Como el resto de la población americana, las etnias subalternas dividieron sus simpatías políticas entre quienes defendían la lealtad a la monarquía española, y quienes proclamaban la necesidad de romper el yugo colonial y constituir naciones independientes y soberanas en América. En uno y otro bando se alinearon gentes de todas las capas y estamentos que integraban la sociedad colonial: hubo españoles patriotas y criollos realistas, por supuesto. Y hubo indios, negros y mulatos patriotas y realistas. Pero la mayoría de los miembros de estos grupos étnicos, o al menos los más activos políticamente, mostraron una clara propensión al realismo en todo el territorio americano. En ese contexto, los indios neogranadinos no fueron la excepción. Aunque sus motivos fueran distintos en cada región y en cada momento, en términos generales, se ha dado por supuesto que los indios preferían estar sujetos a un rey lejano y a una monarquía paternalista que los había reconocido desde el comienzo como “vasallos libres”, y que había producido una profusa legislación protectora de sus comunidades y pueblos. Ello fue así hasta el punto de que los revoltosos indios mexicanos que se alistaron en los movimientos insurgentes comandados por los curas Hidalgo y Morelos, decían combatir bajo el comando compartido de la Virgen de Guadalupe y el Rey Fernando VII.
Con todo, ya fuera por convicción, pero sobre todo por conveniencia, muchos indios se alistaron en los ejércitos patriotas, generalmente inducidos a ello por los curas, los corregidores o protectores de indios, o por sus propios caciques y capitanes.
No obstante, en más de una ocasión, impulsados por intereses comunitarios o étnicos particulares, o dando rienda suelta a antiguas rencillas y enemistades, algunas comunidades indígenas optaron por enrolarse en los ejércitos adversarios de realistas o patriotas en contra sus propios congéneres, con el fin de procurar la reivindicación de viejos agravios o de ratificar pretendidas hegemonías étnicas. Fue así como en las regiones de población mayoritariamente indígena, los ejércitos contendientes estuvieron en buena medida integrados por indios adscritos a grupos étnicos diferentes, como lo demuestran palmariamente no solo los casos paradigmáticos de Perú o México, sino los que en el actual territorio colombiano se han puesto de presente en casos como el de diferentes comunidades de la Guajira, estudiado por José Polo Acuña, o el de los “pastos” de Túquerres y sus alrededores, enfrentados a los “quillacingas” vecinos de la ciudad de Pasto, alineados los unos con los “patriotas” y los otros con los “realistas”.
Población y acción política
En el Nuevo Reino de Granada el proceso de mestizaje fue tan intenso durante el periodo colonial que para fines del siglo XVIII la población indígena censada no alcanzaba al 10%, con una concentración muy desigual a lo largo del territorio neogranadino. La mayor parte de quienes fueron considerados “indios” por los realizadores del censo general de 1778 habitaba en la zona central del país, entre las provincias de Santa Fe y Pamplona (cerca del 41%). En la Región Caribe se contabilizó el 18% de los indios neogranadinos, y en la provincia de Pasto el 10% de la población era indígena.
En esas zonas, alejadas y diversas entre sí, fue donde la presencia indígena en las guerras de Independencia tuvo mayor relevancia. En cuanto a lealtades o afinidades políticas, en dos de esas regiones, la caribeña y la pastusa, los indios fueron acérrimos defensores de la monarquía; y en la tercera, la región centro-oriental, la lealtad de sus pobladores indígenas fue más flexible, acomodándose en cada momento a las circunstancias predominantes.
La inestable situación política que caracterizó los años turbulentos de la independencia necesariamente afectó las relaciones entre los indígenas y los diversos gobiernos que se sucedieron muy rápidamente unos a otros ¿Cómo actuaron los indígenas en medio de la consiguiente inestabilidad normativa, política y social? Algunos grupos adecuaron su conducta y su discurso a las cambiantes circunstancias de la guerra y la política, como ocurrió en la región central, vecina a Santa Fe. Otros, en cambio, optaron por una posición más consecuente u obstinada a lo largo de todo el proceso, como fue el caso de los indios realistas de las provincias de Santa Marta y Pasto.
Los veleidosos indios de Santa Fe y Tunja
Hacia 1810, el discurso y la práctica política de los indios conservaban mucho de su forma y contenido colonial. A fines de la Colonia sus reclamos se centraban en la defensa de sus tierras y sus pueblos, el rechazo a las innovaciones, el mantenimiento de las normas tradicionales de administración étnica, y los abusos continuos de sus curas y corregidores. En los años subsiguientes a la Independencia, en cambio, no fueron escasos los reclamos de los derechos pregonados por el bando republicano de “igualdad ciudadana”, reclamos que en ocasiones se tradujeron en insubordinación y desórdenes en procura de reivindicar los derechos hasta entonces desconocidos de libertad, igualdad y ciudadanía. Ese notable cambio de actitud ocasionado por la Primera República, es un indicio claro de la nueva conciencia política surgida tempranamente entre las comunidades de indígenas próximas a la capital.
Poco tiempo después la Reconquista española impuso la necesidad de una reorientación estratégica de los pueblos indios, pues Morillo y su ejército tenían como misión no sólo restablecer el poder absolutista del rey de España y someter a los súbditos rebeldes, sino también restaurar la totalidad de las leyes, las instituciones y los usos propios del antiguo régimen. Y entre ellos se incluían las relativas a la administración étnica, agravadas por nuevas cargas personales y gravámenes extraordinarios a favor de las tropas realistas. Los indígenas, por consiguiente, debieron olvidarse por lo pronto de sus pretensiones de ciudadanía y volver a asumir su antiguo estatus de tributarios y súbditos del rey de España.
La nueva situación se reflejó de inmediato en los reclamos dirigidos a los “nuevos” gobernantes. Así, en 1818, los indios de Boavita y el Cocuy, en la provincia de Tunja, le solicitaron a sus curas y a su corregidor que certificasen cuánto habían servido, en trabajo y en especie, al sostenimiento del ejército del rey, y cómo esta demostrada fidelidad al monarca no había sido justamente correspondida. No les faltaban razones para quejarse. A la restauración del tributo se le añadió una nueva exacción fiscal: la “mensualidad”, mucho más onerosa y expeditiva en su cobro, como quiera que éste se hacía manu militari. Pero además se les extorsionaba con gravosas contribuciones en especie: bestias de carga y silla, ganados, vendas, camas, alimentos. Y por si fuera poco, se restableció el trabajo personal, requiriéndolos el Ejército Expedicionario como porteadores y peones en la construcción de caminos, sin remuneración y con la obligación de alimentarse por su propia cuenta. A todo esto había que agregar la pretensión de cobrarles los tributos atrasados. Comprensiblemente desesperados y molestos por su situación, los indios recurrieron al rey, “su protector”, a quien Morillo pretendía suplantar abusando de sus atribuciones.
Una vez derrotado el ejército realista, ya en 1820, salta a la vista la intención de los indígenas de pasar cuanto antes las cuentas de cobro al recién instalado gobierno republicano por los sufrimientos ocasionados por la guerra emancipadora. Ése pareció ser el mejor momento para tomarle la palabra al nuevo régimen y reivindicar sin más dilaciones la tan proclamada igualdad. Así, las solicitudes más frecuentes en el decenio 1820-1830, fueron las relacionadas con en detestado tributo de indios. Son igualmente llamativas en este periodo las solicitudes que invocaban los recién adquiridos derechos de ciudadanía, las quejas contra curas y funcionarios civiles por sus malos tratos, el repudio manifiesto al derrocado régimen colonial, y los reclamos sustentados en los derechos inherentes a su estatus de ciudadanos.
Pero, no obstante sus protestas y reclamos permanentes, los indios de Santa Fe y Tunja nunca tomaron las armas por su propia iniciativa, ya fuera para defender al rey o a la patria.
Los indios realistas del Caribe y los Andes
En la región caribe neogranadina, asolada desde comienzos del siglo XVI por las expediciones de conquista y saqueo, sobrevivieron, no obstante, un buen número de grupos indígenas, algunos de ellos muy beligerantes y defensores a ultranza de su autonomía, como los guajiros, los chimilas o los motilones; y otros parcial o totalmente sometidos a la dominación colonial, pero debidamente asentados en sus pueblos y resguardos y, por consiguiente, poseedores del poderoso elemento identitario y cohesionante constituido por sus cabildos o “repúblicas de indios”. Esta población se encontraba dispersa y desconectada en el amplio territorio caribeño, y quizás por eso durante las guerras de Independencia solo es posible seguir, aunque con dificultad, la actuación de los indios de las cercanías de algunas de sus ciudades principales: los puertos de Santa Marta y Riohacha. Curiosamente, y a pesar de contener una importante población indígena en su jurisdicción, la actuación de los indios resulta en Cartagena mucho menos visible que la de los negros y mulatos, seguramente por la mayor concentración urbana de estos últimos, y sin duda por su notable actuación en los acontecimientos políticos locales.
En los casos de Santa Marta y Riohacha, en cambio, desde las obras más clásicas, como la de José Manuel Restrepo, hasta las más recientes se ha resaltado siempre la importancia de los indios en la resistencia contra los sucesivos embates republicanos que sufrieron ambas ciudades, tanto en la fase inicial de las guerras de Independencia (1810-1814), como en su etapa definitiva (1818-1820).
En la primera fase, en medio de la encarnizada guerra civil por la hegemonía provincial que libraron los puertos de Cartagena y Santa Marta, el uno en procura de someter al otro a su propio gobierno y jurisdicción, y el otro defendiendo su autonomía arropado bajo el manto del rey, la actuación de los indios de los pueblos próximos a Santa Marta fue notoria. A fines de 1812, los cartageneros, animados por la llegada de un importante grupo de militares venezolanos y franceses, decidieron someter a Santa Marta por la vía de las armas. Esta ciudad, que había establecido una junta patriótica en agosto de 1810, había vuelto a manos de los realistas en diciembre del mismo año. Desde entonces, una abierta hostilidad había caracterizado las relaciones entre ambas ciudades, hasta llegar a su punto culminante con la invasión comandada por el francés Pedro Labatut, quien a comienzos de 1813 inició su ofensiva por el pueblo de San Juan de la Ciénaga, en las proximidades de Santa Marta. Allí fue recibido por una menguada tropa de indios que, “armados con arcos y flechas, unas pocas pistolas y un par de cañones, esperaban listos a defender el pueblo contra los barcos y las tropas de la provincia de Cartagena”. Después de una corta resistencia, los republicanos se tomaron el pueblo, y el 6 de enero entraron a Santa Marta.
Fue a raíz de esta invasión y de las desacertadas medidas tomadas por el comandante francés que se dio lugar al protagonismo de los indios de los pueblos vecinos a la ciudad. Según José Manuel Restrepo, la insurrección realista comenzó en Santa Marta cuando, el 5 de marzo de 1813, los indios de Mamatoco y Bonda se amotinaron y marcharon hacia la ciudad con el fin de liberar a un indígena lugareño, preso por Labatut. Aprovechando la circunstancia, los realistas samarios se unieron al movimiento indígena. Y el comandante francés, al ver al amenazante grupo que se reunía en la plaza, salió apresuradamente de la ciudad dejando abandonadas a sus tropas que se rindieron sin resistencia. Lo más llamativo de este episodio es que hayan sido los indios los que encabezaran la reconquista de la ciudad, así el éxito de su intento debiera mucho a la casualidad. El hecho es que los propios habitantes no indios de la ciudad ponderaron ante el comandante del ejército de reconquista, el general Pablo Morillo, los méritos de su cacique y sus seguidores. Morillo admitió que el cacique de Mamatoco, don Antonio Núñez, había hecho gala de un extraordinario valor y ascendiente sobre sus subordinados y demás vecinos de la ciudad, por lo que decidió condecorarlo e informó al rey de los honores conferidos a Núñez, hecho que fue considerado en el Consejo de Indias, el cual no sólo confirmó la condecoración, sino que le concedió al cacique de Mamatoco el grado y el salario de Capitán de los Reales Ejércitos y la Orden de la Cruz de Isabel, y a su hijo Juan José Núñez le otorgó una medalla de oro y el derecho de heredar el cacicazgo cuando su padre muriera.
De esta manera, los samarios liberaron su ciudad de la invasión cartagenera a muy bajo costo, se proclamaron leales al rey, y reclamaron el apoyo inmediato de los jefes españoles de los puertos de la Panamá, La Habana, Puerto Rico y Maracaibo.
Ante la vergonzosa defección de su comandante, los cartageneros procuraron negociar en buenos términos con los samarios. Pero ya era demasiado tarde para buscar un arreglo amistoso. El 20 de abril desembarcó en Santa Marta su nuevo gobernador, el coronel Pedro Ruiz de Porras, un veterano oficial que llegó acompañado de tropas de línea de Maracaibo y Riohacha. Ante esta disyuntiva los cartageneros prepararon un nuevo ataque. Esta vez pusieron al frente a otro comandante francés, el coronel Luis Fernando Chatillon, quien inició su campaña a comienzos del mes de mayo, y después de amenazar con su flotilla el puerto de Santa Marta, optó por desembarcar, al igual que su antecesor Labatut, en el cercanías de San Juan de la Ciénaga, donde suponía que lo esperaban los hombres mandados por el presidente de Cartagena Manuel Rodríguez Torices. Pero uno y otro fueron derrotados completamente el 11 de mayo por los indios de Ciénaga. Como resultado del combate, murieron cerca de cuatrocientos republicanos, y entre ellos el coronel Chatillon y otros seis oficiales. Los samarios hicieron un centenar de prisioneros y se apoderaron de la artillería, municiones y armamento, como había ocurrido cuatro meses antes, y una vez más con la decisiva participación de los indios.
El 30 de mayo de 1813 llegó a Santa Marta Francisco Montalvo, recién designado capitán general del Nuevo Reino de Granada, por lo que la ciudad se convirtió en la capital efectiva del reino, y consolidó su carácter de bastión del realismo. Dos años después llegó la expedición “pacificadora” de Morillo, y entonces llegó el momento de las felicitaciones y las condecoraciones, como ya hemos visto.
Pero llegó el año de 1820, y con él las peores noticias. Tras la derrota del ejército español en Boyacá y la subsiguiente ocupación de Santa Fe por los republicanos, estalló la revolución liberal en España, lo que incrementó aún más el entusiasmo de los patriotas neogranadinos, dispuestos a acabar cuanto antes con los focos de resistencia realista, de modo que, por orden directa de Bolívar, la ciudad de Santa Marta fue atacada nuevamente a fines de año por tierra y mar. Una vez más los indios de Ciénaga defendieron con denuedo su territorio. Pero ahora las circunstancias eran otras, y en esta ocasión fueron arrasados y masacrados por la caballería republicana, lo que facilitó el sitio de Santa Marta que fue ocupada el 11 de noviembre de 1820 por las tropas del almirante Brion. La desconfianza que le generaba la población realista de la ciudad, hizo que Bolívar dispusiera la extracción de 2.000 hombres para enviarlos al ejército de Venezuela. Ante esta decisión, muchos hombres huyeron a los bosques, prontos a formar partidas de guerrillas antirrepublicanas.
En los años siguientes, y en curiosa sincronía con los levantamientos indígenas de Pasto, en Ciénaga y Santa Marta los indios refugiados en los montes comenzaron a actuar como guerrillas realistas con una eficacia tal que, comandados por el indio Jacinto Bustamante, se tomaron el cuartel de Ciénaga el 31 de diciembre de 1822 a la media noche, y el 2 de enero de 1823, reforzados con indios y otros simpatizantes de San Juan de la Ciénaga, Puebloviejo y Gaira, marcharon hacia Santa Marta. Ocuparon el pueblo de Gaira y más tarde entraron en Santa Marta sin encontrar mayor resistencia. El 4 de enero se izó la bandera española en el castillo del Morro, último foco de la resistencia realista en el Caribe neogranadino.
La respuesta no se hizo esperar. El general Mariano Montilla movilizó sus tropas desde Riohacha, sitió el puerto samario y, con el apoyo de los cartageneros, organizó una poderosa expedición punitiva que se encargó de doblegar primero a los indios de Ciénaga, los más empecinados realistas de la provincia, y luego marchó sobre Santa Marta, ciudad que fue ocupada el 22 de enero, con la única resistencia de los indios de Mamatoco y Bonda, que pretendieron vanamente rescatar la ciudad. Ante su fracaso, muchos huyeron nuevamente a los bosques cercanos, desde donde continuaron el asedio guerrillero a los republicanos. Con el tiempo, algunos de ellos fueron muertos, y los que se lograron apresar con vida fueron conducidos al presidio de Chagres en Panamá o al ejército que combatía en el Perú. No obstante, una cuadrilla de indios realistas encabezados por Jacinto Bustamante sostuvo por algún tiempo la guerra de guerrillas en los alrededores de Ciénaga y Santa Marta, como lo harían el indio Agualongo y sus seguidores en los alrededores de Pasto.
Los indios realistas de Pasto
Situada en el otro extremo de la actual Colombia, sobre los altiplanos andinos que limitan con Ecuador, a comienzos del siglo XIX la provincia de Pasto albergaba 67 pueblos de indios, y de su población calculada en algo más de 30.000 habitantes, más de la mitad eran indios, cuya participación en las guerras de Independencia fue, por consiguiente, de gran importancia y notoriedad. Como los de Ciénaga y Santa Marta, los indios de Pasto se alinearon desde el comienzo del lado de los realistas. Al comienzo de la mano de la élite lugareña, pero en la fase final, haciendo gala de una notable autonomía.
Al igual que en Santa Marta, las guerras de Independencia se iniciaron en la provincia de Pasto como resultado de la invasión de un ejército insurgente que pretendía su subordinación. En este caso se trataba de una expedición enviada por la primera Junta de Quito, en 1809. Quito había sido por muchos años la más fuerte competidora de Pasto en el aspecto económico, y a ella estaba subordinada en lo judicial y lo eclesiástico.
Sin pensarlo dos veces los notables de Pasto rechazaron las pretensiones de la junta como una patraña de los quiteños, inventada para facilitar un asalto a su autonomía y a su integridad territorial. La invasión de las tropas quiteñas tuvo como resultado la resistencia armada de los pastusos y consolidó el acendrado sentimiento realista que caracterizó a la región, pues mientras otras ciudades como Quito y Cali esperaban que el republicanismo les permitiera alcanzar una mayor prominencia en la jerarquía regional, Pasto afincó sus esperanzas en el realismo.
La primera Junta de Quito tuvo corta duración, pero el 19 de septiembre de 1810 los revolucionarios quiteños establecieron una nueva junta que sobrevivió hasta finales de 1812. Los quiteños decidieron invadir nuevamente a Pasto, y en septiembre de 1811 atacaron y saquearon la ciudad. Las tropas quiteñas permanecieron en Pasto por varios meses.
Al mismo tiempo que en Quito, primero en Cali y luego en Popayán se habían instalado sendas Juntas de Gobierno. A diferencia de los quiteños, los juntistas caleños consiguieron el apoyo de algunos vecinos prominentes de Pasto y luego de una amigable negociación con los quiteños entraron a la ciudad y obtuvieron su reconocimiento de la Junta Suprema de Santafé de Bogotá, su incorporación a la Junta de Popayán, y la declaración de que los miembros del cabildo, el clero, y el pueblo abrazarían la causa patriota. Pero este sentimiento no era unánime. La declaración de republicanismo del cabildo fue de inmediato contestada por el clero y algunos miembros de la élite y el pueblo, desconfiados de las intenciones de los caleños, desconfianza que se agudizó cuando el presidente de la junta de Popayán, Joaquín de Caicedo y Cuero siguió rumbo a Quito, donde estableció muy buenas relaciones con la junta local.
Los enemigos de la república hicieron circular entonces rumores sobre la caída inminente de la Junta de Quito y otras especies destinadas a desestabilizar el nuevo gobierno de Pasto. Estimulados por la creciente fragilidad del gobierno republicano instaurado con el consentimiento de la élite pastusa, nuevos actores sociales hicieron presencia en las luchas por el poder desencadenadas por la creciente crisis política.
A comienzos de 1812 Caicedo y Cuero viajó a Quito, y algunos de los más prominentes desafectos a la causa insurgente iniciaron una rebelión contra el nuevo gobierno, pero esta fracasó. Caicedo regresó a Pasto, pero pronto fue víctima de una revuelta más exitosa. El 20 de mayo de 1812, realistas del Patía marcharon sobre Pasto, invitados por los pastusos realistas, y derrotaron a los republicanos. Los patianos capturaron a Caicedo y Cuero y de inmediato los caleños, quienes controlaban la Junta de Popayán, enviaron un ejército en su rescate, pero fueron obligados por los pastusos a retirarse a Popayán. Dos meses más tarde volvieron los republicanos al ataque y esta vez los pastusos se vieron precisados a rendirse y acordaron un armisticio, mediante el cual se acordó la libertad de Caicedo y la inmediata retirada de los caleños. Poco después, alegando incumplimiento de armisticio de parte de los caleños, los pastusos los atacaron y capturaron nuevamente a Caicedo y al comandante de la tropa republicana, el coronel norteamericano Alejandro Macaulay, quienes fueron fusilados en la plaza mayor de Pasto en enero de 1813.
Estos acontecimientos condujeron a la derrota total de los republicanos de Pasto y Popayán. Poco después la Junta de Quito fue derrocada, y el republicanismo fue temporalmente eliminado del sur del virreinato.
No fue nada grato para la élite pastusa deber su “liberación” a los guerrilleros zambos y mulatos del Patía aliados con los indios de los pueblos que rodeaban la ciudad, y menos tener que soportarlos por algún tiempo en el gobierno de Pasto. Pero la fuerza de las circunstancias los obligó a doblegarse.
La derrota de los republicanos de Quito y Popayán no trajo consigo una paz duradera para los pastusos, pues en septiembre de 1813 el presidente de Cundinamarca marchó al sur con la intención de restablecer el republicanismo. La ofensiva republicana comenzó bien. Nariño no tuvo problemas para conseguir guías nativos y la mayor parte de los hombres encargados de transportar la pesada artillería a través de las montañas fueron porteadores indios. Un buen número de clérigos locales también lo apoyaron, y después de derrotar el ejército realista acantonado en Popayán, los santafereños marcharon hacia Pasto a fines de marzo de 1814.
La marcha no fue nada fácil, pues a su paso por el Patía fueron hostilizados permanentemente por las guerrillas realistas, a quienes derrotaron en más de una ocasión hasta acorralarlos en la ciudad de Pasto. Pero la toma de la ciudad les resultó imposible, pues los pastusos habían logrado la solidaridad de los indios que habitaban los 21 pueblos que circundaban la ciudad. Fortalecidos con este valioso apoyo, los pastusos rechazaron las fuerzas de Nariño, quien fue capturado luego de la desordenada retirada de sus tropas.
Como en Santa Marta, la Reconquista española trajo consigo una larga tregua y un simbólico reconocimiento a los esfuerzos de los indios de Pasto. En efecto, a comienzos de 1816 el cabildo de Pasto solicitó al general Morillo la exención del tributo para los indios de su jurisdicción, ensalzando su fidelidad al rey y los servicios prestados a su causa. El resultado fue la expedición una orden real el 15 de mayo de 1817, mediante la cual decidió rebajar un peso en el tributo y premiar a los caciques pastusos, como antes se había hecho con el cacique de Mamatoco.
Pero después de la batalla de Boyacá, las fuerzas realistas debieron ponerse a la defensiva. Para enero de 1820 en Pasto se había reunido un ejército formado por fuerzas de Quito enviadas por Melchor Aymerich, aumentadas por las tropas reunidas por José María Obando, Simón Muñoz y otros caudillos de la región, bajo el liderazgo de Sebastián de la Calzada, un comandante de la expedición de Morillo que había emigrado a Popayán. Este ejército se componía de cerca de 3.000 hombres, aunque de escasa disciplina y entrenamiento, y precariamente armados. Como era previsible, este ejército improvisado y mal armado fue derrotado finalmente por la tenaza republicana que lo acorraló definitivamente una vez tomado Quito por el ejército de Sucre y Popayán por el de Bolívar, a mediados de 1822.
Sin embargo, ni la toma de Pasto ni su pacificación resultaron tarea fácil para los republicanos. Los hechos demostrarían que no bastaba con seducir a los dirigentes para pacificar a los pastusos. Al poco tiempo del viaje de Bolívar a Quito estalló en Pasto la primera rebelión popular antirrepublicana. El 8 de octubre de 1822, cuando nadie se lo esperaba, una incontenible masa de indígenas mal armados y encabezados por dos veteranos del ejército del rey se tomó la ciudad de Pasto y derrocó al gobierno republicano, restableciendo brevemente el gobierno realista. En diciembre Pasto fue tomada a sangre y fuego por un ejército llegado de Quito al mando del general Sucre. Muchos pastusos murieron en la refriega y al menos 1.300 realistas reconocidos fueron deportados, muriendo muchos de ellos en el camino a Guayaquil.
Bolívar regresó a Pasto en enero de 1823 y decretó duras sanciones económicas. A finales de enero, además de las exacciones en dinero en especie, se desterraron otros 1.000 pastusos. La sangrienta represión encabezada por Sucre y el despótico gobierno del general Bartolomé Salom no hicieron más que exacerbar el odio de los pastusos contra la república y sus representantes. Poco después estalló nuevamente la rebelión, esta vez comandada por un indio que había sido coprotagonista del anterior levantamiento y que mantenía estrechos vínculos con los dirigentes étnicos de la región. En esta ocasión Agustín Agualongo logró levantar en muy poco tiempo un ejército de indígenas, restablecer la alianza con los patianos, y asestar un nuevo golpe al ejército republicano, ahora encabezado por el coronel Juan José Flores.
Los principales soportes de Agualongo fueron los campesinos mestizos e indios, los esclavos negros de las minas de Barbacoas, y algunos hacendados y negros libres del Patía. Luego de la defección de la elite local durante la ocupación republicana y la rebelión de Boves, y de parte del clero que siguió la “conversión” republicana del obispo de Popayán, la resistencia realista consistió principalmente en bandas de indios que rondaban las montañas de Pasto emboscando a los soldados republicanos y cometiendo actos de bandidaje, tal como ocurría al mismo tiempo con los seguidores de Bustamante en los alrededores de Ciénaga y Santa Marta.
A pesar de la persecución de las tropas republicanas y del repudio de los antiguos realistas de la élite pastusa, la rebelión se sostuvo y se extendió entre junio y julio de 1823, cuando, después de tomarse a Ibarra, los pastusos fueron atacados y masacrados por un numeroso ejército comandado por Simón Bolívar. Un año después Agualongo fue apresado y fusilado en Popayán. Aun así, las guerrillas de campesinos pastusos y patianos sobrevivieron por lo menos hasta 1828, cuando apoyaron con entusiasmo al ejército que se enfrentó a la dictadura de Bolívar al mando del antiguo general realista José María Obando.
Entonces, ¿no hubo indios “patriotas” en la Nueva Granada?
Curiosamente, en la historia escrita sobre la Independencia de la Nueva Granada se ha dedicado más espacio a los indios “realistas”, que a aquellos que se alistaron en los ejércitos patriotas o combatieron a su lado. Este silencio bien podría deberse a la ausencia de grandes movilizaciones colectivas o acciones militares destacables de parte de los indígenas en favor de la independencia. No obstante, en la Nueva Granada los ejércitos de uno y otro bando reclutaron indistintamente a indios, negros y mestizos. De hecho, indígenas de todas las provincias debieron servir como cargueros, proveedores, enfermeros o soldados tanto en los ejércitos patriotas como en los realistas.
Existen, por lo demás, claros indicios de que en aquellas regiones en las cuales la población indígena era mayoritaria o tenía un importante peso demográfico, los dirigentes patriotas hicieron todo lo posible por obtener su apoyo, ya fuese este logístico (alojamiento, alimentos, bestias) o militar, mediante la recluta de cargadores o combatientes. Y en más de una ocasión lo lograron. Tal fue el caso, por ejemplo, de Antonio Nariño, quien antes de emprender su desafortunada expedición al sur del año 1813, solía pasearse por las calles de Santa Fe acompañado del cacique del pueblo de La Plata, Martín Astudillo, quien le había ofrecido el apoyo de los indios de su comunidad para cruzar el temible páramo de Guanacas en su paso hacia Popayán y Pasto. También los Paeces de Tierradentro jugaron un papel muy destacado en las luchas emancipadoras del lado patriota. La reconocida beligerancia de estos indios y la localización de su pueblo en la vía de paso de las tropas patriota hacia el sur, llevó a que sus hombres fueran reclutados como soldados en importante número, y que incluso algunos de ellos alcanzaron prestancia, como el coronel Agustín Calambás, quien al mando de los suyos fue apresado y fusilado por los realistas en Pitayó, en medio de la campaña de Reconquista. Igualmente destacada fue la participación de los paeces en otros hechos de guerra como la toma de Inzá en 1811, o las batallas del Bajo Palacé y Alto Palacé, Calibío, Río Palo, Cuchilla del Tambo, y Pitayó.
De los indios “patriotas” de la región Caribe se sabe menos. No obstante, hay indicios de que algunos pueblos fueron incendiados por sus propios moradores antes que entregarlos a las tropas del ejército español de Reconquista, como fue el caso de Turbana, en las goteras de Cartagena. En otros lugares de esta misma provincia, los indios resistieron activamente a las tropas de Morillo, tal como sucedió en los pueblos de Malambo, Usiacurí, Baranoa, y Galapa, cercanos a la insurgente villa de Barranquilla, en algunos de los cuales se formaron guerrillas de apoyo a los ejércitos patriotas.
* Doctor en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Profesor titular de la Escuela de Historia de la Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga.
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