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La antiética del estigma

Un nuevo proceso de negociaciones abierto entre Gobierno y un sector de la insurgencia, abre la posibilidad de aclarar una larga historia de violencia y terror. Una oportunidad para superar el estigma con el que se ha marcado, y se continúa señalando, a todo aquel que se opone al poder vigente, pero también para correr el velo sobre el terror de Estado, y el uso de la violencia por parte de su contrario, con sus nefastos efectos sobre la memoria colectiva. Una mirada al pasado con fuerza y retos presentes.

 

Con frecuencia se habla del conflicto armado de la época actual como continuación del que tuvo lugar en la década de los 50 del siglo XX, la llamada Violencia. Sin embargo pocos se ocupan de argumentar en dónde reside esa línea de continuidad. La mayoría se limita a citar el nombre de alguno o, a lo sumo, algunos, de los líderes históricos de la guerrilla de autodefensa de los 50 que murieron de viejos, ostentando títulos como los de “el guerrillero más antiguo” del mundo.

 

Este es un aspecto, pero en verdad, el estigma es el elemento más importante de esa línea de continuidad porque garantiza la renovación permanente de la guerra; tal y como opera hoy en día en Colombia es el resultado de la Inquisición de Laureano Gómez, que veía en judíos y masones a los corruptores de la catolicidad hispanizante y franquista; inmediatamente después Rojas Pinilla pierde el apoyo de los EEUU, en parte a causa de su intento de sumarle al estigma vigente el rasgo del protestantismo: dejó sin embargo para el Frente Nacional el rasgo del comunismo como articulador con la estrategia de guerra fría. Lo que tienen de común denominador esos rasgos del estigma es que aluden a rivales religiosos de la catolicidad y/o son ateos. Pasadas unas décadas se repite este fenómeno con el de terrorismo, aportado por la doctrina Bush, al cual se adhiere Uribe. Como no se construye ni se borra de un día para otro ni constituye un discurso coherente, el estigma no es despreciable.

 

En el 2013

 

El gobierno de Santos estigmatiza a un líder de los campesinos del Catatumbo1, como miembro de las farc; la exigencia de los manifestantes al respecto de las zonas de reserva campesina2, que coincide con la de la insurgencia en la mesa de negociaciones de La Habana, constituiría la prueba. La autonomía necesaria para que la erradicación de cultivos ilícitos no deje a los campesinos en una situación absolutamente precaria3 justifica su resistencia pero al mismo tiempo delata la inmovilidad negociadora del gobierno, propia de su prolongada sumisión en el mismo tema.

 

Pero aunque esto no es poco hay mucho más. Días después, la comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia es amenazada con impedírsele el ejercicio de sus funciones por haber criticado la actuación de la fuerza pública en el Catatumbo; aunque el gobierno parezca retractarse casi de inmediato, prolongándole la autorización para que opere durante un año más, la estigmatización había sido hecha, los medios de comunicación dominantes tuvieron insumos suficientes para hacer la tarea y la opinión que responde al estigma como un reflejo condicionado quedó satisfecha.

 

Otra expresión del mismo fenómeno. Cuando las protestas se extienden a regiones donde no opera la insurgencia armada de izquierda, la estigmatización apela de nuevo a la figura de la infiltración en este caso de políticos del mismo signo; es el caso de los vínculos entre un dirigente gremial de los cafeteros y mineros con un senador del Polo4. Es el estigma elaborado durante el Frente Nacional que sumó a los rasgos precedentes el de que los movimientos sociales tenían que ser “cívicos”, es decir apolíticos. Aunque ya se entreveía una negociación con los campesinos del Catatumbo, la secuencia estigmatizante se repite por cuarta vez en menos de un mes: diez heridos y cuatro capturados acusados de formar parte de pertenecer “a las redes de apoyo de las farc”5. Sin embargo el no uso del adjetivo “terrorista” es un indicio de regresión6 al período que va desde el primer intento de negociaciones de paz de Belisario Betancur (1982) hasta el dado en el Caguán (1998), en el que la insurgencia armada era vista como consecuencia de las desigualdades sociales; no se trata de la visión laureanista de que la violencia y la guerra constituirían la marca indeleble del “inepto vulgo”. Forma esta de regresión que implica una forma de olvidar.

 

La forma de olvidar que sigue al fin de la violencia de los años 50 es la de una amnistía –por parte del gobierno de Rojas Pinilla– del terrorismo practicado por la para-policía chulavita y respondido en términos similares por la “chusma”. A las guerrillas que no se acogen les es retirada su filiación política de conservadores o liberales que hasta entonces la prensa partidista utiliza, para ser renombradas con el apelativo único de “bandoleros”, los cuales arrastrarán el peso muerto de la crueldad con la que se había librado la confrontación bipartidista. Es algo similar a lo ocurrido con el cambio, en el pasado reciente, de la denominación de “guerrilla” a la de “terroristas” y actualmente con la sindicación a las farc de crímenes de lesa humanidad. El cambio de nombre y la transferencia7 de los autores es una forma del olvido, la que puede estarse fraguando en la mentalidad de los colombianos, revestida del lenguaje científico propio de la época, el reforzamiento del estigma bajo la forma de un fatalismo del ser colombiano, que permitiría ocultar al sujeto que hay en el perpetrador y resaltar en cambio sus rasgos genéticos o culturales8.

 

La respuesta de la insurgencia de que, empezando por el propio Estado, nadie es inocente9 y por consiguiente sería mejor olvidarse de responsabilidades y culpas, es paradójica porque forma parte de las salidas expres que en otros temas rechaza. La mayor beneficiaria de un examen ético y, por consiguiente, político del conflicto sería la misma insurgencia. Entre otras razones porque el estigma al que ha sido sometida no saldría bien librado en un examen integral y comparativo del conflicto armado, que debe contar con la participación de la academia en esa área de su especialidad que es la precisión conceptual. Sin embargo la academia no pronuncia fallos; con ocasión de otros conflictos la salida ha pasado por autoridades morales como fueron los casos de los tribunales Russell y Sábato.

 

Aportes a la conceptualización

 

La caracterización del otro como encarnación del mal propia del estigma facilita su eliminación sin distinguir entre formas caballerescas o atroces. Forman parte de esas generalizaciones apelativos en boga, como los de víctimas y victimarios, en la medida en que contribuyan a la igualación de conductas y actividades de la guerra. ¿Víctimas de qué? O ¿Cómo fueron victimizad(a)os? No son preguntas de segundo orden. De allí a la afirmación de que “Todos los actores del conflicto armado son iguales porque violan los derechos humanos” no hay sino un paso. De la misma manera el abuso de expresiones, como la de “terrorismo” –nunca fueron rigurosamente definidas por parte de aquellos que la implantaron a nivel imperial ni nacional–, indica que se está en el camino de la construcción del estigma. La precisión de la noción de terrorismo como familiar de la de crueldad, que aquí se intenta parte de la idea de que al ser humano lo aterroriza más una muerte deliberadamente prolongada, llena de dolor por el atropello y el destrozo causados al cuerpo y a la psiquis, sin ninguna compasión y con evidente complacencia por parte de los que la causan, que la muerte misma10.

 

Pareciera que la práctica de la crueldad es una manifestación exclusiva de condiciones psíquicas particulares del victimario, sin embargo tanto criminales seriales como los colectivos requieren de privacidad o dominio territorial. El criminal colectivo de la masacre suele contar con una elaboración también perteneciente a un colectivo a menudo mayoritario, consolidada en el tiempo: el estigma, articulado de esta manera a la crueldad. A veces el estigma se asocia a regímenes de Estado tal y como ocurrió con ocasión de la “solución final” del nazismo o con el terrorismo de Estado de las dictaduras militares del Cono Sur de América en los años 80 del siglo XX. Entre esas dos situaciones tiene ocurrencia la Violencia en Colombia de los años 50, caracterizada como de “frágil legitimidad o debilidad del Estado”11. La inoperancia del estigma constituye la “frágil legitimidad” y la creación de fuerzas armadas paralelas que practican el terror compensan la “debilidad”.

 

Ética, guerra y paz

 

Hay analogías bien documentadas entre la mentalidad de los políticos partidarios a ultranza de la solución armada de los años del Frente Nacional, que crearon la denominación de “Repúblicas independientes” para los reductos de autodefensa campesina, y sus pares de hoy en día que esgrimen argumentos similares contra las zonas de reserva campesina12. Si se parte de la idea, tal vez ingenua, de que en la reconstrucción de la verdad histórica del conflicto reside una de las posibilidades de restarle eficacia al dispositivo mortífero del estigma, habría que compensar el déficit que existe en la documentación del campo de los estigmatizados. Desde estudios tempranos como el de “La violencia en Colombia” de Fals Borda, Umaña y el padre Guzmán, hasta otros recién aparecidos, la crueldad impacta con gran intensidad, especialmente a los observadores extranjeros13.

 

Sin embargo el acto cruel por excelencia, la masacre, ha caracterizado a la contrainsurgencia, mientras que el del secuestro lo hace con la insurgencia. Lo dicen las cifras14, como siempre a su manera no necesariamente la mejor. Es así como el concepto más usual de masacre tiene que ver con la cantidad de víctimas, es decir lo objetivo verificable, pero no a los aspectos subjetivos de crueldad y terror. La política de auto restricción de la crueldad tenía un contenido ético concomitante con lo político; en efecto las más conocidas de las guerrillas liberales del Tolima (denominadas por los sobrenombres de sus jefes, Desquite, Sangrenegra) practicaban sistemáticamente la violación de las mujeres del contrario político pero cuando empiezan a hacerlo con las del propio son rechazadas por la población que inicialmente las veía como sus defensoras naturales15.

 

Para entonces ya habían aparecido, en guerrillas y regiones que constituyen el germen de las actuales farc16, restricciones formales ante actos de crueldad A pesar de que amnistía e indulto en la violencia de los 50 se aplicaron a prácticamente todos los contendientes y actos, los decretos 1823 y 2062 de 1954 se preocuparon de excluir para esos efectos a aquellos “cuyos caracteres de atrocidad revelen una extrema insensibilidad moral”17, por lo menos en el papel. No se conocen casos en los que haya sido alguien condenado en virtud de esa excepcionalidad.

 

Sin embargo, dicha salvedad legal es indicativa del consenso ético que, así sea en el papel, siempre ha estado presente en el repudio a la crueldad. Transcurridos 42 años y en un medio geográfico y cultural distante los datos existentes acerca de las violaciones efectuadas por el actor de la guerra (farc) que sigue la línea del de Yacopi y otro relativamente nuevo (eln), sugieren que se ha mantenido una prohibición semejante. El acto del secuestro –que no el de la retención de prisioneros de guerra concepto más apropiado para el caso de militares capturados en combate– merecería ser objeto de un examen igualmente somero al de la masacre, así sea por ser característico de la guerrilla: lo dicen las cifras18. Algunos actos como el de amarrar al secuestrado, parecen estar en la lógica de impedir la fuga pero también en la del castigo cruel. Sin embargo el retorno de secuestrados –bajo poder guerrillero durante diez o más años– evidencia que, a pesar de lo duro de la situación a que fueron sometidos, no se produce en ellos el trauma físico o mental propio de la masacre, la tortura o la violación. Forma parte del secuestro una operación análoga de estigmatización a la de la masacre, que se ve en expresiones consagradas del catecismo de una izquierda rudimentaria como la de prescribir a los nuevos adeptos el “odio de clase”.

 

Epílogo

 

La existencia de algunos programas oficiales de memoria histórica –de reciente apertura– parecieran introducir cambios en esta situación pero su impacto no es muy significativo por razones que tienen que ver con el estigma y el miedo que éste remueve. El estigma no se manifiesta exclusivamente al nivel de lo público sino en la ruptura de la tradición oral entre generaciones de la población desplazada y entre ésta y la población receptora. Una salida del tipo Tribunal Rusell o Sábato es digna de consideración. Además es de esperarse que la realidad colombiana cree mecanismos nuevos, que por lo menos nos dejen la ilusión de no repetición.

 

A este último respecto creemos que es el tiempo de abordar por parte de los nietos la historia familiar, hasta la generación de los abuelos, de manera sistemática, es decir desde el sector educativo, como un programa nacional. Constataríamos, sobre todo los habitantes de las ciudades, que la guerra no es una realidad lejana y ajena sino que tarde o temprano atraviesa la historia familiar y personal de la mayoría de los colombianos. Tal vez si esta generación se sensibiliza en ese sentido la siguiente pueda retomar la historia de nuestro doloroso presente.

 

Notas

 

1 http://www.semana.com/nacion/articulo/farc-niegan-infiltracion-catatumbo/350069-3
2 “…nunca se había producido un acuerdo de esta magnitud y mucho menos dando prioridad a la población rural. “Mientras en acuerdos anteriores, se daba prelación a las garantías y los beneficios a los miembros de los grupos armados dispuestos a desmovilizarse.” http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/index.php/noticias/1418-ique-tan-importante-es-el-acuerdo-agrario-en-los-dialogos-de-paz
3 Periódico Desde abajo.
4 http://www.semana.com/nacion/articulo/oscar-gutierrez-defiende-acusa-santos/351359-3
5 http://www.elespectador.com/noticias/nacional/protestas-de-mineros-continuan-disturbios-y-detenciones-articulo-437897
6 En el sentido de que se constituye en un retorno a un camino sin salida o con una salida conocida por lo frustrante.
7 Utilizamos la expresión “transferencia” en el sentido psicoanalítico de poner en el otro lo propio.
8 “…los extremos inhumanos a que se llegó en materia de ejercicio de la violencia en periodos y regiones concretas del país, sobre todo, en las coyunturas 1950-1960 y 1990-2000, por ejemplo, sugieren que… debe haber entrado algo “intrínsecamente maligno” capaz de posibilitar esos “productos sociales” tan perversos.” Es decir, que estamos ante la posible y “peligrosa” hipótesis de la sociedad colombiana como potencialmente victimaria. http://fundacionecopais.blogspot.com/
9 Es controvertible o susceptible de alguna discusión (el tema de lesa humanidad y el impedimento para participar en política) porque nosotros podríamos decir que la ilegalidad ha capturado al Estado colombiano, entonces no podrían hacer política. http://www.elespectador.com/noticias/paz/el-fiscal-atraviesa-palos-al-proceso-de-paz-ivan-marque-articulo-433677#comments
10 Derrida Jacques. Estados de ánimo del psicoanálisis. Paidós 2000.
11 El texto citado -Bandoleros, gamonales y campesinos. Gonzalo Sánchez, Donny Meertens. p. 9- no alude directamente a la crueldad si se hace a las condiciones generales de existencia del “bandolerismo”, particularmente a la búsqueda de dominio territorial.
12 A este respecto el artículo de Héctor-León Moncayo en el Periódico Desde abajo es bastante ilustrativo.
13 “hay una dimensión, dijo, que me impacta: cuando vemos como se atacan los derechos humanos en Colombia, y veo muchos ataques en el nivel mundial, -estuve en Asia, en Palestina, en Africa, en Chechenia, lo que me impacta de la situación colombiana no es solamente la violencia y la pobreza, o los desplazamientos masivos, es la crueldad. (Subrayado nuestro) En Palestina…no se descuartiza la gente”. “El Tiempo” a finales del 2009 por Francoise Zimeray, Embajador de Francia. Citado en: http://fundacionecopais.blogspot.com, [email protected]
14 “El informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y de dignidad, del Grupo de Memoria Histórica, contiene estos y otros datos tan escalofriantes como el que sigue: en las últimas tres décadas se perpetraron 1.982 masacres. En el 59% de los casos los responsables de semejante brutalidad fueron los paramilitares, un 17% correspondió a las gue-rrillas y en el 8% los perpetradores fueron agentes del Estado.” http://www.elespectador.com/noticias/temadeldia/220000-colombianos-han-muerto-55-anos-de-violencia-articulo-435591.
15 Bandoleros, gamonales y campesinos. Gonzalo Sánchez, Donny Meertens. p. 19.
16 “Como se han encontrado cadáveres sin orejas, todos deben saber que aquí no se puede hacer lo mismo. Los comandantes de guerrilla darán cuenta, al Comando General de cualquier guerrillero que corte orejas o haga mutilaciones en el cadáver de un hombre enemigo.” Yacopí el Comando General del Cuartel de San Luis a la fecha de enero 15 de 1953 Ibíd.
17 Citados en La violencia en Colombia. Germán Guzmán, Orlando Fals, Eduardo Umaña. p. 351.
18 De nuevo las cifras no hablan por sí solas: en efecto el concepto de secuestro se confunde, en Colombia especialmente, pero al parecer en el DIH, con el de los militares puestos en prisión como resultado de un combate o toma de instalaciones. “De los más de 27.000 secuestros perpetrados entre 1970 y 2010, la mayoría fueron realizados por las Farc. …entre 1996 y 2002 se cometieron 16.040 plagios, de los cuales 8.578 fueron realizados por las farc y los demás por el eln” http://www.elespectador.com/noticias/temadeldia/220000-colombianos-han-muerto-55-anos-de-violencia-articulo-435591

Información adicional

Guerra, terror y violencia
Autor/a:
País: Colombia
Región: Sur América
Fuente:

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