
“Quédate en casa” no es, ciertamente, una expresión que parece compaginar bien con el frenético ritmo alcanzado por el capital en los últimos ciento diez años. En 1909, en el Manifiesto del Futurismo, el poeta Filippo Tommaso Marinetti, exaltado adulador del automóvil y el fascismo, declaraba desafiante de cualquier pasado que “el esplendor del mundo se ha enriquecido de una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carrera con su vientre ornado de gruesas tuberías, parecidas a serpientes de aliento explosivo y furioso… un automóvil que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia”. Y, en seguida, glorificaba la guerra con igual entusiasmo, a la que llamaba “la única higiene del mundo”, con lo que prefiguró –quizá mejor que nadie–, el espíritu del capital engendrado en las forjas que materializaron las transformaciones tecnológicas de la llamada Segunda Revolución Industrial.
Pues bien, finalizando el 2019, (110 años más tarde) la velocidad parece haber sufrido una gran avería, y la conversión de los hogares en sitios obligados de confinamiento llevan a pensar que la forma del futuro anticipado y aupado por Marinetti empieza a ser pasado. Aunque, claro está, exceptuando la guerra, que sigue presente como recurso profiláctico contra cualquier forma de disenso. La “guerra sin fin” qué como principio explícito, proclamó George W. Bush desde 2001 y que de forma subrepticia surte la demanda del keynesianismo militar, hábilmente disimulado en el borroso y retorcido lenguaje de los tecnócratas económicos.
El estupor, universalizado, es quizá el hecho novedoso emergido de la actual crisis sanitaria, pues ha llevado a la población del globo, en su totalidad, a una sensación simultánea de letargo paralizante, que salvo por la búsqueda desesperada de las actividades de entretenimiento, ha impedido dar lugar a reacciones ponderadas y conscientes que busquen salidas a las incertidumbres, equívocos, vacilaciones y sospechas generadas por las decisiones contradictorias de las diferentes instancias del poder. Quizá el freno abrupto y generalizado de las actividades fue un elemento adicional, por lo sorpresivo, de la marcada ausencia de los movimientos sociales en el diseño y exigencia de medidas de control y acondicionamiento pertinentes, que ha concluido en una cesión, casi absoluta, de los espacios de poder a sus detentadores tradicionales. Ha sido la aceptación del estado de excepción, sin resistencia.
Para la renovación del capital, frenar y drenar
La desaceleración de la marcha de la economía fue de tal dimensión que el Reino Unido, por ejemplo, sufrió en 2020 la caída más grande de su producto en los últimos trescientos años (-9,9%), tan sólo superada por la que siguió a la Gran Helada de 1709 que afectó a toda Europa y que tan sólo en Francia dejó alrededor de 600 mil muertos. España vivió la reducción más grande del producto de toda su historia (-11%), y tanto Francia como Alemania (-8,3y -5% respectivamente) no veían contracciones de ese tamaño en sus economías desde las crisis de las llamadas Guerras Mundiales. Los Estados Unidos, pese a presentar una cifra negativa menor (-3,5%), tampoco habían experimentado una reducción semejante desde la segunda postguerra. Esta situación, sin apenas excepciones a nivel mundial –el PIB en Colombia tuvo el año pasado una reducción de 6,8%–, sin embargo, no parece haber afectado la “confianza” de los inversionistas pues las bolsas de valores baten records en las principales plazas del mundo.
Esa caída generalizada, que hubiera significado en el pasado un gran ruido mediático y escandalosas declaraciones de directivos y académicos convencionales, apenas ha despertado ligeras inquietudes –salvo por los reclamos de los pequeños y medianos propietarios, los trabajadores informales y la resignación de los millones de nuevos desempleados–, que dejan la impresión que las contracciones del PIB y las quiebras de negocios entraron a formar parte, como un asunto más, del discurrir normal con efectos colaterales secundarios.
El inventario de las empresas acogidas al capítulo 11 que regula las quiebras en Estados Unidos, por ejemplo, mostró hasta el tercer trimestre del año pasado, que 4200 empresas habían declarado la bancarrota, de las que 424 pueden considerarse grandes compañías. De estas últimas, 46 declararon deudas superiores a mil millones de dólares, y hacen parte de la incómoda lista de gigantes económicos como Hertz, dedicada al alquiler de vehículos, que acusa una deuda de 24 mil millones de dólares, y la pionera en la extracción de hidrocarburos mediante la técnica del “fracking”, Chesapeake Energy, con un pasivo de 12 mil millones. Sin embargo, contrariamente al desgarro en el tejido de los grandes negocios con los efectos de cascada que cabría esperar, lo percibido es una relativa calma pese a las cifras, cuya explicación debe buscarse en las políticas de salvamento de las compañías de mayor tamaño iniciadas con la crisis del 2008, en las que la emisión monetaria fue convertida en política garantista del Estado hacia los grandes conglomerados que tienen asegurada su continuidad mediante subsidios, sea cual sea la condición de su balance.
Pero, hay excepciones, como es el caso del sector minorista que tiene alrededor de cien grandes compañías en bancarrota, que no serán rescatadas. Sears, Brooks Brothers, considerada la más antigua marca de ropa en EU, y Lord & Taylor con 200 años de antigüedad y reconocida como la pionera de las tiendas por departamentos en ese país, son nombres icónicos que anunciaron sus cierres definitivos. En Inglaterra, los almacenes británicos Debenhams fueron liquidados luego de 242 años de funcionamiento. La razón de la exclusión de los comercios convencionales del club de las aseguradas por el Estado salta a la vista cuando observamos que negocios como Amazon marcan el nuevo tipo de despacho al detal que, centrado en las ventas online, busca eliminar el desplazamiento de los clientes en la realización de la actividad y con ello, de paso, restringir en varios grados la movilidad de las personas, así como acelerar la virtualidad y dar un paso más en la imposición del reino de la abstracción más absoluta.
Ahora, por efecto de los monumentales rescates y la conversión de la emisión monetaria, –para compra de deuda privada de difícil cobro–, en mecanismo central de soporte de la actividad económica, la deuda pública de los países del centro capitalista acumuló, a mediados del 2020, el equivalente al 128 por ciento respecto del PIB, mientras que en 1946, finalizada la Segunda Guerra Mundial, ese endeudamiento era de 124 por ciento, mostrándose claramente que el actual déficit es equivalente al de un conflicto militar generalizado, salvo que en este momento la guerra es de la plutocracia mundial contra el resto de la sociedad descargando, de un lado, el peso de la tributación, y por tanto del sostenimiento del Estado, en los grupos de menores ingresos, y, del otro, mediante la trasferencia adicional de valor a través de la instauración del crédito como paliativo de los salarios disminuidos. La extensión totalizante de la figura del «hombre-endeudado», denominada así por el sociólogo italiano Maurizio Lazzarato, y en consecuencia de las interacciones asimétricas entre deudor y acreedor como eje estructural de las relaciones de subordinación actual, hace de la dependencia contemporánea una realidad ampliada a la totalidad del mañana de las personas, que condiciona indefinidamente su sique y su actuar en razón de ese tan dilatado horizonte de sus obligaciones crediticias. Las hipotecas de medio siglo y deuda heredable, los préstamos estudiantiles y las tarjetas de crédito son apenas la punta de lanza de esa gran “tienda de raya” universal que aprisiona a las personas con lazos apenas perceptibles.
En la tercera semana de febrero, los diarios informaban que el Banco J.P. Morgan, uno de los más grandes del mundo, no sólo dejaba de recibir depósitos sino que pedía a sus principales clientes empresariales que retiraran fondos pues querían reducir su base monetaria hasta 200 mil millones de dólares –que es tanto como que los ratones rechacen el queso–, en una situación inédita que es señal clara que las condiciones del capitalismo están transformándose de manera acelerada.
Ese exceso de recursos en el sector privado no es más que la otra cara del déficit público, pues el Estado ha sido convertido en el recipiente sin fondo de todo tipo de activo, y en el demandante de última instancia que garantiza las operaciones fallidas del capital, a través de una orgía de emisión de liquidez que el sistema ya no sabe dónde colocar, y que busca ser encauzado en diferentes direcciones. La amenaza de un “rally” de las materias primas y el alza de dos dígitos de los precios de los bienes inmuebles –la prensa informó recientemente que Bill Gates adquirió 98 mil hectáreas, convirtiéndose también en un gran terrateniente–, con excepción de los espacios para el comercio minorista, son indicios inequívocos que tanto el freno a la economía como el drenaje de los excesos monetarios hacen parte del re-direccionamiento al que obliga la hegemonía total alcanzada por el uno por ciento de los más ricos.
Según el informe de la revista Forbes, publicado el 6 de abril de este año, en 2020, primer año de la pandemia, los 2755 multimillonarios con fortunas personales de más de 1000 millones de dólares las incrementaron en 86 por ciento, pasando de un total de 8 billones de hace un año a 13,1 billones en la actualidad. ¿Crisis del capitalismo con éxito completo de los capitalistas? Eso no puede ser más que un sinsentido, apoyado en parámetros como el PIB que los mismos ideólogos del capital nos invitan a abandonar.
“El gran reinicio”,0: la nueva cara del capital
Entre el 25 y el 29 de enero de este año tuvo lugar la reunión virtual del evento conocido como Foro Económico Mundial de Davos, organizada como una especie de prólogo de lo que está proyectado será una reunión presencial a realizar en Singapur del 13 al 16 de mayo de 2021. Estas reuniones, que tuvieron un preámbulo en mayo de 2020, plantean que las situaciones generadas por la pandemia deben dar lugar a reformulaciones importantes para el Gran Reinicio, que es el nombre dado al conjunto de estrategias pensadas para las nuevas condiciones de la acumulación de capital. Las inquietudes de las élites reunidas en el Foro, parecen tener su origen en lo que perciben como pérdida de confianza en las instituciones, y que estaría reflejada en indicadores como los que presenta el Barómetro de Confianza Edelman.
En palabras de Klaus Schwab, Fundador y Presidente Ejecutivo del Foro Económico Mundial: “En el contexto de la pandemia de covid-19, la necesidad de reajustar las prioridades y la urgencia de reformar los sistemas han ido creciendo en todo el mundo”, lo que, en plata blanca significa que el capital ve la necesidad de ajustar el dispositivo de la acumulación a las nuevas realidades de la tecnología y del predominio de los oligopolios en todos los sectores que ya tienden, en no pocos casos, hacía monopolios reales o cuando menos a cárteles de la producción de bienes y servicios en la casi totalidad de las ramas de la economía. Y, que mejor que el desconcierto provocado por las especiales circunstancias para dar rienda suelta a los ajustes que exige la continuidad de los predominios establecidos.
Los foristas plantean que en primer lugar es necesario cambiar de actitud, y apoyados en los trabajos de Tomás Piketty sobre la desigualdad afirman también separarse de la idea que bajo el régimen del capital ésta es inevitable e irreversible. De esta forma, retornan a la idea de la economía clásica que considera la estructura de la distribución de riqueza e ingresos como un hecho político y no técnico –el ingreso de los agentes explicado como resultado de la productividad de los factores, que es lo que sostiene el pensamiento convencional actual–, en razón de que la remuneración a través de la relación salarial empieza a ser insuficiente para una parte importante de la población ahora desposeída, incluso del “derecho” al trabajo, como ha sido evidenciado con fuerza en la actual pandemia.
En este marco, no debe extrañar, entonces, que el capital vea en lo que fue una propuesta inicial del progresismo, la renta básica, un mecanismo de sostener una fuerza de trabajo ya no de reserva sino sobrante. De los razonamientos de Rutger Bregman, el Foro Económico Mundial dice compartir el calificativo de mítica dada a la tesis smithiana del egoísmo como condición natural de los humanos, lo que lleva a pensar que el principio de la competencia, como motor de la acción económica, tan caro a los ultraliberales, es también rémora del pasado, amenazada de muerte por la cartelización de las grandes producciones, en las que la lucha entre capitalistas parece totalmente innecesaria.
El llamado a un cambio de métrica es otro de los aspectos llamativos, pues señalan, junto con la transformación en los incentivos, que el PIB no debe seguir siendo una medida fiable y explícitamente afirman que “mide los parámetros equivocados” porque, entre otras cosas, si bien “mide la riqueza no mide la distribución”, así como ignora las llamadas externalidades. Hablan de enfatizar en los índices de desarrollo humano y los de felicidad sin especificar, claro está, con eso que es lo quieren significar. La defenestración del PIB tiene en la deflación debida a la tecnología, es decir en el abatimiento de los costos de producción de los bienes manufacturados, el factor de peso que induce a la perdida de importancia de medir el crecimiento en valor de las mercancías, dado que el control total sobre los diferentes sectores por parte del uno por ciento más rico, hace del aumento del valor de los activos una variable más importante que el de la producción, por ser el que empieza a definir el grado de poder social. El valor de capitalización de las empresas denominadas tecnológicas, con un stock de activos físicos reducido y cuyo valor del “producto” generado, como en el caso de Facebook, no pasa de ser una cifra gaseosa sin un sentido objetivo, es un ejemplo de la inaplicabilidad de los viejos parámetros.
Por último, la declaración de intenciones del Foro alude al problema de la comunicación y dicen abogar por reducir las distancias, señalando como crítica la separación alcanzada entre los líderes y la gran masa. Pero, ¿qué puede significar un acercamiento de las élites con la gente del común? ¿Cuáles podrían ser los puntos de convergencia entre los que han acaparado casi todo y los que poseen casi nada? Cuando la automatización no había llegado al punto en que está hoy, el grado de interdependencia entre trabajo y capital tenía al menos mediadores en la política, mientras que hoy las distancias y la brecha parecen inconmensurables y la población sobrante creciente.
Cierta ortodoxia del pensamiento crítico es totalmente contraria a quienes señalan la importancia de considerar, por lo menos teóricamente, el “fin del trabajo” como un hecho de importancia en la era del postindustrialismo, con el argumento que hoy hay, en valores absolutos, más obreros que a principios del siglo XX, negando cambios cualitativos significativos en la relación capital-trabajo, que parecen hacer cada vez más sustituibles a los trabajadores en el espacio laboral sin apenas fricciones, lo que deriva en la insustancialidad, de hecho, de la mayoría de asalariados, seguramente no como clase pero sí como individuos. Reconocer esto, de ser acertada la afirmación, debe conducir a replantar los espacios y estrategias de resistencia de los grupos subordinados.
Cuando Henry Ford estableció la cadena de montaje, fijó al trabajador a un solo punto de la factoría, con el razonamiento que el tiempo de desplazamiento de los obreros en busca de herramientas y materias primas no era productivo. Los objetos empezaron a ir hacia el trabajador y no éste hacía ellos. La fijeza del trabajador en la fábrica tenía su contrapartida en la rápida movilidad del automóvil en las calles, ese objeto idolatrado por Marinetti y los enaltecedores de la modernidad. Pues bien, con el teletrabajo, la fijación de los trabajadores a un solo punto del espacio aumenta, pues el desplazamiento a la empresa ahora es eliminado, con lo cual no sólo tienen que asumir los costos de locación y los servicios asociados a su uso, sino que cargan con las consecuencias del confinamiento a un lugar reducido durante un período de tiempo mucho mayor, con los efectos que esto tiene para la socialización y el derecho de los individuos a su interacción física con los demás. La estrechez de las viviendas de la mayoría tiene que dar cabida ahora a una función adicional, empeorando las condiciones de vida de los trabajadores. Si a esto sumamos que la teleeducación busca fijar también a los niños y los jóvenes, el hacinamiento será extendido a una gran parte de la población a jornada completa.
La alteración del espacio
La prensa neoyorkina informaba que en Manhattan nueve millones de metros cuadrados de oficinas, 37 por ciento más que hace un año –un área que suma más que todas las oficinas de Los Ángeles, Dallas y Atlanta– están siendo ofrecidos en el mercado pues sobran por la adopción del teletrabajo. También reseñaba que J.P Morgan Chase puso en venta 65 mil metros cuadrados de oficinas en el distrito financiero de Manhattan y que la tienda de lujo Neiman Marcus abandonaba, sin estrenar, 20 mil metros cuadrados en el exclusivo barrio de Hudson Yards, ilustrando uno de los efectos no previstos del cambio hacia las ventas al detal, el trabajo y la educación remotas.
Henry Lefevre, en su clásico libro La producción del espacio expone cómo cada modo de producción termina creando las formas de su particular e inconfundible espacio, y remarca que en los análisis este hecho ha sido ignorado casi por completo, no siendo excepción el pensamiento crítico. Por lo que cabe preguntarse si estas transformaciones que ya empezamos a ver en la ocupación de las ciudades –y en la circulación de personas y mercancías– ¿no marcan en realidad un verdadero punto de inflexión en la estructura social? ¿El capital, consciente o inconscientemente está dando pasos hacia una nueva racionalidad? Más allá de lo afirmativo o negativo de la respuesta, lo que debemos preguntarnos es si las representaciones del capital con las que los grupos alternativos reflexionan son lo suficientemente adecuadas, y si los mecanismos de resistencia no necesitan ser actualizados.
La demolición masiva –o, por lo menos el cambio funcional– de espacio construido que bajo las nuevas formas de producción y circulación empieza a ser exigido, así como la declaración de obsolescencia también masiva de artefactos como los automóviles con motor de combustión interna para dar lugar al coche eléctrico, son medidas que tendrán la ventaja de suprimir excesos y reactivar demandas ralentizadas. De los dos billones de dólares que la administración Biden piensa dedicar a infraestructura, una buena parte esté destinada a instalar por todo el país centros de recarga para los coches eléctricos no dejando dudas que maquillar del verde ambientalista buena parte de las medidas del Reinicio es parte de la gran estrategia, con la ventaja de la aceptación sin fisuras que despierta un discurso que está diseñado para parecer “políticamente correcto”.
Las restricciones a la movilidad representadas en los pasaportes de inmunidad y en la normalización del teletrabajo y la teleeducación también serán mostradas como medidas ventajosamente ambientales, con el argumento de la reducción del gasto energético por la mayor quietud. ¿Tendremos, entonces, un nuevo Marinetti que exaltado adule el intercambio de datos, en tiempo real, entre humanos inmóviles? ¿Desde el grupo de los desposeídos tenemos la obligación de interrogar si hay una nueva realidad y formular respuestas? O, ¿no son necesarias porque no hay nuevos escenarios y el capitalismo en esencia sigue siendo el mismo que inauguró la revolución industrial de mediados del siglo XVIII? Preguntar nunca sobra, aún si la pregunta no resulta del todo pertinente o surja de imaginaciones con algo de delirio.
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