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El círculo fatal de la venganza. Perú:

El conocidísimo fragmento de Shakespeare que he usado como epígrafe muestra cuán antiguo y extendido es este dilema que recurrentemente han enfrentado individuos y generaciones a lo largo del devenir humano.


 


Ciertos peruanos, en distintos momentos de nuestra historia, también decidieron «empuñar las armas contra un mar de dificultades». Sucedió con los «montoneros» de Piérola, que en 1895 derrotaron al ejército cacerista en durísimos enfrentamientos, dando inicio a la llamada «República Aristocrática». Ocurrió con los insurrectos apristas de 1932 y 1948, cuyos sueños de justicia social fueron aplastados a sangre y fuego. Pasó también con los guerrilleros del MIR en 1965 y con el joven poeta Javier Heraud, quien «no tuvo miedo de morir entre pájaros y árboles».


 


Al referirse a la insurgencia armada de fines del siglo pasado, el padre Hubert Lanssiers, en su libro Los dientes del dragón, la califica de «imperfección de la caridad»; y ésta es, desde mi punto de vista, una de las definiciones más abarcadoras y sugestivas. Caridad, pues si algo hubo entre nosotros fue precisamente un compromiso e identificación plena con los sufrimientos y las esperanzas de los desposeídos y humildes; asumimos la política como un apostolado, una entrega total al ideal de justicia y solidaridad. Imperfección, porque asociamos estas aspiraciones justas al ejercicio de lo que consideramos entonces un camino necesario: el de la lucha armada, irrogándonos una representación que nadie nos concedió y autoerigiéndonos en voluntad justiciera de un pueblo que no había sido consultado.


 


Añade el padre Lanssiers, a renglón seguido, que si esta «caridad imperfecta» es equivocada y cuestionable, la indiferencia -que es la perfección del egoísmo-, es muchísimo peor. Y en esto último, quienes estén libres de culpa que tiren la primera piedra.


 


Dice el sociólogo alemán Max Weber que la política se orienta por uno de estos dos imperativos: la ética de los principios o la ética de la responsabilidad. La ética de los principios es aquélla que impele a las personas a entregarse de manera total al logro de sus ideales, sin escatimar esfuerzos ni sacrificios propios ni ajenos; añade que, por lo general, estos políticos llevan a sus colectividades hacia destinos inciertos y ajenos a los objetivos proclamados. La ética de la responsabilidad, por el contrario, supone un cálculo razonado de las consecuencias que nuestras determinaciones y nuestros actos desencadenan en la compleja trama de voluntades interactuantes que configuran una sociedad. En otras palabras: cuando la política se sobrecarga de ideología, los resultados suelen ser funestos.


 


A la luz de la experiencia, sólo nos queda admitir que nos sobró ética de los principios y nos falto ética de la responsabilidad.


 


En El Príncipe, Maquiavelo afirma: «Ciertamente que es feliz aquél que armoniza su proceder con la calidad de las circunstancias; y de la misma manera, que es infeliz aquel cuyo proceder está en discordancia con los tiempos». En esta «discordancia con los tiempos» reside, a mi juicio, el meollo de la explicación de la derrota del Movimiento Revolucionario Tupac Amaruc (MRTA), al que algunos analistas han llamado “guerrilla tardía”


 



«guerrilla tardía»


 


Aparecimos cuando las circunstancias empezaron a tornarse cada vez más desfavorables: al derrumbe de la URSS y el llamado «campo socialista» le siguió la derrota electoral del sandinismo; internamente, la división de la izquierda legal (Izquierda Unida) y el agotamiento de las luchas sociales nos fueron aislando, agravado esto por el hecho de que el enfrentar a un gobierno democrático nos dejaba sin la superioridad moral indispensable para cualquier victoria revolucionaria. Como trágico colofón, como si no bastasen los errores propios del MRTA, éste tuvo que cargar también con los pasivos creados por el Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso (PCP – SL), una fuerza con mayor incidencia y gravitación.


 


Como ya he dicho […], la tragedia del MRTA fue el pretender ser una organización revolucionaria en una época que no era -al menos ya no era- revolucionaria. Al moverse en un creciente vacío social y político, muchas cosas se saldrían de su curso.


 


El coronel Aureliano Buendía, ese personaje entrañable de Cien años de soledad, que promoviera treinta y dos insurrecciones armadas y las perdiera todas, descubrió un día que era más fácil empezar una guerra que terminarla. Sucede que, con ella, la magnitud de los agravios aumenta, las heridas se amplifican, los rencores se maceran y, como alguien dijo, «el odio reemplaza a las neuronas». Cuando la política se militariza, se desencadenan fuerzas y pasiones que se van tornando ingobernables y nos atraviesan a todos. Cuando los disparos cesan, quedan secuelas y heridas abiertas: las víctimas y sus familias, los vencedores y los vencidos, los miedos y las rabias; y lo que es más peligroso, una jauría de inescrupulosos que pretenden sacar ventaja y manipular las ansiedades y los temores colectivos para ganar posiciones en sus disputas políticas y periodísticas.


 


Cuando miro hacia atrás y examino los 18 años que ya llevo en prisión, tengo que señalar que lo más doloroso no han sido las torturas ni los maltratos que sufrí; tampoco lo es el estar separado de los míos -con todo lo que ello implica-; ni siquiera lo es el constatar que a ese pueblo, al que idealistamente ofrendé mi vida, le es indiferente mi destino. Lo más duro, lo verdaderamente doloroso, al menos para mí, es comprobar que nuestro sacrificio sirvió para que las fuerzas más oscuras y retrógradas de la sociedad nos utilizaran para legitimar sus proyectos antidemocráticos y sus fechorías, pretendiendo pasar a la historia como «héroes de la pacificación» y «salvadores del Perú».


 


Esta intervención no puede concluir sin un reconocimiento de que nos equivocamos: si bien los fines fueron justos y nobles, erramos en la elección de los medios y extraviamos los caminos. Reitero mi pedido de perdón a quienes pudieran haberse visto afectados por mis actos, así como mi disposición a perdonar a quienes alguna vez me torturaron y maltrataron. Creo que éste es un tiempo de reencuentro y no de avivar rencores. «Hay un tiempo para cada cosa y un tiempo para hacerla bajo el cielo», está escrito en el Eclesiastés.


 


No reniego de mi pasado ni de mis sueños. Formo parte de una generación que fundó sus rebeldías en su aspiración de justicia social y solidaridad. Quisimos cambiar el mundo y hacerlo ya. Estábamos llenos de impaciencia y urgencias impostergables. Primero alzamos los puños; y después, en los puños, las armas. No tuvimos en cuenta la advertencia de Bertold Brecht en su poema a los hombres futuros: «también la ira contra la injusticia pone ronca la voz»; «también el odio contra la bajeza desfigura la cara». De este modo, «nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad, no pudimos ser amables».


 


Ahora que este Tribunal se apresta a emitir una sentencia, me parece pertinente citar las siguientes palabras del señor Salomón Lerner, presidente de la desactivada Comisión de la Verdad y la Reconciliación: «[…] si la memoria para la dominación es repudiable, también lo es la memoria vindicativa. No se recuerda un episodio de violencia para convertirse en esclavos del pasado, sino para humanizar ese pasado terrible; […] para purificar su sentido. Por ello, esa memoria minuciosa de los agravios que se dirigen a motivar la venganza es, en última instancia, un sometimiento al pasado. Es una memoria que no libera, sino que aprisiona; que no eleva el pasado sino que degrada el presente. Los antiguos griegos enseñaron que una forma de alcanzar la libertad era romper el círculo fatal de la venganza. La memoria ha de servir para ello y no para encerrarnos en un ciclo infinito de agravios y represalias».


 


 Establecimiento Penal  «Miguel Castro Castro»



 



Perú: como el mito de Sisifo


Quizás uno de los principales logros de Alberto Fujimori –como todos los fascismos- fue la instauración del miedo en las conciencias de la mayoría de los peruanos. Negarse al cambio, negarse a buscar otras salidas, encerrarse dentro de lo que el establecimiento considera posible, como decía Mario Vargas Llosa “apostarle al mal menor”. Encargados de esta tarea: la prensa amarilla, «Laura en América», la prensa oficial y el  propio “escribidor”.


 


Subyacente al miedo se expresa otro fenómeno: la amnesia colectiva, el olvido público, el no querer ver, ni recordar el pasado inmediato. Esto con el propósito de evitar asumir toda responsabilidad y todo principio, más allá de querer salvar cada quien su propio pellejo. Podemos hablar, en ese sentido, de la ausencia de lo ético en la política: donde se manifiesta una primacía de una conducta de súbditos frente a una conducta de ciudadanos. Claro que hay excepciones.


 


De la anomia de los 80’s pasamos al vasallaje del 2006. En este punto es importante recordar la reciente firma del TLC, la política internacional del gobierno de Alejandro Toledo, sobretodo en el caso venezolano, y la neoliberalización de la sociedad peruana.


 


¿Qué es lo que propone Alan García? En realidad nada nuevo. Seguir la política de sus antecesores Fujimori y Toledo: el tercer piso del proyecto neoliberal. Mucho para pocos y poco para muchos. A nivel latinoamericano, fortalecer sus vínculos con su amigo Álvaro Uribe y apoyar a Lucio Gutiérrez en Ecuador. Repetimos, nada nuevo, ni nada bueno.


 


Para los que no se acuerdan, Alan García fue presidente del Perú en el período de 1985 a 1990. Durante su Gobierno, en pocos años, la economía decreció en más de dos dígitos, la hiperinflación fue la constante y la moneda se devaluó miles de veces. Los niveles de corrupción de sus ministros llegaban al delirio, mientras el pueblo se empobrecía y desangraba por la guerra interna.


 


También se recuerda este Gobierno por la “masacre de los penales”, donde fueron acribillados cientos de presos políticos en las cárceles limeñas por el grupo paramilitar Rodrigo Franco, constituido por su ministro Alberto Mantilla desde el Ministerio del Interior con lo cual concretaba la llamada “Doctrina de Seguridad Nacional”. También por  el declive de su discurso demagógico “el antimperialismo y el Apra”, como se dice: mostró el cobre.


 


Heredero de un conflicto que se inició a comienzos de los años 80’s del siglo XX,  durante el gobierno de Alan García la guerra interna se agudizó tanto en el campo como en las ciudades, a pesar de diferentes esfuerzos de ponerle fin, como la tregua de dos años que de manera unilateral decretó el MRTA. Otra muestra de su fracaso.


 


Sin embargo, no todo está perdido. En la conciencia de muchos peruanos ha calado el discurso de los derechos humanos, la importancia de su exigibilidad y defensa; la lucha contra la dictadura fujimorista reafirmó, en ciertos sectores, un sentido de defensa de lo público y de las políticas anticorrupción. Por otra parte, existe un avance de los movimientos anticentralistas en diferentes puntos del país, como en el departamento de Puno –frontera con Bolivia–en otros departamentos existen movimientos en  defensa de las empresas del Estado como en los servicios públicos y los recursos naturales (Arequipa y Piura). Así que, por más que se esfuercen algunos gobernantes, todo no será como antes. La historia no ha terminado.


 

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