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Colombia ante la Declaración Universal

Para la mayoría de las personas resulta difícil de entender que la noción de Derechos Humanos es de naturaleza ética, política, y va más allá de cualquier legislación positiva u ordenamiento jurídico. El filósofo cede su lugar al abogado. Se escudriña entonces, una y otra vez, en las Constituciones nacionales (derechos y libertades fundamentales), sin advertir la enorme paradoja que ello significa pues serían límites autoimpuestos a su propia soberanía. En particular, a lo que sería la legitimidad de que goza el Estado nacional para el uso de la fuerza. No sorprende, por lo tanto, que las organizaciones de la sociedad civil, conscientes de semejante contrasentido, pero necesitadas de justificaciones jurídicas, hayan buscado, y encontrado, un apoyo en los tratados internacionales. Como dicen algunos: los Derechos Humanos son lo que la legislación internacional dice que son. Curiosamente, el punto de partida de toda la normatividad internacional en esta materia, la Declaración Universal aprobada por la Asamblea de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, no siendo propiamente un instrumento vinculante, es más bien una tentativa de consenso político universal. Es cierto que buena parte del globo estuvo ausente pues se encontraba en ese entonces conformada por territorios coloniales, y que la Unión Soviética junto con los países de Europa Oriental, después de haber trabajado en su elaboración y redacción, decidió abstenerse, pero también es verdad que, pese a todo, o más bien, gracias precisamente a su contenido contencioso, se convirtió en un ingrediente fundamental de la cultura política contemporánea.

En general, los Tratados sobre Derechos Humanos son, sin embargo, un fruto, sin duda el más apreciado, de la guerra. Hunden sus raíces en lo que hoy se conoce como el Derecho Humanitario. Y no es una excepción el conjunto normativo que emerge de las Naciones Unidas, desde su Carta Constitutiva en 1945 hasta los Pactos de 1966. No se necesita ser un especialista para advertir que nace marcado por la terrible experiencia de la Segunda Guerra Mundial y por la necesidad de condenar y evitar, como se decía, la repetición de las atrocidades cometidas por el nazismo. Pero es al mismo tiempo el resultado de una transacción entre los dos grandes bloques de vencedores: la Unión Soviética y los Estados Unidos. Los mismos que desde ese mismo momento se van a enfrentar en lo que se conoce como la “Guerra Fría”, anunciada por el presidente Truman en 1946.

Colombia, o más exactamente su gobierno, no confluye en la corriente de aprobación de la Declaración Universal por una especial preocupación por la defensa y protección de los Derechos Humanos –los gobiernos que se han sucedido después han tenido la ocasión de demostrar que los tienen sin cuidado– sino, de manera menos gloriosa, porque formaba fila detrás de la política de Estados Unidos. Recordemos que ese mismo año, en abril, caía asesinado el líder popular J.E. Gaitán, justo en el momento en que se desarrollaba en Bogotá la IX Conferencia Panamericana punto de partida de la OEA, consagración del “patio trasero” de la potencia. Un año antes se había firmado el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, Tiar (militar), redactado precisamente por Alberto Lleras Camargo. El gobierno colombiano asiste pues a dicha histórica Asamblea, dejando atrás un reguero de cadáveres, desolación y ruina. Con una novedad: la política exterior era entonces el resultado de un acuerdo bipartidista. Años antes, en contraposición al partido Liberal, el ala laureanista de los conservadores fungía de antiyanqui, no tanto por ser antimperialista como por sus declaradas simpatías hacia el eje nazifascista. El acuerdo logrado era ahora total. Y es entonces cuando Colombia comienza a liderar la cruzada anticomunista en América Latina y el Caribe.

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