Altas y delgadas, de una sola ala o de dos, de madera, talladas o sencillas, pintadas de alegres colores o del reposado blanco, las puertas abiertas invitaban al transeúnte a seguir. El miedo aún no se imponía.
Con la puerta abierta, siempre había más luz en las casas, el aire circulaba libremente, y la invitación para entrar, saludar o entablar conversación, estaba tendida para todo el que pasara. Siempre había un vecino atento a hacerlo y siempre existía una persona dispuesta a responderle.
¿Cuándo y por qué empezaron a cerrarse las puertas? ¿Quién fue el que ajustó la primera? ¿Cuándo se impusieron los candados o las chapas, grandes como el dolor que obliga a usarlas?
Tal vez la primera puerta cerrada fue la que guardaba a
Al cierre de las puertas del poder siguieron las de los más humildes, temerosos de la escopeta o del machete traicionero. Una a una, con miradas de soslayo, sus habitantes fueron cerrando y asegurándose por dentro.
Al cerrarse, la sombra se impuso dentro de las viviendas y el aire fue más pesado. Los saludos se redujeron, la invitación a seguir se hizo selectiva. Las casas se inundaron de sobriedad.
Ya en las ciudades, las puertas perdieron su aire espontáneo. La madera cedió su lugar al aluminio, a las rejas y hasta el blindaje. Del palo nocturno o del candado que ajustaba la boca de cada casa, se llegó a la chapa y luego a las 2, 3 y hasta 5 cerraduras que con doble llave aseguran el temor que inunda a todos.
Aislados unos de otros, sin confiar en nadie, ya el saludo espontáneo al paso de un vecino, no concita la sonrisa del habitante de la casa con que colindamos. Ahora todo es temor: ¿quien va ahí?, ¿y ese quién es?
Sin que el viento pueda batir la puerta, se ha dejado el lugar de la solidaridad para la historia. ¿Quién cerró la primera puerta?
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