Colombia: ¿Qué somos? ¿Quiénes somos? ¿Cómo se formó nuestra nación? ¿Por qué, una vez rotas las cadenas de la Colonia, no tuvieron capacidad –o interés– quienes dirigieron el país a la largo del siglo XIX para romper las estructuras coloniales, con todo lo que ellas implicaban, y nos mantuvieron/mantuvimos en la República señorial? ¿Aún conserva el país parte de esa República señorial? ¿De dónde provienen nuestros conflictos sociales más protuberantes? ¿Cómo se han reproducido estas contradicciones en el tiempo? ¿Por qué hemos vivido transados en disputas armadas de carácter interno? ¿Por qué la exclusión, la opresión y la violencia como políticas de dominio y control de la minoría contra la mayoría? ¿Por qué?
Estos y muchos otros interrogantes están presentes cada vez que pretendemos comprender nuestro ser nacional. Son preguntas vigentes ayer y hoy, y mucho más cuando abocamos los temas de la Colonia y el esfuerzo de los patriotas de aquella época por enfrentar al Imperio español y alcanzar un estado de soberanía para su patria, para darle cuerpo a una República según las enseñanzas desprendidas de las revoluciones Inglesa (1649), Norteamericana (1783) y Francesa (1789), las tres principales gestas de la época, de donde emergieron las reflexiones políticas, filosóficas, jurídicas y de otros tipos para conseguir que la soberanía dejara de estar depositada en manos de reyes y pasara a las de la ciudadanía en general. Tales enseñanzas, pese a su vitalidad y su potencialidad, quedaron ocultas, arrinconadas, por la fuerza del poder tradicional, de la clase de poder sembrado en esta parte del mundo por los invasores: especuladores, y vividores de la tierra y de las manos de quienes la labran, como de rezanderos y especuladores de las esperanzas desprendidas del rezo a un solo Dios, “Señor de Señores”, que garantiza a todo aquel que viva con resignación, en silencio, en trabajo vital al servicio del patrón, una vida de plenitud luego de muerto.
Bicentenario. Estamos en un tiempo de reflexión para comprender nuestro pasado, que proyecta sus contradicciones y conflictos sociales, económicos, políticos y militares no resueltos sobre nuestro presente, permitiéndonos procesar que nuestras sinrazones como nación provienen de una oligarquía que no dejó de amasar la tierra y, para ello, de despojar a medianos y pequeños propietarios de la misma, obligándolos recurrentemente a penetrar selva adentro en procura de un poco de la misma para sustentar la vida propia y la de los suyos. La concentración de tierras que se advierte también es producto del poder político y militar, y con ello de la exclusión y la opresión de las mayorías por las minorías.
La memoria y la reflexión que de aquí surge nos permite hacer un recorrido de doscientos años y en ellos, en todos estos años o en cada periodo de gobierno que los integran, conocer y comprender los intereses de variada índole allí representados y la manera como fueron concretados, de tal modo que la tradición colonial –ya sin el dominio directo del rey y sus funcionarios– seguía determinando las formas de gobierno y de poder entre nosotros. Todo materializado en la existencia de terratenientes y siervos –ya no esclavos, al menos luego de los años 60 del siglo XIX–, comerciantes (importadores de todo tipo de mercancías y exportadores de especies y materias primas) y consumidores; mineros propietarios y barequeros; autoridades religiosas y creyentes; políticos y plebe; burocracia estatal y masa pagadora de impuestos. Se trata de un poder prolongado en medio de la tensión entre opresores y oprimidos –como en los tiempos de José Antonio Galán–, que, pese al paso del tiempo y de reivindicar ideas liberales y similares, seguía negando la democracia que decía profesar.
Con esas características cuajó una República con vida antidemocrática por excelencia, contraria al sueño de quienes imaginaron y batallaron por la libertad y la justicia; una República que exige darle paso a una segunda de su tipo, donde, en este caso, se logre invertir todas las formas de gobernar padecidas por las mayorías de nuestro país a lo largo de dos siglos, al tiempo que la economía, el poder militar y las otras partes fundamentales de toda sociedad se enruten por una vía diametralmente opuesta a la conocida hasta ahora, para lograr así una República soberana a plenitud, y fundada en democracia plena, radical, directa, participativa y refrendataria, todo lo cual presenta plena vigencia en este siglo que será, aunque no lo parezca, el siglo de los pueblos.
Debemos proyectar nuestra mirada por el retrovisor de la Historia para, sobre sus enseñanzas, desechar aquello que ya no debe seguir siendo y aferrarnos a lo que sí debemos ser, lo cual no puede ser dibujado sino por una multitud de manos y voces que escuchan y dicen, que debaten y argumentan, que viven y experimentan; para, como un solo cuerpo, a pesar de sus diferencias, trazar con lápiz común la República de sus sueños, cimentada en las enseñanzas de Biohó, Galán –el Comunero–, Bolívar, Nariño, Miranda, Manuelita, Simón Rodríguez, Quintín Lame, Gaitán y otros muchos que con su convicción y su ejemplo trazaron el camino de la lucha por justicia, igualdad, libertad, integración regional, soberanía.
Tales realidades están sembradas en la memoria nacional, brindan enseñanzas y proyectan el futuro por construir entre todos y todas, en el cual negros, indígenas, mestizos, blancos –que entre nosotros no son puros ni contienen esa sangre que les daba otro status en época pretérita–, hombre y mujeres de todas las edades, reunamos capacidades y fuerza para erradicar de nuestros territorios la herencia de un pasado colonial que no debe tener continuidad alguna entre nosotros.
Son, todas estas, razones de más para la entrega de este segundo número conmemorativo del Bicentenario de nuestra primera independencia (en esta ocasión, más allá de la Campaña Libertadora, enfocados en el tema de la República), con el cual seguimos acercándonos a la comprensión de nuestro ser social, para darle piso a una proyección del futuro que anhelamos para nuestra sociedad. l
Leave a Reply