una isla que él creyó perteneciente a la India Continental. En sus tres viajes siguientes, entre 1493 y 1502, Colón descubrió otras islas y pisó el continente, convencido siempre de que se hallaba en la parte occidental de las Indias, como lo informó a los Reyes Católicos. Al cabo de su último viaje, el papa Borgia (o Borja) Alejandro VI expidió una bula que declara propiedad de la corona española, por gracia de Dios, las tierras de las Indias descubiertas por Colón. Los moradores originarios de esas tierras no se enteraron de que ellas (con ellos de ñapa) habían sido regaladas por un señor dadivoso que vivía en Roma a una pareja de buenos católicos que vivían en Castilla.

Un proceder típico de imperios. Fue el navegante y cartógrafo florentino Américo Vespucio (Amerigo Vespucci) quien durante tres años bordeó las tierras de las “Indias Occidentales” y trazó el primer mapa de ellas, que puso ante sus ojos desconcertados un descubrimiento más asombroso que el de Colón: las Indias Occidentales no eran tales Indias, sino un continente distinto y muy lejos de las Indias. Un mundo Nuevo. Así bautizó su mapa con el título de Mundus Novus (Nuevo Mundo). En 1508 el cartógrafo alemán Martín Waldseemüller ratificó el hallazgo de Vespucio y lo incluyó en su Universalis Cosmographia con el nombre de América, en honor del florentino.

Esas tierras que el papa Alejandro VI regaló alegremente a los monarcas españoles no estaban habitadas, como se difundió luego, para justificar la barbarie de la conquista, por gente salvaje y horrible que carecía de alma. Sin embargo y pese a sus manipulaciones, en el continente mapeado por Américo Vespucio residían cosa de cien culturas, en su mayoría más avanzadas en muchos aspectos (ciencia astronomía, medicina, higiene, por ejemplo) que las culturas europeas, como lo detalla en su libro Conquista y destrucción de las Indias*, el historiador español Esteban Mira Caballos (Doctor en Historia de América). Dice Mira Caballos en un fragmento de su conclusión: “Antes de la llegada de Colón había en América cientos de culturas, cientos de lenguas, cientos de religiones. Vivían decenas de millones de personas con un largo pasado histórico. Era un mundo.

“Tras la aparición de los españoles, la evolución de esos pueblos y civilizaciones quedó cortada en seco. Hubo luchas terribles en las que las culturas autóctonas acabaron devastadas y sus portadores sometidos o aniquilados. El variadísimo universo indígena quedó reducido a un solo grupo humano: el indio.

“¿Qué fue de los músicos, de los médicos, de los astrónomos, de los arquitectos, de los pintores, de los jueces, de los comerciantes, de los historiadores, de los orfebres, o de los filósofos indígenas? ¿Qué ocurrió con los poetas quechuas que recitaban las hazañas históricas de los incas en las fiestas del Sol? Todos fueron borrados de la faz de la Tierra, al igual que el mundo en el que vivían. El choque de civilizaciones fue tan terrible como un hipotético encuentro actual con extraterrestres que destruyeran nuestra forma de vida”.

Mira Caballos juzga ese “choque de civilizaciones” como un genocidio y un etnocidio. Se calcula que en la conquista del Nuevo Mundo murieron sesenta millones de indígenas. Más de la mitad de esas muertes no obedecieron a acciones bélicas. Los españoles se ufanan de haber traído al Nuevo Mundo, llamado América, la civilización occidental, la lengua castellana, la religión católica, pero se abstienen de mencionar que además de esas herramientas importantes para la destrucción de las civilizaciones indígenas, trajeron también otras igualmente mortíferas. Trajeron la peste y la corrupción.

Los europeos del medioevo no eran un modelo de aseo o de higiene. Ciudades como Londres y Madrid parecían enormes basureros. Esos malos hábitos generaron constantemente enfermedades epidémicas, cólera, pestes bubónicas, lepra, infecciones, fiebres malignas, etcétera. Por el contrario, las civilizaciones indígenas practicaban un aseo riguroso tanto de las personas como del hábitat. Muchos cronistas escriben maravillados acerca de la limpieza impecable de Tenochtitlán, la capital de los aztecas, característica que distinguía a las demás comunidades del continente.

Los compañeros de Colón en sus cuatro viajes, y el propio Colón, habían regado el cuento verídico de riquezas fabulosas de las Indias Occidentales, no solo en especias (que fueron el motivo original de la expedición colombina), sino en oro y metales preciosos, abundantes en tales cantidades que “el que no las viere no las creyere” como escribió Colón en sus diarios y correspondencia. Las riquezas descritas por el descubridor despertaron de inmediato la codicia de miles de europeos, desde los banqueros alemanes hasta el más ruin de los malandrines. Con esos aventureros sin escrúpulos, acompañados de los misioneros católicos que venían a rescatar las almas de los salvajes, se hizo la conquista de América. Los conquistadores, cual más cual menos, portaban su enfermedad contagiosa (venéreas, virus, bacterias, toda suerte de infecciones). Los indígenas, desprovistos de defensas para esos males desconocidos, murieron por millones. Cuando terminó la conquista (c.1573), los pueblos originarios del Nuevo Mundo habían sido diezmados en un setenta por ciento, abatidos en la lucha contra los invasores o por las epidemias. Salvo casos aislados, la corrupción no contagió a los pueblos indígenas que sobrevivieron al aniquilamiento.

A lo largo de cinco siglos las naciones indígenas de América han resistido, sin recurrir a la violencia (desde los Mapuches en Chile hasta los Misaki en Colombia) persecuciones, despojos de sus tierras, asesinato de sus líderes y masacres de sus etnias. Con la paciencia del justo han alcanzado un reconocimiento político, y han llegado a ocupar, como en Colombia, escaños en el Congreso, las asambleas departamentales y los concejos municipales; o elegir, como en Bolivia, aunados en el Movimiento al Socialismo (MAS) a un presidente indígena, Evo Morales. Evo gobernó doce años, en tres períodos consecutivos, que marcan el mejor gobierno en la historia de Bolivia y el mejor en América Latina después de los de Lula da Silva en Brasil. Elegido Morales en primera vuelta para un cuarto mandato, fue derrocado por la oligarquía de terratenientes y de militares, golpe dado con auspicio del gobierno estadounidense y de la Organización de Estados Americanos.

Los indígenas Misaki, que le hicieron morder el polvo a la estatua del conquistador Belalcázar, en unión de otras comunidades, iniciaron el 10 de octubre una minga para reclamar al gobierno del presidente narciso Iván Duque medidas efectivas contra el asesinato de líderes indígenas y contra el despojo de tierras. A la hora de concluir este artículo, la minga marcha hacia Bogotá para exigirle al mandatario una entrevista cara a cara.

Cualquiera que sea el resultado de la minga, no quede duda de que, después de quinientos años de resistencia a la opresión, ha sonado la hora en que los pueblos originarios del continente americano retomarán el puesto que les corresponde en la conducción de nuestros destinos. Ya demostraron que son capaces de hacer gobiernos que trabajen verdaderamente por el bien común.

 

* Mira Caballos, Esteban, Conquista yDestruccion de las Indias (1492-1573), Muñoz Moya Editores, Madrid 2009.

 

 

 

 

 

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Información adicional

Autor/a: Enrique Santos Molano
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