Antes de la pandemia decidí viajar sola, por primera vez, a Taganga, para realizar un curso de buceo. En mis viajes acompañada tenía como premisa dejar que el azar marcara el camino, muchas veces llegamos al terminal de buses y allí nos montábamos en el primer bus que saliera hacía cualquier lado; sin embargo, ante la idea de viajar sola planeé cada uno de los minutos y elegí los hostales pensando que quedaran en zonas centrales. Pensé en mis itinerarios, en cada uno de los días, y les confieso que estaba muy asustada.
Había viajado sola otras veces, en el marco de trabajos de campo, seguramente viajes más arriesgados y complejos, pero en los cuales me sentía protegida y con una agenda clara. Viajaba a lugares donde la guerra era y es la cotidianidad; a los llanos del Yarí, La Macarena, Belén de los Andaquíes, Tibú, Caldono, San Andrés de Tello, Santa Ana, Planadas… y nunca me sentí en riesgo.
En esas experiencias era yo espectadora de las violencias que sufrían otras mujeres, y al ser la “abogada” o la “investigadora”, tenía ciertas licencias que no tenían las mujeres de la zona. Descubrí lo profundo del patriarcado y el machismo. Varios momentos se vienen a mi mente, en los cuales puedo relatar lo que implica ser mujer en estas regiones. Compartiré dos de estos recuerdos, que están asociados a los pensamientos que siguen anquilosados en nuestra sociedad y que hacen del mundo un espacio inseguro para las mujeres, en ellos podemos entender que un lugar de privilegio económico nos da a las mujeres mayor capacidad de decisión, sin embargo, nunca estamos a salvo del todo, porque el patriarcado no es únicamente un asunto de clases.
Recuerdo 1: Un día en un caserío un señor de unos 60 años, sembrador de coca, se acerca al lugar donde estábamos departiendo a preguntar por “los ecuatorianos”. Las personas que estaban allí contestaron: “se fueron del pueblo hace dos semanas”. El señor, con un aire de desaliento, me mira y me dice: “Mija, me vine por acá a comprar una mujer, es que la necesito para la finca, hace dos meses pasaron unos ecuatorianos vendiendo muchachas, indiecitas jóvenes, pero en ese momento no tenía la plata y ahora les ando siguiendo el rastro para ver si me consigo mi mujer, las otras que he tenido me han dejado botado, pero esta que compre no podrá hacer nada porque será mía”. El señor me miraba con un aire de deferencia, hasta con temor; yo era la “abogada”, sin embargo, hablaba de otra mujer, otro ser igual a mí, cómo algo que se puede comprar, que él puede esclavizar. Esta idea me dejó una sensación de absurdo en el cuerpo que aun hoy no me puedo quitar y ni siquiera explicar.
Recuerdo 2: Llevaba varios años visitando el caserío de Pueblo Nuevo, el que había quedado prácticamente solo tras el imperio de la “seguridad democrática”, escasas 15 familias permanecían allí porque no tenían más opción, sin embargo, desde el 2008 empezó a retornar la gente. En 2010 montaron un burdel en el pueblo y cuando esto sucedió el presidente de la junta me dijo: “Mija, esto se compuso, cuando abren el chonto es que la economía crece de nuevo”.
Sus palabras no quedaron en el aire y quise visitar tal lugar, ya que llevaba más de 10 días en el pueblo y no había visto a ninguna de las mujeres que trabajaban en el burdel. Le pedí a una amiga, presidenta de una organización de mujeres, que me permitiera entrar a tal sitio. Ella estaba encargada de hacer las pruebas de VIH a las mujeres que trabajaban allí, así que podría acompañarla al día siguiente. Llegamos temprano en la mañana, una hora en la que un burdel es muy similar a cualquier casa de familia, con muchas mujeres acompañándose. La luz del sol se posaba sobre sus rostros cansados tras la noche en que se alargaba su trabajo, estaban allí conversando y peinándose entre ellas. Me contaron que la dueña del establecimiento era quien salía a mercar, ellas no podían andar en el caserío (que era una sola calle) en el día, y esta era una regla que, según escuché, habían puesto las mujeres “decentes” del pueblo, mujeres que tenían que ver todas las noches a sus maridos y sus hijos salir hacía el burdel, así que ellas debían permanacer allí encerradas y tenían permiso para salir, una vez al mes, a ver a sus familias. En este contexto los hombres nunca perdían, no eran responsables de decidir ir al burdel, ni responsables de la furia de sus esposas. Toda esta estructura era responsabilidad de las mujeres.
Estos recuerdos me atormentaban pensando en mi viaje en soledad, aunque en mis viajes de campo estaba protegida por el “rol” que cumplía, ahora que estaba pensando en ser una “turista”, sola en el mar Caribe, era posible que yo también sufriera alguna de estas violencias, basadas en la idea de que una mujer que esta viajando sola “anda buscando macho”, o “al dueño de su vida”, o la otra justificación para violentar a una mujer, sintetizada en el dicho: “eso le pasa por paticaliente”, o “quién la manda a estar dando casquillo”, es decir, esa idea generaliza de que si habló muy duro, o se puso ropa “indecente”, es porque disfruta su cuerpo y eso da vía libre a los abusos.
En mis días de viaje, a pesar de todas mis prevenciones, sufrí violencias. Un día, caminando por la playa, se acercó un señor de 65 años (en ese entonces mi papá tenía 58), preguntándome qué “¿Por qué tan solita?”. Otro día me vi perseguida por un grupo de hombres a lo largo de una cuadra, gritándome cosas, y me tuve que resguardar en una casa de familia.
El viajar sola me permitió entender que, a pesar de mis privilegios, también cargo miedo al patriarcado y su violencia; ese miedo no me hace olvidar mis privilegios y me cuestiona sobre mi pasividad a la hora de presenciar actos de violencia cotidianos contra las mujeres.
Estos recuerdos que acabo de narrar siempre estuvieron en mi cabeza, pero en esos viajes no logré conectarlos rápidamente con acciones políticas concretas o protestas ante lo sucedido, como sí hice con hechos más abstractos como la falta de tierras y de oportunidades para los campesinos y campesinas, las violaciones a los derechos humanos por parte del Estado, entre otras. Al fin de cuentas esos temas son más “científicos”, más “objetivos”, y aceptados en los círculos intelectuales y de izquierda.
Hoy me pregunto ¿Por qué mi silencio ante estos hechos de horror? ¿Por qué si me he declarado feminista no protesté ante esos sucesos, o por lo menos no se volvieron motivaciones vitales de mi trabajo?
Aún no tengo una respuesta clara, quizás entonces, como ahora, en algunos asuntos asumo una postura cómoda, o lo considero “normal” para el contexto. Se que mantener una actitud vigilante ante todas las violencias es muy complejo, y este no es un mea culpa, somos esa amalgama entre el impulso de querer cambiar las cosas y una sociedad violenta que nos ha construido membrana a membrana. Pero valoro la posibilidad de haber podido observar mi privilegio, en una estructura social que nos aísla de aquellos que no se nos parecen.
Para mi reflexión y su reflexión, finalizaré con una frase de Hannah Arendth en su impresionante libro “Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad”, donde esta filosofa realiza un detallado recuento del testimonio de un oficial nazi que envío a miles de judíos a morir en los campos de concentración y las cámaras de gas, en cumplimiento de las leyes alemanas de esa época: “Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente –tal como los acusados y sus defensores dijeron hasta la saciedad en Nuremberg–, que en realidad merece la calificación de hostis humani generis, comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad”**.
* Decirle a una mujer que es una perdida es decirle que ha incumplido con todo lo que se esperaba de ella, así que nosotras queremos reivindicar ese perderse de las mujeres, porque han fracturado el molde patriarcal que las acecha. En Relatos de Mujeres Perdidas presentaremos tres narraciones acerca de mujeres que se atrevieron a tomar decisiones rebeldes: viajar, salir solas, levantarse en armas, romper vínculos… en fin, confrontar la vida que el patriarcado nos niega.
A las mujeres y niñas nos guardan en las casas dizque para cuidarnos, para resguardarnos del peligro, mientras a los varones les permiten explorar el mundo, ser ellos. Cuando las mujeres nos atrevemos a salir del mundo privado, liberamos nuestra potencia, y de paso, convidamos a otras con nuestra rebeldía.
Estas narrativas nos dejarán ver algo de ello. Están hiladas como un tritono disonante y subversivo, figura musical que se ha considerado siniestra desde el Medioevo, y las mujeres que aquí tejen sus historias, se han hecho cada vez más feministas y más siniestras. En sus historias perdidas encontraron algo de conexión con su identidad y potencia, así que aquí está la tercera entrega de nuestro sexto tritono.
Erika Rodríguez Gómez @unaconcubina
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** Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal. Editorial Lumen, 1999, p. 165.
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