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«Sólo desde abajo es posible disputarles el terreno a los de arriba». Banano

Toda esta asombrosa riqueza acumulada en Boston, es el producto de la explotación inmisericorde ejercida por su United Fruit en Centroamérica y en la costa norte de Colombia.

Eso ocurre siempre con la colonización. Dulzura, modales exquisitos, en el aristocrático Boston. Sabor amargo y explotación, en el Caribe.

¿Cómo mantener diferencia tan evidente? Los gobernantes ‘nativos’, suavemente engrasados por el dólar, conservan siempre el banano en manos de la United Fruit Company.

Marco Fidel Suárez (1918-1922) llega al poder y nombra gobernador del Magdalena al doctor Florentino Goenaga:

‘Florentino Goenaga –dice la prensa- es, desde hace muchos años, el abogado de la United Fruit Company y su nombramiento equivale a entregar de una vez por todas ese departamento a la compañía yanqui. Se dice que el gerente de la United, Mr. Sinners, que estuvo hace pocos días en Bogotá, vino a tratar asuntos relacionados con la gobernación del Magdalena. El doctor Florentino Goenaga es una de las personas a quienes el gobierno que estime en algo la soberanía nacional, no puede nombrar gobernador del Magdalena: ese es un imposible moral’.

Estos atentados contra la soberanía y la seguridad nacionales, no se hacen gratuitamente o por estupidez. Años después, al final de su gobierno y durante el debate que precipitó su
caída, se supo que el señor Marco Fidel Suárez era sableador profesional: uno de sus sablazos, a la United, fue por US 20.000 dólares.

La United Fruit Company se asienta en la costa atlántica (Santa Marta y Ciénaga), desde finales del siglo XIX, en 1896. Durante la dictadura de Rafael Reyes (1903? – ¿) recibe todo su apoyo y llega a ser el primer exportador mundial de banano. En 19l8, ejerce el monopolio absoluto del transporte y de compra de la fruta, por medio del ferrocarril de Santa Marta a Fundación, adquirido por los yanquis a los ingleses, y mediante sus barcos de transporte, la Flota Blanca (la Grace Line). Los precios que fija en la zona están muy por debajo de los que paga en las zonas de competencia.

Sus socios tienen diferencias y se dividen. Uno de los mayoritarios (Minor Keith) se retira, funda una rival y viene a hacerles la competencia. Ofrece pagar precios más altos. Temerosa, la compañía también ofrece elevar los precios. La prensa de 1919, informa:

‘Antes de iniciarse este movimiento, la compañía ha pagado en Santa Marta el racimo de banano a 0.20, 0.25 y 0.35 centavos, según la estación, al mismo tiempo que en Jamaica, donde concurren algunos competidores, se paga por la misma United y por sus adversarios a 0.75 por racimo de banano de inferior condición y calidad, y debe tenerse en cuenta que el racimo de banano se cotiza hoy en los mercados extranjeros a US 6 y 7 dólares la unidad. ¡A qué enorme distancia quedan todavía los precios que se ofrecen ahora como un halago!’

La United propone firmar nuevos contratos de compra a los productores nacionales, para amordazarlos. Un grupo de productores se niega a firmar, porque lo consideran ‘carta de esclavitud’. El gerente de la United, Mr. Sinners, trata de obligarlos, amenazando con no pagarles la fruta ya recibida y con privarlos de las aguas de regadío indispensables para sus cultivos.

‘Estos reprobables procedimientos despiertan general indignación y hacen todavía más odiosa a la compañía’, continúa la prensa.

Los cultivadores nacionales crean la ‘liga costeña’, para enfrentar a la compañía. Solicitan del gobierno que compre el ferrocarril, para romper el monopolio de la United. El gobierno promete estudiar esa posibilidad. Por fin, el 13 de octubre de 1919, se decreta la suspensión de la limitación que impedía a la nación ejercer el derecho de adquirir el ferrocarril. Pero, de ahí no pasan las bravatas del gobierno. Suárez dice, en privado, a funcionarios de la United, que tomó esta medida forzado por la prensa y que está dispuesto a derogarla. Los productores nacionales deciden hacer envíos independientes hacia el mercado de los Estados Unidos. Las autoridades norteamericanas embargan los cargamentos. Y el dominio indisputado de la United en la costa del Caribe, continúa.

Sólo desdeabajo, cuando Raúl Eduardo Mahecha organiza a los proletarios agrícolas en huelga, es posible disputarles el terreno a los de arriba. Según su testimonio, en la primera conferencia comunista latinoamericana de junio de 1929, en la ciudad de Buenos Aires:

‘… a los obreros no se los organiza desde los escritorios de Bogotá, sino que es necesario estar cerca, unidos, vivir con las masas obreras. Y eso mismo es lo que hice yo. Cuando llegué a esos lugares y comencé la penetración entre las masas de trabajadores, como éstos son sumamente desconfiados, a causa de las innumerables traiciones que han sufrido por elementos que se decían dirigentes obreros, fui expulsado por los mismos trabajadores de más de una hacienda, pero, pese a todos estos contratiempos, que hubieran desanimado a quien no se halla acostumbrado a tales tropiezos e incomprensiones, proseguí mi lucha, hasta que los compañeros comenzaron a demostrar fe en nuestra propaganda. Es conveniente informar a los compañeros, que el trabajador colombiano está cansado ya de discursos largos y floridos, y que espera solamente la hora en que se le indique tomar las armas para lanzarse contra el enemigo. Para esto hay que tomar en consideración que el colombiano está saturado del espíritu latino, lo que hace que cada militante obrero sea un hombre violento, y que no resuelve las cuestiones con teorías, sino que a machetazos o sablazos.

‘Por eso, no se extrañen los compañeros si les digo que en más de una hacienda he sido despachado con cincuenta azotes en mis nalgas, por ir a predicar nuestros ideales. Se necesita mucha astucia y mucho conocimiento de la psicología del nativo colombiano para arrastrarlo tras nuestras ideas, y valerse, como he dicho, de cuentos de aparecidos, o de hadas, ya que es tan supersticioso, para, de cuando en cuando, resbalarle dos o tres palabras venenosas, como ellos llaman a nuestras ideas.

‘La zona de huelga fue dividida en 60 distritos, a la cabeza de los cuales había comités de huelga, los que tenían suplentes listos para reemplazar a los que cayeran en caso de reacción o encarcelamiento. Como teníamos noticias de que el gobierno se preparaba para masacrarnos, el 15 de noviembre hicimos una reunión general de todos los comités de huelga y allí repartimos machetes, revólveres y otras armas. De esta manera, quedaron armados mil compañeros trabajadores. De todo eso yo informé inmediatamente a la dirección del partido en Bogotá, agregando que desde ese momento se había decretado el paro general. Estuve a la cabeza de la huelga, mientras otros compañeros se encargaron de infiltrarse en el ejército, para hacer propaganda y conseguir que los soldados fraternizaran con nosotros. Comuniqué al C.E. que todo estaba preparado y que había 32.000 hombres en huelga, que esperaban las órdenes para extender el movimiento, ya que el plan estaba arreglado: en Cartagena y Barranquilla nos apoderaríamos de los barcos, etc. Mandé esta carta en hidroavión. Estalló la huelga el 12 de noviembre, a las 5 de la mañana. Se nombró el comité de huelga. Apenas declarada la huelga, se entró en los cuarteles y se les pidió a los soldados que entregaran las armas: ametralladoras, cañones, etc., porque en caso contrario, les dijimos, no quedaba nadie vivo. Un poco por nuestra propaganda, y otro poco por el pánico debido a nuestra invasión, el hecho es que los soldados se declararon a favor nuestro y dispuestos a entregarnos las armas. Esa situación asustó al comandante de la zona y a la empresa yanqui, los cuales vieron que la huelga tomaba un carácter revolucionario, al ver cómo los huelguistas se mantenían dentro de la disciplina militar. Informaron al gobierno que se trataba de un movimiento dirigido por jefes del ejército ruso … ( Risas ).
La casa grande
Álvaro Cepeda Samudio

– Ese tren no va a venir nunca.
– Es mejor que no venga.
– ¿Por qué?
– Así no tendríamos que ir.
– Y si nos hacen marchar. Es mejor que venga.
– No nos harán marchar.
– ¿Cómo sabes?
– Los pueblos quedan muy lejos.
– ¿Tú has estado en los pueblos?
– No.
– ¿A qué pueblo vamos?
– No sé. A todos será.
– ¿Todos están en huelga?
– La zona está en huelga.
– ¿Y la zona son todos los pueblos?
– Sí.
– ¿Cuántos pueblos hay?
– No sé.
– ¿Bastantes?
– Sí, bastantes. Tú sí preguntas.
– ¿No te gusta que te pregunte?
– Me da lo mismo.
– Mejor que haya bastantes pueblos. Así nos demoraremos más acabando con la huelga y no tendremos que volver al cuartel. Me aburro aquí esperando. ¿Por qué no vendrá ese tren?
– No habrán encontrado a los maquinistas. Tal vez no los han podido obligar a venir.
– Nosotros los hubiéramos traído a culatazos. Seguro mandaron a unos pendejos. Nosotros los hubiéramos traído hace rato.
– ¿Crees tú?
– Yo sí creo: a culatazos los hubiera traído yo. No creo que esos estén armados.
– No tenemos derecho a pegarles. No podemos obligarlos a venir si ellos no quieren.
– Claro que tenemos derecho: para eso estamos aquí.
– Están en huelga.
– Ya sé, pero eso no importa.
– Sí importa.
– Está bien. Qué vaina ese tren que no viene.

Otro fragmento:

– Este pueblo es feo.
– Todos los pueblos son iguales.
– Pero éste es más feo. Yo no había visto nunca paredes cubiertas de sal. Aquí no necesitan comprar sal; con raspar las paredes tienen.
– Esa sal no se come.
– ¿Por qué?
– No sé, pero no se come.
– En este cuartel no los hacen trabajar: todo está oxidado y lleno de sal.
– Sí, es verdad.
– ¿Viste que nadie se asomó cuando pasamos? Ni siquiera los pelaos.
– Es que ya saben para qué estamos aquí: ya nos tienen rabia.
– ¿Por qué nos van a tener rabia? No es culpa de uno.
– Quién sabe.
– Es culpa de los huelguistas.
– De los huelguistas no: de la Compañía.
– Bueno, pero de nosotros no es.
– Quién sabe.
– ¿Viste la casa de al lado? Es grande, da hasta la otra calle: por ahí nos podemos volar esta noche. Y está toda cerrada:
¿tú crees que hay gente?
– Sí hay.
– No importa: el patio da con el patio del cuartel y la paredilla es bajita; por ahí nos podemos volar.
– Yo no, no tengo ganas.
– Yo sí, yo me vuelo esta noche.
«Entre esas criaturas de farándula…, uno de tantos miércoles llegó a Macondo y almorzó en la casa el rechoncho y sonriente Mr. Herbet.

Cien años de soledad
Gabriel García Márquez

Nadie lo distinguió en la mesa mientras no se comió el primer racimo de bananos… Cuando llevaron a la mesa el atigrado racimo de banano que solía colgar en el comedor durante el almuerzo, arrancó la primera fruta sin mucho entusiasmo. Pero siguió comiendo mientras hablaba, saboreando, masticando, más bien con distracción de sabio que con deleite de buen comedor, y al de sabio que con deleite de buen comedor, y al terminar el primer racimo suplicó que le llevaran otro. Entonces sacó de la caja de herramientas que llevaba consigo un pequeño setuche de aparatos ópticos. Con la incrédula atención de un comprador de diamantes examinó meticulosamente un banano seccionando sus partes con un estilete especial, pesándolas en un granatario de farmaceútico y calculando su envergadura con un calibrador de armero. Luego sacó de la caja una serie de uiinstrumentos con los icales midiò temperatura el grado de humedad de la atmósfera y la intensidad de la luz… El miércoles llegó un grupo de ingenieros, agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores que durante varias semanas exploraron los mismos lugares donde Mr. Herbert cazaba mariposas. Más tarde llegó Jack Brown en un vagón suplementario que engancharon en la cola del tren amarillo, y que era todo laminado de plata, con poltrona de terciopelo episcopal y techo de vidrios azules…»

La inconformidad de los trabajadores se fundaba esta vez en la insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones de trabajo. Afirmaban, además, que no se les pagaba con dinero en efectivo, sino con vales que sólo servían para comprar jamón de Virginia en los comisariatos de la compañía. José Arcadio Segundo fue encarcelado por que reveló que el sistema de los vales era un recurso de la compañía para financiar sus barcos fruteros, que de no haber sido por la mercancía de los comisariatos hubieran tenido que regresar vacíos de Nueva Orleáns hasta los puertos de embarque del banano. Los otros cargos eran del dominio público. Los médicos de la compañía no examinaban a los enfermos, sino que los hacían pararse en fila india frente a los dispensarios y una enfermera les ponía en la lengua una píldora de color piedralipe, así tuviera paludismo, blenorragia o estreñimiento…

Cansados de aquel delirio hermeneútico, los trabajadores repudiaron a las autoridades de Macondo y subieron con sus quejas a los tribunales supremos. Fue allí donde los ilusionistas del derecho demostraron que las reclamaciones carecían de toda validez, simplemente porque la compañía bananera no tenía ni había tenido nunca ni tendría jamás trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba ocasionalmente y con carácter temporal. De modo que se desbarató la patraña del jamón de Virginia, las píldoras milagrosas y los excusados pascuales, y se estableció por fallo del tribunal y se proclamó en bandos solemnes la inexistencia de los trabajadores.

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