Organizada con anterioridad, potenciada para el caso de Bogotá por los gobiernos nacional y distrital, y asumida como reto por un sector del movimiento social, la marcha del pasado 9 de abril en memoria de las víctimas y por la paz, importante por su significado, objetivos y concurrencia, dejó múltiples lecciones.
La atomización del movimiento social no está superada
Las expectativas y las comprensiones sobre la paz, expresadas en el curso de la marcha, permiten percibir que aún los actores sociales y políticos alternativos no logran explayar ni profundizar en el conjunto social un concepto fuerte y dominante sobre la paz, su razón de ser y su potencial.
Las visiones que caminaron durante la marcha valoran la paz desde lecturas de gremio, individuales, localistas, regionales, religiosas, escolares, políticas… Es decir, las valoraciones aún existentes en Colombia sobre la paz son tan diversas como lo es su intrincada sociedad.
Esto de por sí ya es complejo, pues evidencia la ausencia de un actor social y político con capacidad de liderazgo de la totalidad del país; pero lo es mucho más si tomamos en consideración que un sector no despreciable de esta marcha estuvo integrada por empleados públicos, del orden nacional y distrital, que entre la obligación de ocupar su sitio de trabajo o participar de la ‘protesta’, optaron por esta última. Es decir, también es evidente una comprensión de la paz como simple conveniencia personal, o de clase o sector social.
En estas circunstancias, podemos preguntar, ¿existirá algún actor político o social capaz de valorar que, con sus simples fuerzas e iniciativas, reúna la potencia suficiente para proyectar el necesario liderazgo nacional y romper de esta manera la atomización reinante en el país?
La identidad, temporal o de más largo plazo, entre el petrismo y el gobierno nacional no le sirve al movimiento social
No es secreto para nadie: el gobierno distrital (¿el progresismo?) y el santismo han encontrado y concretado, durante los últimos dos años, escenarios para acciones comunes. Tienen identidades a partir de conveniencias mutuas: la confrontación del uribismo, la dinamización del proceso de diálogo con las insurgencias, la planeación del presente y el futuro de Bogotá, la continuidad del alcalde al frente de sus funciones, la necesidad de no caldear por parte de éste el ambiente de la ciudad, etcétera.
Estas identidades de conveniencia permiten la implementación de acciones conjuntas, frente al Procurador, a Ciudad Salud –’apertura’ del San Juan de Dios–, pero también ante algunos actores sociales y políticos. Son acciones que proyectan ante el conjunto social, en particular frente a los sectores sociales influidos, la imagen de un presidente Santos reformista, lo que implicaría que no hay que confrontarlo; o sea que hay que callar ante diversidad de injusticias y dejarlo hacer.
Nada más lesivo para los actores sociales –tanto porque Santos no es un reformista como porque una supuesta ‘convivencia pacífica’ desarma a esos mismos actores sociales ante la ofensiva que tiene en marcha el actual gobierno–, bien en el campo de la minería, bien con la tierra, bien con los salarios de diversidad de gremios, bien con la criminalización de liderazgos identificados en cada región. El Plan Nacional de Desarrollo (PND) es un reflejo fiel de los verdaderos intereses de la actual administración, que pretende completar los ajustes de la ‘modernización’, iniciados en los 90, y que en el campo de la salud, la educación y la política laboral buscan darle una nueva vuelta de tuerca a una normativa orientada tan solo a servirles a los grandes capitales, así como a favorecer una posición aún más gregaria del país en la actual división internacional del trabajo.
Las consecuencias de este proceder para los actores alternativos no son pocas. Como es perceptible, el acuerdo está potenciado por el interés de grupo –¿de individuo?–, lo que de por sí ya es despreciable, abriéndole espacio entre quienes se supone que luchan por una sociedad diferente de la acción política a espaldas de ellos mismos –acuerdos de cúpula–, lo cual termina por hacer de la política un ejercicio vertical, de personas ‘indispensables’, un proceder manzanillo que termina por prolongar todo lo que ya está mandado a recoger de la política de grupo o secta: que suplanta a quienes dice representar, que no obedece sino que manda, que precondiciona las formas de lucha –la electoral en este caso–, que somete y les reduce la fuerza a los sectores alternativos al postrarlos ante la élite tradicional.
Persiste la división entre ciudad y campo
Una constante del actual proceso de negociación entre las farc y el gobierno nacional es la exigua sintonía que el mismo logra en las grandes urbes. No es extraño: es el claro reflejo de la realidad de uno de los actores –la insurgencia–, con importante arraigo en diferentes regiones rurales del país pero con poca presencia, y con escasa legitimidad, en las más importantes urbes del país, donde sus simpatías están concentradas en sectores estudiantiles.
Esta realidad fue claramente perceptible en esta marcha, en que, para el caso de Bogotá, el grueso de la concurrencia estaba integrada, además de funcionarios del orden nacional y distrital, por activistas sociales provenientes de las regiones, muy diferentes de los de la capital del país. Otra parte de los participantes estaba constituido por ‘clientelas’ de cada una de las secretarías distritales, es decir, población beneficiaria de programas sociales activados, o sostenidos, por la actual administración de la ciudad. Llama la atención, incluso, la baja participación del estudiantado de las principales universidades públicas con sede en la ciudad: ¿debilidad organizativa o desavenencia con el proceso de paz?
Mientras un sector del activismo realiza un inmenso esfuerzo por liderar una propuesta política, con la ciudad dispuesta para su desplazamiento, el grueso de su población ni se conmovió por la convocatoria ni sintió la marcha, pues la misma terminó enrutada por un sector de poco impacto mediático, para finalizar en una fiesta.
No parece desencaminada, entonces, la afirmación de que existen dos países: uno que ha estado en guerra por cincuenta años y otro que la ‘vive’ a través de los informes que bombardean los medios de comunicación. Quizás esto explique la actitud de los medios en considerar –pese a las cifras de concentración del ingreso, del porcentaje de personas en la pobreza y de las muertes violentas– que son los países vecinos los que viven graves problemáticas económicas y sociales.
Sectores sociales fortalecidos por esteroides
Uno de los principios rectores de una política moderna que propugne por la superación del capitalismo descansa en la autonomía y, de su mano, la autogestión de los actores alternativos, para construir mecanismos de financiación propios, darle paso a otra economía posible como vía para financiar el liderazgo social y político por una nueva sociedad, formar a los activistas en un necesario recato en el gasto –producto de la escases de recursos–, pero también como reflejo o expresión de su necesario ahorro, y de un rechazo al más burdo consumismo, ese del “úselo y tírelo”. Todo esto estuvo ausente en la marcha aquí considerada. Un actor social que llega a las oficinas públicas regalando camisetas, viseras, banderas y otros objetos de ‘identidad’, tratando de captar incautos, no deja una buena sensación entre quienes se sienten asaltados en su buena fe por la convicción del activista, que sin mediar palabra alguna pretende ganar simpatía por la abundancia, por el número o cantidad o por el objeto de consumo. Son activistas potenciados con esteroides, que, como el atleta de moda, llaman la atención, obtienen triunfos, captan medios, pero todo ello durante el escaso tiempo de vida ‘útil’ que les brindan las energías inyectadas; una vez que dejan de usarlos, caen en la sombra, agotados; asimismo en política, una vez que las instituciones no les facilitan todos los recursos, llegará el reflujo.
Decía en su época algún líder mundial: “Menos pero mejores tropas, y una administración más simple”. Es decir, la cantidad, aunque es importante, no hace el detalle, debiendo dedicarse más tiempo a la calidad, la que en nuestra sociedad pasa necesariamente por realizar una labor cotidiana más estricta en las grandes urbes, discutiendo con los vecinos, y en las distintas organizaciones de trabajadores o de otro orden, los postulados de lo que debiera ser una política de nuevo tipo y un país por (re)construir.
Acción con autonomía y para romper. Un debate que debe darle paso a una estructura horizontal en que el mandar obedeciendo sea la norma y la verticalidad quede como recuerdo del pasado, pero en que además la ética neutralice la corrupción, la representación quiebre la suplantación, la norma sea proponer y no imponer, se luche por unir y no por dividir, el bajar sea más importante que el subir, en fin, en que el país prime sobre el colectivo o el interés particular, y la referencia de organización social no pase necesariamente por el Estado-Nación y sus mecanismos de funcionamiento, control y opresión social, toda vez que los mismos entraron hace décadas en profundo cuestionamiento por la realidad hoy imperante.
Para no olvidar: el lenguaje de la política debe ser coherente con sus propósitos. En cada acto de protesta, en cada manifestación, los actores sociales y la política plasman ante el país su visión de la vida. De ahí que los movimientos deban rescatar su auténtico sentir y crear sus propias formas de expresión, que ciertamente no pasan por las concentraciones donde se acarrea gente, distrayéndola luego con espectáculos. Pan y circo no deben ser el referente de una auténtica expresión social.
Reto inmenso. Lecciones para avanzar, no para estancar. No de otra manera los efectos positivos de un posible acuerdo de paz le darán paso a un liderazgo de nuevo tipo, uno en que los negados de siempre tomen en sus manos el destino de sus vidas.
Leave a Reply