Si hubiera ganado Zuluaga, el juicio moralista con el que se amenazaba a los promotores del voto en blanco o la abstención, se habría transformado en linchamiento político. Por fortuna, Uribe perdió. Se salvó el proceso de negociación y por ende la paz, exclaman aliviados muchos de los militantes de la izquierda colombiana, esa corriente de opinión política que en este momento comienza a enfrentar, a causa de las contradictorias y subalternas posiciones adoptadas en su seno, uno de los mayores retos de su historia reciente. Ahora podrá comprobar si, como algunos terminaron aceptándolo de manera acrítica, efectivamente quien tiene la llave de la paz es Juan Manuel Santos. Lo cierto es que, en una proeza de manipulación, el candidato-presidente logró convertir el apoyo a su reelección en un plebiscito a favor de la paz.
Un voto de confianza
La sorpresa que causó a muchos colombianos la cuña publicitaria en la que Clara López, antes candidata del PDA-UP, apoyaba a J.M. Santos, no se debía a este simple hecho. Muchos declararon sentirse también “obligados” a hacerlo; la mayoría para detener la ultra-derecha y otros para asegurar además la continuidad del proceso de negociación de La Habana. La sorpresa se originaba en que en dicho video sus declaraciones iban mucho más allá: como por arte de magia, el candidato-presidente resultaba encarnando las aspiraciones “sociales” del Polo: en salud, educación, empleo y vivienda, como si hubiera mediado un acuerdo programático. Acuerdo que nadie ha dicho todavía que se hubiese celebrado en tan corto tiempo y que a todas luces resulta imposible para cualquier izquierda. Y sea ésta la oportunidad para aclararlo: el lugar de la contradicción no está en el mayor o menor presupuesto dedicado a la asistencia social (Zuluaga también hizo gala de abundantes promesas) sino en el modelo de desarrollo cuyas locomotoras, por lo menos a juicio del Polo y de la UP, tendrían que eliminarse.
La explicación está en que una cosa es aceptar como una opción individual, completamente subalterna, el voto “defensivo” y otra muy diferente es sumarse a la campaña del anterior adversario. En ese caso, como lo demostraron los acontecimientos –y hay que agradecer que sólo se trataba de escasas tres semanas de campaña– era necesario revestirlo de virtudes claramente inexistentes. El argumento de la “resignación y el miedo”, como magistralmente lo sintetizó Antonio Caballero, no era suficiente para hacer publicidad y mucho menos para cobrar después el “endoso” de los votos del Polo. Al parecer, Clara, decidió asumir el costo que era, a más de la confusión, el ridículo. El “Progresismo”, con menos costos dada su naturaleza, ya le había tomado la delantera.
El análisis que podría justificar semejante cabriola es francamente escandaloso. No solamente prescinde del marxismo, cosa que ya es de buen ver entre intelectuales, sino de cualquier método inspirado en las ciencias sociales al reducir la historia al papel de las personalidades. Como si fuera poco, la hoja de vida de J.M. Santos no permitía esperar de él una posición progresista. Y ahora sólo queda confiar, como ya lo argumentan algunos analistas oficiosos, que Santos, consciente del aporte que le aseguró el triunfo, comience a desplazarse en su nuevo gobierno “hacia la izquierda”.
Cuando despertó, el lobo estaba ahí
Esta última ilusión, sin embargo, es seguramente infundada. Si algo llama la atención en esta coyuntura es la incapacidad analítica de la mayoría de la dirigencia de izquierda. Enredada en el esfuerzo de construir argumentos justificativos, terminó por convertir este episodio electoral en una disyuntiva histórica entre el fascismo y la democracia. Como si la ultraderecha estuviera apenas ahora a punto de tomarse el país. La historia es desgraciadamente distinta. Ganó las elecciones en el 2002. Fue entonces cuando quedó patente la amenaza, sin que se hubiera planteado semejante angustiosa disyuntiva. Aunque siendo justos hay que anotar que algunos de los hoy izquierdistas en ese momento apoyaron a Serpa, probablemente con el mismo argumento. Y luego la tuvimos en el gobierno, de manera cruda y descarada, durante ocho años.
No podemos olvidar, además, que Santos tuvo una victoria, esa sí aplastante, en el 2010 con los votos del uribismo. Ese fue, sin lugar a dudas, el mandato que recibió. Y en efecto ha gobernado con éste prácticamente hasta ahora, a pesar de las contradicciones públicas y los insultos del capo cuya desesperación tiene otra explicación. El Ministro Pinzón, por ejemplo, ha sido una cuota y no un miembro díscolo del gabinete. Ha quedado comprobado en todas las ocasiones decisivas. A pesar de los discursos y las argucias legislativas del “centrismo” gubernamental, entre la ley de restitución y la ampliación del fuero militar, la maquinaria política y militar ha seguido su marcha. Hay que ser muy ingenuos para creer en la “traición” de Santos.
La ultraderecha ha estado, pues, reinando durante todos estos años, y no sólo con votos; tuvo la capacidad, hace menos de seis años, de sacar a la calle millones de personas, sobre todo jóvenes, en una exhibición de fuerza donde los enemigos, identificados a través de insultos bajos y repugnantes, eran las farc, Chávez y Piedad Córdoba. Y hoy, merced a esta desafortunada prueba de fuerza plebiscitaria, nos acaba de desafiar con casi la mitad de los votos a favor, supuestamente, del autoritarismo y la guerra. Es esta realidad la que debería merecer un análisis profundo. ¿Cómo llegamos a esta situación? Muchas son las preguntas que tendrían que responderse en lugar del expediente fácil de gritar, a última hora, “ahí viene el lobo”.
Problemas de gobernabilidad
Es por eso que, abandonadas ya las falsas controversias acerca de la igualdad o diferencia entre Santos y Zuluaga, la realidad nos obliga, por fortuna, a examinar en su complejidad el nuevo escenario. Un gobierno no se define simplemente por su retórica y ni siquiera por su programa explícito; tiene que ver con la composición de poder de la cual es expresión. Y así como el de Santos que acaba de terminar no podía caracterizarse por su diferencia respecto de la derecha sino por sus relaciones con ella, el que viene tampoco va a definirse por su alejamiento sino por el nuevo tipo de relación.
Es claro que la cúpula de las clases dominantes (y el capital transnacional) ya definió, incluso de manera explícita, que Santos era el más apropiado para la continuidad del modelo económico, entendiendo que la versión mafiosa de la derecha estaba convertida, después de cumplir con su encargo sucio, en un estorbo irresponsable. En términos políticos y militares, sin embargo, nada está escrito. Y en el asunto de la negociación del conflicto armado, es muy probable que se guíen por el viejo consejo chino de caminar con ambos pies.
Ahora bien, la presencia de la ultraderecha en el escenario colombiano es un hecho. Y es obvio que, después de la fracasada apuesta electoral para gobernar sola, se lance a la oposición. Esta es también, aunque parezca contradictorio o paradójico, una forma de cogobernar. Téngase en cuenta que no es una oposición marginal como la de izquierda sino un poder efectivo con raíces locales y regionales. Y el de Santos es un gobierno que, por convicción y debilidad, está dispuesto a admitirla como una pieza enteramente funcional dentro de su engranaje programático. Obsérvese que, en su discurso de la victoria, Santos, con astucia, advirtió que el mandato de paz no era sólo para él sino para las farc y el eln, como buscando desde ahora “aconductarlos”. Por su parte, Uribe con miras a maximizar su potencia, es capaz de jugar, en una primera etapa, a generar ingobernabilidad; con ello incrementa su capacidad de chantaje que el gobierno puede utilizar en su favor en la mesa de negociación. Sobre todo en el tema de la llamada “justicia transicional”. No olvidemos, además, que la derecha tiene en la manga un As: la necesaria refrendación ciudadana de los acuerdos.
El juego de la ingobernabilidad no sólo se escenificará en el Congreso, en el cual el propio Uribe es cabeza de bancada. Hacia el 2015 se apresta a disputar los gobiernos territoriales. Y en particular la Alcaldía de Bogotá; fácil es imaginar lo que representaría frente al gobierno nacional un poder de la derecha en el Distrito capital, haciendo efectiva la oposición más intransigente. Y aquí las cosas no parecen tan promisorias. Para algunos es casi obvio el triunfo de Clara López, seguramente con el apoyo de Santos a manera de contraprestación no pactada. Sin embargo, nada es previsible en este curtido jugador de cartas. Está en la cola, el ya entrenado, Rafael Pardo. Además, debe tenerse en cuenta que en contra de Clara, se levanta Petro quien presume de ser el verdadero propietario de los votos que garantizaron el éxito de Santos en Bogotá y aspira a colocar su sucesor. El resultado dependerá de las buenas, o mejores relaciones que establezcan el nuevo gobierno y las filas, ciertamente desorganizadas, del progresismo verde.
La encrucijada
En este escenario futuro, lo que llamamos izquierda estará enfrentada nuevamente a la misma disyuntiva. Frente a la fuerza y, especialmente, a la agresividad, permanente e incansable, de la ultraderecha uribista, no faltarán las voces que reclamen apoyo para el gobierno de Santos. Nuevamente, y sobre todo en la primera etapa, el bien supremo de la paz, que identificarán con la continuidad de las negociaciones, se colocará por encima de cualquiera otra consideración, sin importar las mejores intenciones de continuar en la oposición. Sin embargo, al mismo tiempo, las iniciativas gubernamentales que vendrán, ya sea el “paquete tributario” o las reformas de salud y educación, sin lugar a dudas privatistas, van a obligar a la confrontación. Es poco probable que la política asistencialista, así tenga el beneplácito de la izquierda, logre compensarlo.
Y lo que es más importante: antes de que pudieran aplicarse los acuerdos en materia de restitución de tierras y zonas de reserva campesina, que en el mejor de los casos sería a mediano plazo, es un hecho que persistirán en el modelo minero-energético, acompañado ahora de la construcción de infraestructura de transporte, con los desastres sociales y ambientales ya conocidos. Ya durante la campaña, Santos asumió el compromiso, en declaraciones que pasaron inadvertidas, de “agilizar”, a favor de los inversionistas, extranjeros y nacionales, las normas ambientales y de consulta previa libre e informada, para no hablar de las consultas populares que han sido ya absolutamente descartadas. En esas condiciones, se multiplicarán los conflictos sociales y ambientales, en un crescendo que, sin importar la “ingobernabilidad” generada, colocarán a los dirigentes de izquierda ante el desafío de conservar o abandonar su compromiso social.
No es un escenario desconocido para la izquierda que en toda su historia ha vivido disyuntivas semejantes. Desde el siglo pasado, cuando el recién nacido Partido Comunista decidió apoyar el gobierno de López Pumarejo, o después, ante la amenaza del Laureanismo, el supuesto talante democrático del liberalismo, lo mismo que, durante el Frente Nacional, frente al Alvarismo. Justamente fue en este período cuando, superando la trampa, surgió, sobre los hombros de las nuevas generaciones, una rica multiplicidad de opciones de izquierda, algunas de ellas decididamente revolucionarias. En el momento actual, es un riesgo, ciertamente, la descomposición de esa corriente de opinión, a menos que se intente una propuesta audaz de reconfiguración –más allá, por supuesto, del Polo– basada en una verdadera autonomía y en la construcción de una alternativa propia cuya ausencia fue la verdadera razón de este espectáculo de opciones subalternas. Si esto último no es posible, de todas maneras vendrá, como en los años sesenta, una renovación, por cuenta de las futuras nuevas generaciones.
Nada está escrito, sin embargo. Por lo pronto, eso que, de manera general llamamos izquierda, en su enternecedora simpleza, más que ofrecer un voto de confianza al renovado presidente Santos, lo que ha hecho es un acto de fe.
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