Ramos de flores reposan en el sitio preciso de una ladera donde la tierra se desprendió, sepultando la vida de al menos 16 personas. Junto a esos ramos, se erige una barrera de protección que dice “Pereira, capital del eje”. Es medio día, las entregas solidarias cruzan un antiguo puente militar que comunica las dos orillas del río Otún, llevando ayudas para los damnificados. En un transporte de la Cruz Roja los pobladores de una casa que será abandonada, suben sus pertenencias: testeros de camas, colchones, juguetes de los niños, enseres para vivir en la ciudad, pocas y precarias pertenencias que adquieren mayor significación en momentos de desastre.
Unos pasos más adelante en una vivienda de esterilla destruida por el impacto del derrumbe, un perro recibe sobre las tablas el calor del sol, como si la luz fuera un homenaje al presente vivido. En otra imagen, sobre las casas destruidas se distinguen los afiches de reconocidos políticos de la región, quienes por estas fechas electorales frecuentan barrios populares y veredas rurales. Luego brillarán por su ausencia, como en estos momentos cuando se requiere su hombro, y sus palabras quedarán como promesas, que como las espumas de aquella canción de Jorge Villamil, se irán y no volverán.
En Bogotá, Medellín, Cali, los más humildes habitan las partes altas de la ciudad, las ubicadas en fallas geológicas, las áridas, las que bordean los ríos y quebradas, como sucede en Ciudad Bolívar –Bogotá–, Altos de Cazucá –Soacha–, Siloé o la Comuna 8 –Cali– por solo colocar unos pocos ejemplos. Territorios a lo que llegan desplazados o no, en procura de resolver lo fundamental para la familia: un techo donde protegerse. Esfuerzo en el cual y con el cual van construyendo la ciudad, creando redes de convivencia diversas, abriendo espacios de solidaridad inmediata, emplazando a los gobiernos para que hagan real, más allá de lo escrito, la carta de los derechos Humanos.
Para el caso de Pereira, la cuenca del río Otún, sin resguardar su ronda, aloja un contingente humano que literalmente ha ascendido por las empinadas cuestas que comunican la Avenida del río, buscando obtener una oportunidad en la parte alta del centro de la ciudad.
La memoria de este esfuerzo de distintos grupos humanos en la conformación de la actual ciudad, nos dice que en las primeras décadas del siglo XX sobre la parte más plana de Pereira, carreras 7ª y 8ª, instalaron sus viviendas los grupos sociales fundadores y de mejor condición económica, mientras sobre las faldas de las carreras 2ª y 1ª se generaron asentamientos populares. Con el transcurrir de la urbanización los asentamientos a orillas del río fueron normalizándose, de invasiones pasaron a ser barrios legalizados, tanto de Pereira como de Dosquebradas, bautizados con nombres que ostentan referencias de circunstancias o alusiones históricas como Gaitán, José Hilario López, Santa Helena, América, El Balso, Risaralda, La Esneda, El Japón, etcétera.
Sus pobladores encontraron en sus orillas la posibilidad de una vivienda, mientras cumplían oficios como trabajadoras de los servicios domésticos, vendedores ambulantes, ejerciendo actividades hoy extintas como “zorrero” y “carretillero”, trabajadores de la construcción, que sentaron las bases del proletariado urbano de la segunda mitad del siglo XX en la ciudad. Fueron esas personas, nacidas en una violencia estructural, quienes levantaron las casas que se extienden por varios kilómetros de la hoy periférica Pereira, que comparten una memoria común en su abigarramiento, muy juntas la una de la otra, en casas improvisadas, de bahareque, tabla y esterilla, territorio en permanente transformación, todas ellas habitando bajo el referente común de un río contaminado, carentes de un hito de bienestar social compartido por y para cientos de vecinos; un territorio por décadas usado como epicentro de actividades en el límite de la legalidad, como la fabricación y venta de pólvora, o ilegales, como el mercadeo al por menor de sustancias alucinógenas.
Memoria y no olvido. Aún hoy algunos de sus habitantes evocan cómo durante los años setenta, a la llegada de las temporadas de lluvia, el riesgo de la creciente del río era anunciado por un olor a pantano que impregnaba el interior de las casas, momentos aquellos en que la cotidianidad de sus habitantes era interrumpida por las campanadas de las iglesias de barrios como América y Santa Helena, pero también por el ulular de las sirenas implementadas por las acciones comunales para avisar en caso de deslizamientos de tierra o avalanchas del río.
Pese al paso del tiempo, en el segundo país más desigual de América Latina, donde unas pocas familias lo acaparan todo, las circunstancias de dolor y muerte recorre de nuevo este territorio. 45 años luego de la tragedia de octubre de 1976 en el barrio Risaralda, el martes 8 de febrero de 2022, la misma ladera de la montaña que impacta sobre el barrio la Esneda destruye casas y vidas en las dos orillas del río. En la parte alta de la ladera un canal de agua, conocida popularmente como “la Acequia” cruza por varios kilómetros la pendiente escarpada, desde la “boca toma” del río Otún hasta una planta de producción de energía en el cañón del puente Pedregal. La pequeña central hidroeléctrica que tuviera importante papel para el embalse de agua está aparentemente clausurada y bajo ella se ha levantado la historia de los habitantes del río.
¿Dónde está la responsabilidad por estos desastres? Para los expertos, existen sitios que no debieran ser habitados por seres humanos, sirviendo mejor de reserva forestal protectora, como es el caso del Barrio la Esneda, con recomendación desde 1998 para su reubicación. Pero otra cosa piensan quienes cada día, como malabaristas, se esfuerzan por cruzar la cuerda de la sobrevivencia, en medio del riesgo, pues consideran mayor amenaza que la montaña tener a sus hijos en la intemperie, sin lugar donde llegar en la noche, o la alternativa de irse a vivir en una periferia para llegar a la cual no se cuenta con el dinero para pagar el transporte diario. En ocasiones se puede preferir vivir bajo la inquietud de un alud, a estar sin la ilusión de un techo propio.
Así como suele plantearse una responsabilidad ambiental con el río, urge de una responsabilidad gubernamental y social por las miles de personas que habitan bajo distintas laderas. Miles que son la foto de la exclusión y la negación de los derechos humanos, foto del país de las injusticias y la desigualdad.
Miles que habitan poblamientos improvisados, evidencia de la ilusión de una vivienda, “sin importar” el riesgo que deba sortearse, “sin importar” la zozobra diaria. Miles, el país real, que en noches de inquietud sueñan con un futuro distinto, uno donde no haya que arriesgar la vida para acceder a una vivienda, uno donde ellos puedan ir a un buen trabajo, estable y con salario fijo, uno donde sus hijos puedan ir a la escuela con toda tranquilidad, uno donde vivienda, naturaleza, derechos humanos y medio ambiente no se riñan, uno donde la esperanza no sea ilusión sino concreciones que llenen la vida de felicidad, y no de llanto como les sucede ahora.
Agradecimientos por las fotografías Isabel Cristina Castillo. Comentarios de la geóloga Deliana Cardozo, el narrador Rigoberto Gil y el analista social Damián González.
* Profesor Universidad Tecnológica de Pereira.
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