Nunca he estado en un funeral en donde el difunto haya sido un familiar muy querido. Ha muerto gente cercana a la que he conocido en distintos momentos de mi vida y he sentido algo que no ha sido dolor, más bien una sensación extraña, entre tristeza y rareza por ver a las personas que sufren toda la conmoción de la pérdida. Creo que en el funeral, la gente, al igual que yo, no saben qué decir. Tal vez en ese momentos suena mejor el silencio.
En otro lado está el matrimonio, que es la fiesta en donde se celebra la unión, la alegría del comienzo, una nueva vida; bueno, para los que se sienten afines a ese ritual. El divorcio es entonces el funeral de esa vida que se acabó. Sucedería lo mismo para aquellos que deciden estar juntos por convicción; el ritual son los acuerdos y el amor que los une. Y de vuelta, el funeral es el fin.
Teniendo en cuenta esto, al único funeral al que he asistido con total tristeza y conmoción ha sido al de mi separación. Tuve una relación de seis años con el padre de mi hijo y como buena descendiente de una familia católica, pensé que la unión sería para siempre.
El cristianismo de Walt Disney nos ha implantado muy bien la ideología de la vida eterna, mostrándonos que la incertidumbre no es algo aceptable, por lo tanto, experimentarla, produce un miedo aberrante, y una cosa es morir en mente y cuerpo, pero morir en vida a causa de un dolor profundo, es otra realidad.
La muerte física supone que nos llevará a la vida eterna y llegaremos a un lugar donde alguien nos juzgará, seguramente Dios padre de Jesucristo, quien vino a la Tierra y murió por nuestros pecados. Bueno, pues la vida eterna nos será concedida si nos portamos bien en la Tierra. Ese es el incentivo para llevar una “vida correcta”, pero hay que resaltar las comillas.
Creo que esa parte de la historia está llena de vacíos, vacíos existenciales que he tenido que ir llenando conforme se van dando las dificultades. Debo entonces aclarar que no profeso ninguna religión, pero crecí bajo esos preceptos, donde la muerte supone el fin y el funeral la contemplación.
En un funeral, por última vez nos encontramos frente al cadáver, que de por sí ya es desagradable. Ver al muerto nunca me ha gustado. A diferencia de la muerte que es el fin de todo, morir en vida nos permite contar la sensación. Así como la relataré a continuación.
Cuando la decisión se hizo realidad y la separación de cuerpos nos llevó a situarnos a kilómetros de distancia, el funeral empezó. En ese punto hay algo que se desconecta, tal vez sea primero el cerebro que queda situado en ese espacio donde todo ocurrió. El cuerpo, así como muerto continúa con vida. Luego viene el corazón, que se parte en mil pedazos. He ahí la agonía de seguir viviendo.
Jamás había experimentado de manera tan consciente un dolor tan profundo, el pecho duele y en realidad vas rota, pues es la sensación de fragmentación. Y entonces le damos paso al desfile de visitas de esos “amigos” y “amigas” no tan amigas. La gente no te lo dice pero te ves terrible. Lánguida, vacía, como si algo en ti ya no existiera. Es simple, están visitando un cadáver.
Tu cara cambia, tu cuerpo, tu mirada. En mi caso, hubo un momento en que me dijeron que me veía más pequeña. Mi piel se puso ajada y el cabello quebradizo. Y por ley de selección natural, todas aquellas personas que nunca fueron de corazón mis amigas y que solo vinieron con morbosidad a criticar y juzgar, fueron expulsadas.
Casi que empiezas a volverte un problema para tu familia, que no sabe qué hacer contigo, con tu mal genio, intentan decirte cosas, pero como sabes que eres el cadáver y todos te miran con ese gesto de pesar, te ofendes y mandas a todos a la mierda. En el peor de los escenarios, pierdes el trabajo. Es como si la vida que sigue sin ti tuviera un ritmo demasiado acelerado, tu ya no puedes, a empujones desayunas, almuerzas y comes. Te adelgazas, quedas en los huesos y si ya eras delgada los demás dirán que ya no eres ni la sombra. Entonces se abre paso a las drogas, el alcohol y la farra, que en un principio te llenan de euforia, pero luego la herida supura su propio veneno y vuelves a lo mismo.
En mi caso desprecié por seis meses todo lo que tenía que ver con esa antigua vida: películas, libros, fotos, cartas y la evidencia andante de ese pasado; mi hijo. Me fui de casa de mis padres y dejé a Sue allí. Viví sola para que nadie me viera llorar, sufrir, me regodeé en mi miseria. Cuando eso sucede, los demás lo saben pero no te ven y eso da un poco de tranquilidad.
Pasa el tiempo y te ves mirando al techo como a través de un vidrio empañado. Cuando habían pasado ocho meses me vi, igual que como el primer día, destrozada, adolorida. Muerta en vida. Comencé a mirar, a escuchar, buscaba respuestas, y de la manera más contemporánea, volví. Meryl Streep, la famosa actriz hollywoodense, dice en un discurso: “si no sabes qué hacer con tu dolor conviértelo en arte”, y eso fue lo que hice.
Volví hacía atrás, busqué en la historia de mi mamá y en la mía propia. Encontré lo que andaba buscando, a las mujeres que habitan en mi. No soy la única que ha vivido ese dolor. Mi abuela, mi madre, mis tías, mis primas. Ahora sé que puedo morir con valentía y caminaré el fango disfrutando del camino.
* Decirle a una mujer que es una perdida es decirle que ha incumplido con todo lo que se esperaba de ella, así que nosotras queremos reivindicar ese perderse de las mujeres, porque han fracturado el molde patriarcal que las acecha. En Relatos de Mujeres Perdidas presentaremos tres narraciones acerca del “amor romántico”. Son muchas las palabras, las ideas, los dolores que nos atraviesan cuando la palabra amor, sobre todo el tradicional y heteronormado aparece, estos relatos son apenas la manifestación catártica de lo que sentimos las mujeres y hoy nos atrevemos a colectivizar. Son escritos subjetivos, potentes, hablan de experiencias individuales en la que quizá alguna lectora se encuentre. La experiencia del desamor es y será distinta para todas, aunque lo claro en este momento en el que las potencias feministas ya no se pueden obviar, es que no tenemos por qué sufrir, que estamos para ser felices y amadas en libertad y justicia. por eso reivindicamos la escritura y desde los feminismos aplaudimos a las mujeres que se relatan a sí mismas.
En ese orden, estas narrativas están hiladas como un tritono disonante y subversivo. Esa figura musical se ha considerado siniestra desde el Medioevo, y las mujeres que aquí tejen sus historias, se han hecho cada vez más feministas y más siniestras. En sus historias perdidas encontraron algo de conexión con su identidad y potencia, así que aquí está la primera entrega de nuestro quinto tritono.
Erika Rodríguez Gómez.
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