Endiosar, no. Demonizar, tampoco. La campaña electoral en curso, con logros como los alcanzados por el Pacto Histórico en la elección de congresistas, ha despertado gran euforia y convicción entre los partidarios de esta coalición política que riñe con el fanatismo, lo cual no es bueno.
Es un estado de ánimo aupado por los triunfos que alcanzaron las fuerzas sociales con el alzamiento popular que conmovió al país al final del primer semestre del 2021. Pero también contribuyen a ello los triunfos electorales de reciente suceso, Honduras y Perú entre aquellos, y con anterioridad Argentina. Además, en Brasil, sociedad llamada a las urnas en octubre próximo, el triunfo 3.0 de Lula ya se da por hecho.
La convicción es sana, pues multiplica energías, estimula acción constante, transmite seguridad; pero el fanatismo, que parece ser el carácter que se registra en gran cantidad de los activos del Pacto, no es lo mejor, pues lleva a quienes están marcados por ese signo a perder la ponderación y –algo muy importante– la disposición a la crítica y la autocrítica.
Y son precisamente la una y la otra lo que brilla por su ausencia, a tal punto que, ante cualquier análisis que invita a revisar cifras, sucesos y tendencias con cuidado, muchas de estas personas se previenen, se cierran y reaccionan con un lapidario: “esa es una crítica de derecha”, “Usted no quiere que el Pacto triunfe”. Esto, en el mejor de los casos, pues en otros más extremos todo queda personalizado: “Es que usted odia a Petro” o “Usted está contra Petro”.
Nada más perjudicial para un anhelado cambio histórico que esta personalización de procesos políticos, sin contexto y sin dinámica social colectiva. El giro de los sucesos es tal que, a esta altura del partido, como se dice de manera coloquial, el candidato está alcanzando aureola.
Con el altar como referente, la dinámica social –que debiera suscitar la campaña electoral–, en vez de politizar de manera sana, lo que está haciendo es deformar el sentido de los procesos sociales y malformar políticamente a una camada de nuevos activistas. Esta tendencia, de consolidarse, terminará por desdecir del supuesto proceso de cambio que se quiere para el país –anticapitalista ya no se puede decir, tanto por ser ‘políticamente incorrecto’ como por el perfil del Pacto mismo.
Esta realidad, de la necesaria lectura histórica con que se deben blindar las luchas sociales, tiende al idealismo (donde prima el deseo, no necesariamente la realidad) y por ella la lectura de escenarios que debiera estar siempre presente en la mente de todo activista con sentido integral de la política, ante la imposición de un solo espacio –el triunfo arrasador– pierde todo piso.
Así, con orejeras, se pierde el entorno y no hay contexto. La valoración de una posible derrota, ¡ni la mencione! Lógicamente, ello impide identificar los factores que podrían contribuir a tal resultado, lo cual, como consecuencia lógica, obstruye el necesario proceso correctivo que parte de identificar los factores que inclinan la balanza en sentido no deseado, y, al detallar los correctivos, implementar las acciones que lleven a recuperar el equilibro e, incluo, que la balanza se incline en el sentido pretendido.
Es el devenir de la política. Al enfocarse en la capacidad y la potencialidad de una persona, oculta una de las lecciones fundamentales de la historia, aquella que recuerda que los cambios, las revoluciones, las gestas de todo tipo, así como la propia dinámica de la vida, dependen y son realizados por los pueblos. Los líderes, los “héroes” –para las gestas históricas–, cuentan, dinamizan, marcan tendencias, potencian, pero no son lo determinante, que sí lo son los miles, los cientos de personas e incluso millones, cuando toman conciencia de la necesidad y la posibilidad de una vida diferente, de un modelo social ‘otro’, con el cual la tortilla dé vuelta.
Y al perder de vista esta importante lección, se dejan de implementar actividades indispensables para evitar que las mayorías queden como simples espectadoras de un proceso que, finalmente, hacen depender de quien ahora parece no tener tacha alguna y sí disposición y capacidades para concretar hasta lo inimaginable.
Están por fuera de este proceso, por tanto, actividades de educación, de formación, de socialización de los retos por encarar en caso de triunfo electoral, pero también aquellas por realizar en caso de derrota. No proceder así, valga anotarlo, es tender bases para que el deseado cambio profundo que requiere nuestra sociedad quede postergado, arrinconado por un triunfo electoral que se puede leer como parte de un proceso por el cambio pero que ni necesariamente lo garantiza ni lo materializa. Proceder así, sometidos a una dinámica liberal, en que prima la forma sobre el contenido, es abrirles las puertas al culto a la norma, a la democracia formal, sin el propósito de concretar la democracia integral, radical, directa, plebiscitaria, con rupturas en lo económico –si de verdad se propende por la justicia y la igualdad social–, para la cual lo indispensable es la insurgencia social, con poder decisivo.
Un ejercicio formativo, de acción colectiva, en el cual se debiera enfatizar en que el triunfo electoral no significa acceder a/y controlar el poder sino una instancia del mismo –el Ejecutivo–, el Legislativo será contrario y también el judicial. Otros factores, como el Estado, en su más amplia expresión y su administración por una nómina de más de un millón de funcionarios, en su inmensa mayoría, será una rémora que en todo momento obstaculizará hasta la más pequeña medida en procura de cambio. Mucho más lo estará otro poder, el económico. ¿Y qué decir del militar?
Así las cosas, al acceder a una parte del poder, queda abierta la lucha por ir erosionando los otros, y esa disputa es colectiva y cotidiana, es cultural, depende de la presión que ejerzan las mayorías en toda instancia, exigiendo cambio, demandando un gobierno de puertas abiertas. Una acción tal trasciende a una persona, por capaz que sea. Las exigencias deben estar presentes, y con mayor ímpetu, si se trata del gobierno que una inmensa proporción de votantes no dudará en llamar del pueblo.
Pero, además de exigir transformaciones, esos inmensos conglomerados también tienen el reto de fundir las bases de otra economía, de otra educación, de otra salud, de otros modelos de agricultura, de otra política, de otras formas de poder, etcétera. Y es tarea de quienes están en los distintos niveles del gobierno estimular esta autonomía, así como contribuir para que la autogestión popular tienda barreras para impedir que el neoliberalismo prosiga campante.
Estamos, por tanto, ante el reto de una coyuntura que puede abrir puertas para un cambio, que implica mucho más que votos, mucho más que virtudes en quien aparece como referente del mismo. Se deben empujar esas puertas para darle forma a una democracia mucho más allá de lo formal. Les corresponde esa inmensa tarea a quienes fungen como líderes, estimulando la autonomía de los más amplios sectores sociales, entregando todo lo necesario para que en todos los planos les den forma a procesos autogestionarios, de manera que no queden expectantes ante los brazos del gobierno y del Estado, que con seguridad comprimen y no liberan.
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