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¡Qué viva el peatón!

¡Qué viva el peatón!

¿Llegará el día en el cual podamos caminar tranquilos por nuestras ciudades? ¿Llegará el día donde los carros y otros motorizados no lo inunden todo? ¿Llegará un día donde volvamos a respirar sin el fastidio que sentimos en la nariz al llevar el aire a nuestros pulmones y sin que el ardor producido por ese aire lleno de partículas contaminadas cubra nuestros ojos? Así iba pensando, en medio del ruido y del aire que nos ahoga a cada paso, atravesando de sur a norte Bogotá –que también podría haber sido Cali, Barranquilla, Medellín, Bucaramanga o cualquiera de nuestra grandes o medianas urbes–, cuando un ciclista, cuasi dueño de no se que, pedaleando sin descanso, casi me levanta por los aires.

¡Hey, que te pasa!, fue lo primero que alcancé a decirle, al percatarme que a pesar de mi eleve no me había cruzado en la vía ni me había saltado el semáforo en rojo. Pero mi exclamación, llena de inconformidad no encontró respuesta alguna pues cuando terminé de pronunciarla el ciclista, dueño de la vía como cualquier otro motorizado, ya alcanzaba el final de la cuadra.

En solo dos llantas, que soportan un cuadro metálico y un manubrio, va montado aquel que ahora alaban tanto –por que no quema gases ni similares–, chofer y pasajero de su propia urgencia, que en vez de abordar y conducir su artefacto metálico hermanado con el entorno, lo lanza contra el que encuentra en la vía, pues no respeta ninguna señal de tránsito ni derecho alguno de los peatones que para él, así parece ser, son un estorbo por superar, no importa a qué costo. Eso sin contar que ahora no le bastan las rutas construidas para ellos, pues ocupan sin cuidado alguno aceras, avanzando en contravía por aquí y por allá, dificultando con todo ello la tranquilidad y el libre tránsito de los peatones.

Elevados a reyes de las vías, favorecidos por las adecuaciones urbanas que tratan de darle prioridad al pedaleo, la ciudad se va llenando de practicantes acelerados de un transporte que podría entenderse como una manera armoniosa de relacionarse con el entorno; adecuaciones que no van de la mano de campañas educativas que enfaticen en los derechos y deberes de los ahora cuasi dueños de aceras y calles; campañas que recuerden que lo prioritario en todo momento es el respeto hacia el peatón, el que finalmente –en caso de cualquier atropello o accidente– es quien llevará la peor de las partes, pues su humanidad es la que recibe de manera directa y brusca los golpes.

Campaña, y readecuación urbana que ahora deberá tener en cuenta que las bicicletas han evolucionado en su diseño de tal manera que muchas de ellas están dotadas con motor, es decir, ahora en las ciclovías no es raro toparse con bici-motos, las cuales alcanzan velocidades que ya son un gran peligro para cualquiera, pues en caso de golpe significarán fracturas y otras lesiones no menores para quien las pare con su humanidad. Bici-motos que también, por aquello del avance de la técnica, las hay impulsadas por energía, es decir, bici-motos que ruedan en silencio, constituyéndose en un peligro para el peatón desprevenido que supone que por la acera no corre peligro.

¡Hey! ¿dónde irá ya el que casi me levanta por los aires? ¿Contra quién lanzará ahora su marco metálico soportado en dos ruedas? Esfuerzo la vista para ver si alcanzo a distinguirlo en las cuadras que ahora me apretó a recorrer con las dos piernas que me permiten avanzar sin contaminar naturaleza alguna, pero es inútil, el afanado peleador ya ha cruzado más allá del horizonte dejándome despeinado con mis angustias y reflexiones sobre la necesidad de adecuar las ciclovías a las nuevas realidades que traen consigo tanto la técnica como el cambio en el uso de la bicicleta, que viene de la mano de la afán por llegar al trabajo o a una cita cualquiera.

¿Llegó la hora de reglamentar el tipo de bicicleta que puede transitar por las ciclovías? ¿Llegó la hora de colocar límite de velocidad para quienes usan este artefacto que hace para muchos más cómodo el transporte urbano?

El paso rítmico que llevo me acerca a mi destino, y pienso que en las ciudades, siguiendo el modelo gringo, la prioridad es para los carros y otros artefactos motorizados, y ahora para los ciclistas, pero todo parece ilógico pues la mayoría de los que la habitamos vamos a pie, somos peatones, sin embargo es a nosotros a quienes nos corresponde abrir más los ojos y concentrar todos los sentidos pues en cualquier esquina, cruce o pedazo de la vía podemos ser levantados por uno de estos vehículos.

¿Habrá que revertir el modelo urbano? ¿Habrá que reducir el afán que a todos nos agobia y gozar más cada instante? ¿Qué le pasará al capital si así fuera, qué a la naturaleza, y qué a nuestra salud?

Ahora se dice que los ciclistas aportan grandemente a que la ciudad no se ahogue más en sus gases, pero, ¿y si las campañas fueran para estimular el transporte a pie limpio? ¿Si las campañas fueran para desestimular el uso de cualquier tipo de vehículo? ¡Qué viva el peatón!, así debería enunciar la primera de las campañas para motivar este cambio de modelo, del motor al pie, al limpio, al mismo con el que se hicieron nuestras ciudades y campos, a pie limpio, como miles de personas tienen que ir de sus casas a sus sitios de trabajo, educación o recreación, porque el dinero no les permite abordar el bus, mucho menos el taxi, ni tener vehículo alguno entre sus pertenencias.

Si así fuera –pienso cuando ya estoy a punto de tocar la puerta de la casa a la cual me dirijo–, deberían diseñarse y construirse más y mejores vías, pero en este caso, para los miles de peatones que impiden con su paso a paso, que las ciudades terminen siendo el cementerio de todo tipo de especies vivas, entre ellas el ser humano.

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