El trópico ardía en la piel y su humedad ablandaba los huesos. Laura llevaba ocho meses en el selvático Chocó; hacía labor de trabajadora social y formaba parte del equipo misionero. Sus padres, antioqueños de goda prosapia, sintiendo que su ausencia se hacía larga y triste, viajaron desde Medellín hasta aquellas comarcas perdidas. Querían probar con su piel el ardor de aquella brava selva y cerciorarse de la ortodoxia en la conducción de la misión católica en la que su hija aprendía el celo por la gente.
Para amainar el ardor con el que el Chocó sofoca a los recién llegados y para que fueran entrando en confianza, el Padre Carlos, líder del equipo y avezado misionero de aquellas vírgenes geografías, los fue guiando por la casa de la misión, modesta y acogedora.
Papá y mamá, ambos formados en católica raigambre, iban de estancia en estancia y se miraban furtivamente con malicia mal disimulada y con curiosa inquietud. De repente la mamá soltó un taco que se le anudaba entre el alma y la garganta “y.., ¿no hay en la casa una imagen religiosa?”… El sacerdote, con un brillo de picardía en sus ojos vivaces, replicó: “claro, aquí todo es muy piadoso y cristiano, mire usted…”, y les enseñó las fotos elementalmente enmarcadas de negros en las minas, de encorvadas mujeres ancianas dobladas sobre las aguas del río en búsqueda de oro, de niños barrigones repletos de parásitos, con desorbitadas miradas de miedo y de tristeza.
Con evidente aire de malhumor el papá insistió: “pero,.. ni una sola imagen de la Virgen María…”. Y el sacerdote, puntual y preciso: “cuando ustedes naveguen por el río encontrarán en cada humilde caserío, en cada rancho, las más hermosas vírgenes negras, piel de ébano y alma sin malicias, capaces de sonrisa y abrazo a pesar de la larga humillación y de la de-sesperanza que habita en sus pobrezas”. “Y.., Nuestro Señor Jesucristo, ¿dónde está?”, azuzó la madre. Imperturbable, el misionero respondió con convicción: “Cristos recién crucificados y sangrantes todavía se encuentran en todos los poblados de este Chocó desdeñado; ¡sólo hacen falta sensibilidad y ojos capaces de descubrirlos!”.
Los papás de Laura regresaron a sus católicas montañas, a disfrutar de las antioqueñas consolaciones con que adormila a los creyentes la piedad popular. Algunas semanas más tarde, por correo, llegaron a la misión unas láminas tradicionales religiosas cargadas de color sin gusto y de piedad empalagosa y dramática, acompañadas de una nota: “para que esa casa parezca la casa de un misionero católico”.
Aquella noche, alumbrándose con luz de caperuza, el misionero escribió en su maltrecho cuaderno de meditaciones diarias: “¡Hay tanta religión sin espiritualidad, tanto culto sin compasión humana, tanta tradición sin piedad y tanto ritualismo sin misericordia! Y Jesús de Nazaret repitiendo a coro con el profetismo antiguo “misericordia quiero y no sacrificio” (1).
Han pasado los años. Del buen Carlos nunca tuve más noticias. Hace poco, como una deliciosa sorpresa de la vida, me lo encontré en el centro de Medellín, había venido a un capítulo provincial de su congregación; lo vi envejecido y un poco menos brioso pero siempre sin fatiga y sin afanes, sonriente y fraterno. Recordamos aquellos idos tiempos y me afirmó sin sombra de duda: “sigo siendo el mismo; de la teología de la misericordia de Dios no quiero moverme jamás; cuanto más cercana está mi pascua, más claramente me repito que la razón de mis andanzas es llevar a los pobres palabras de consuelo y mucha fuerza que los aliente en la lucha por conquistar sus derechos y afirmar su dignidad”.
* Comunión sin fronteras, Medellín: [email protected]
1 Según el evangelista Mateo, Jesús solía repetir esa cita del profeta Oseas 6, 6: “misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos” para predicar contra la religión vacía de sentido humano y solidario, contra las leyes, las normas y las tradiciones que dejaban intocado el sistema opresor que atentaba contra los derechos de las personas, las humillaba, las pisoteaba y las reducía a la condición de esclavas de un sistema imperial (Ver: Mateo 9, 13 y 12,7). La predicación de Oseas, por su parte, antecede a la “buena noticia” de Jesús en unos 750 años aproximadamente.
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